Cuando Giuseppe Conte entró por segunda vez en dos semanas al Palazzo del Quirinale, sede de la Presidencia de la República en Roma, todos los periodistas, funcionarios y hasta los transeúntes que rodeaban el hermoso edificio del centro de la capital ya conocían de memoria los posibles nombres de los ministros de gobierno que iba […]
Cuando Giuseppe Conte entró por segunda vez en dos semanas al Palazzo del Quirinale, sede de la Presidencia de la República en Roma, todos los periodistas, funcionarios y hasta los transeúntes que rodeaban el hermoso edificio del centro de la capital ya conocían de memoria los posibles nombres de los ministros de gobierno que iba a presentar. Y todos también sabían lo irregular y extraño que era esa situación.
Hacía ya varias horas que los dos líderes de los partidos más votados en las elecciones del 4 de marzo pasado estaban conversando en una de las terrazas que une los despachos de los jefes de bloque del parlamento con la sede de la jefatura de Estado. El desafío a los insólitos 30° de esa tarde de fines de mayo en Roma era el claro signo de que buscaban ser vistos, que algún paparazzi de la política italiana filtrara alguna foto del encuentro a los medios. Todos los medios estaban en vivo y en directo desde las calles aledañas, como si se tratara de una toma de rehenes.
Los nombres del equipo de gobierno debían ser bien ponderados, y durante todo el día fueron circulando por la web mensajes e indiscreciones que consolidaron la lista del nuevo ejecutivo «de cambio», como lo nombraron sus protagonistas. Así, contrariamente a lo que prevé la Constitución (según la cual primero el Presidente de la República nombra al Primer Ministro y sólo después este presenta su lista y propuesta de gobierno), Conte llegó al nombramiento con las cartas ya echadas. Y lo más insólito es que él aparentemente no hizo prácticamente nada.
Luego de 88 días de negociaciones, todo parecía encaminarse a que Italia tuviera por fin un gobierno político, surgido del acuerdo entre Matteo Salvini, jefe de la xenófoba Lega, y Luigi di Maio, líder del Movimento 5 Stelle (M5S), el del cómico anti-casta Beppe Grillo, referente de los «indignados» italianos y que rechaza las categorías de derecha e izquierda.
A quienes se les hubiese ocurrido en febrero o marzo un escenario como este habrían sido tildados de soñadores o pájaros de mal agüero. La idea de que los dos partidos más críticos con el statu quo generado por las directivas de la Unión Europea (UE), la moneda única y las políticas sociales de los partidos liberales tradicionales italianos (tanto de centro izquierda como de centro derecha, ya no tan disimiles entre ellos) lograran acordar un plan de gobierno y nombres concretos para llevarlo a cabo, parecía tan delirante como peligrosa. Las desconfianzas y resentimientos entre Salvini y Di Maio se redujeron en función de lo que fueron acordando. Por ejemplo, que ninguno de los dos tomara el rol de Primer Ministro, sino que haya un tercero que ejecute lo que los otros acordaran . Y, para el complicado equilibro del sistema político italiano, un Primer Ministro ejecutor es otra irregularidad sin precedentes. ¿Cómo hará Conte, se pregunta hoy la prensa italiana, cuando tenga que definir la posición del país en la cumbre del G7 del próximo fin de semana en Canadá? ¿Consultará por WhatsApp con Di Maio y Salvini?
Un cambio político, y de política
La primera lección que deja la larguísima crisis política italiana -aunque es difícil saber si realmente se ha cerrado o no-, es que las reglas puestas desde las instituciones liberales se están demostrando limitadas frente a los cambios políticos que viven los europeos. Italia es una república parlamentaria, en cuya historia todos los gobiernos han sido fruto de la negociación entre partidos, generalmente de origen liberal, para lograr mayorías que alejaran de los espacios de poder a los sectores más críticos con el sistema. El sistema republicano como hoy lo conocemos en Italia surgió con la constitución de 1948. En estos 70 años, el país tuvo 65 gobiernos diferentes. Una inestabilidad digna de una Estado fallido periférico, si no se tratara de la tercera economía de la UE y una de las primeras diez del mundo. Evidentemente, el permanente recambio político en Italia no afectó su desarrollo económico, y esto es así gracias al hecho de que a pesar de los matices siempre hubo en general un consenso en las élites de gobierno de evitar que fuerzas políticas críticas o iliberales pudiesen modificar el marco jurídico nacional.
Lo han hecho durante casi 50 años con el Partido Comunista Italiano, el más grande de Europa Occidental durante la Guerra Fría, llegando inclusive a falsear abiertamente los resultados electorales para evitar que este llegara al poder. Pero ahora que quienes critican abiertamente estas instituciones son inexorablemente la mayoría, «el sistema» debe confrontar con ellos. Algunas resistencias ya las ha opuesto. Cuando por primera vez surgió la posibilidad de que Conte llegara a formar un gobierno verde-amarillo (por los colores de Lega y 5 Stelle), los mercados se desplomaron al instante, y los principales representantes europeos no escatimaron sus comentarios de preocupación. Luego, el Presidente de la República Sergio Mattarella vetó el nombre de Paolo Savona (economista favorable a la salida de Italia del Euro) como ministro de Economía, y encaminó el país hacia un gobierno técnico y temporal para llamar a nuevas elecciones. Fue Luigi di Maio el que resucitó la posibilidad de un gobierno de Conte, consciente de que otra ronda electoral hubiese favorecido, y mucho, a su socio coyuntural de la Lega. Salvini, presionado por las bases ya cansadas de las idas y vueltas del lobby, aceptó.
Y ahora Italia tiene el gobierno más derechista de los últimos 20 años, con una clara visión soberanista frente a la UE y crítico hacia la libertad de mercados. Expulsión masiva de migrantes sin papeles, ampliación para la portación de armas y nueva ley sobre legítima defensa, salario de desocupación a ciudadanos italianos, revisión de las obligaciones derivadas de los tratados internacionales, aumento de control en las fronteras, reforma fiscal regresiva, son solo algunas de las promesas que la dupla Salvini-Di Maio intentará cumplir en su primer año de gobierno, aunque sea para consolidar el consenso de sus votantes, en medio de la preocupación de los grandes poderes europeos, cada vez más debilitados.
Vientos de cambio también en España
Los cambios en la política de Europa contaron hace pocos días con otra gran foto. La del dirigente de Podemos, Juan Carlos Monedero, aferrando los hombros de la exvicepresidenta de España, Soraya Sáenz de Santamaría, mientras le explica cuánto se alegrara de que se fueran del gobierno. Una chicana por la cual el mismo Monedero debió pedir disculpas -especialmente por tratarse de una imagen bastante violenta de un varón contra una mujer- pero que se ha convertido en el emblema de los temores de los sectores de poder españoles ante la caída del gobierno de Rajoy en España: llegaron los que no saben.
El Partido Popular (PP) es quizás uno de los partidos más representativos del conservadurismo de la élite en los Estados europeos. Profundamente monárquico y madridista, empresario y liberal, ha sabido juntar a nostálgicos del franquismo y entusiastas europeístas detrás de una estructura que se ha hecho en los poderes locales y nacional. Rajoy se erigió como garante del orden liberal y monárquico en España, logrando mantener saldo el timón inclusive en momentos muy difíciles para su gobierno, como la durísima crisis económica, las manifestaciones en la Puerta del Sol, los asedios a los palacios del poder, el 15M y la declaración de independencia de Catalunya. Pero lo que definió su caída fue una de las características de la estructura de poder que ayudó a conformar en España: la corrupción.
Más allá del caso puntual por el cual la oposición logró hacer prosperar la moción de censura en contra de su gobierno, la historia del PP está ligada a un muy complejo sistema de amistades, prebendas y facilidades para pequeños y grandes sectores empresarios y dirigentes políticos que han logrado efectivamente mantener a unos en la administración pública y a otros en los negocios. El caso Gürtel, Barcenas, Cifuentes y Bankia son solo algunos, los más conocidos, de los casi 200 cargos judiciales contra funcionarios del PP en toda España que aún deben ser investigados. Es decir, que todo indica que no se trata de casos aislados, de manzanas podridas, sino de un verdadero modus operandi. Un bloque de poder que con la caída de Rajoy demostró que perdió el consenso hegemónico dentro de las instituciones. El problema es: ¿y ahora qué?
Pedro Sánchez llevó al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) al poder cuando nadie lo hubiese imaginado. En las últimas elecciones generales, el PSOE sacó el menor porcentaje de votos de toda su historia, un fracaso que parecía llevarse puesta la carrera política de Sánchez y todo su entorno. Un año antes de convertirse en el nuevo jefe del gobierno español, Sánchez logró ganar milagrosamente las internas de su partido y quedarse en la conducción con el mismo equipo que presumiblemente gobernará España al menos hasta las elecciones municipales y europeas de mayo 2019. Es decir, que si bien su llegada al poder se puede explicar a partir del estruendoso porrazo de la derecha, tampoco se puede poner en duda su capacidad para construir consensos. Sánchez accedió a la presidencia respaldado por una coalición muy heterogénea de partidos, en su mayoría progresistas, y con reivindicaciones muy diversas. Muchas de ellas tienen que ver justamente con la puesta en cuestión del statu quo en España y en Europa.
«Etarras maduristas e independentistas»
Al finalizar la votación de la moción de censura contra Rajoy, el portavoz del PP en el Congreso, Rafael Hernando, acusó airoso a Sánchez de haber logrado su gobierno gracias a «los amigos de los etarras, los amigos de Maduro y los que quieren destruir a España». Se refería a los nacionalistas vascos, la izquierda de Podemos y los independentistas catalanes, que efectivamente votaron a favor de la caída de Mariano Rajoy. El gobierno del PSOE nace ciertamente de la convergencia de esas voluntades en contra del PP, que también deberán transformarse en concesiones de cara al próximo año de gobierno. Para los vascos, la promesa de no modificar el presupuesto ya la habían pactado con el anterior gobierno, que favorecía a los proyectos en infraestructura en Euskal Herría, fue suficiente. La promesa de la ampliación del Estado social y de retomar el diálogo con el Govern en Barcelona son, en principio, los otros compromisos que ha tomado Sánchez para sostener su ejecutivo y, quizás, también apuntar a que su presidencia dure más de lo previsto.
Sin embargo, la inestabilidad de los mercados y la fragilidad que ha demostrado la economía española siguen preocupando en Bruselas. Y Sánchez deberá pronto demostrarse como el nuevo garante del orden liberal europeo en España, sin perder el apoyo parlamentario de los sectores más críticos. En una primera visión, el nuevo gobierno español se parece más bien a un compromiso coyuntural entre los sectores liberales y pro-europeos -el PSOE- y otros más ligados a reivindicaciones sociales y sectoriales más concretas.
El problema del déficit, es decir la reducción del gasto necesaria para cumplir con las metas impuestas por la UE, sigue siendo uno de los principales temas de la agenda económica española y el punto de partida para que cada vez más sectores miren de reojo hacia París y Berlín, donde se preparan las recetas que luego se aplican en los diferentes países comunitarios. Muchos de los sectores representados en la heterogénea coalición que está detrás del gobierno Sánchez, coquetean más o menos abiertamente con las propuestas alternativas a la austeridad alemana que impera en las líneas económicas de la UE, y piden renegociar las reglas del juego. Una exigencia que obtiene siempre más consenso en todo el continente.
Soberanismo xenófobo o neoliberalismo conservador
La llegada al poder de una coalición de claro perfil soberanista en Italia y la caída de uno de los principales soldados de la política europea en España -dato mucho más significativo que la llegada del PSOE al poder-, se encuadran en una tendencia muy preocupante para el proyecto hegemónico dentro de la UE, a un año de las elecciones continentales. En líneas generales, y sin caer en los alarmismos alimentados por la prensa internacional sobre la implosión del bloque, es claro que gana cada vez más terreno el sector que pide renegociar los criterios y reglas comunitarias en favor de los intereses domésticos, más o menos legítimos, y reducir la eficacia supranacional de la UE.
Convengamos, de todos modos, que la misma UE cuenta por lo menos con tres pecados originarios que alimentan una debilidad estructural aprovechada por estos movimientos. El primero tiene que ver con que todas las veces que la UE sometió al voto popular decisiones importantes para su vida institucional, ha cosechado trabas y rechazos. El caso más importante es el de la Constitución europea, negociada durante años y naufragada tras el bochazo en los referéndums de Países Bajos y Francia. Y, a pesar de no contar con el apoyo popular, los organismos europeos se las ingeniaron para continuar en su camino, aprobando el Tratado de Lisboa en lugar de la Constitución y evitando someterse a la aprobación ciudadana. El segundo pecado tiene que ver con haber concedido «excepciones» extraordinarias a algunos Estados para que la política comunitaria pudiese abarcar cada vez más territorio, como en el caso de Irlanda y República Checa durante las negociaciones de Lisboa o, peor aún, con Gran Bretaña, para evitar el brexit. Esto abrió la posibilidad a que otros Estados también exigiesen tratos especiales por sus condiciones particulares, cada vez más exaltadas por los movimientos nacionalistas. Y el tercer gran pecado que hoy afecta sobremanera el desarrollo de la UE, tiene que ver con haber aplastado con una violencia inusitada todo tipo de propuesta alternativa a las líneas de la ortodoxia neoliberal. El caso griego es especialmente representativo en este sentido. Hasta muchos liberal-conservadores quedaron consternados ante la humillación a la que la UE -particularmente Alemania- sometió el gobierno griego durante la negociación de su plan de rescate, en medio de una crisis económica y humanitaria sin precedentes en el continente. No resulta tan llamativo entonces que los ciudadanos de los países europeos hayan incubado cierto escepticismo por la dirección que ha tomado la Unión en los últimos años.
A esto se le suma la matriz política de los movimientos que están engrosando las filas de los críticos hacia esta UE. Si hace diez años eran los movimientos sociales de izquierda como Syriza o Podemos los que defendían la idea de una Europa social y solidaria frente a la Europa neoliberal de Rajoy, Merkel y Renzi, hoy son movimientos ultra conservadores y derechistas los que están en primera fila contra las políticas comunitarias. Los mueven fuerzas tradicionalistas, de defensa del «pago chico» y rechazo al cambio multicultural. Pero también el genuino repudio a las élites. Xenófobos, populistas, antisistema y euroescépticos se han convertido en opción de poder en Polonia, Hungría, Austria, República Checa y ahora Italia. Su política es bastante clara: toda organización internacional, como la UE, surge del compromiso voluntario de los países a someterse a ellas, pero si los intereses nacionales dejan de coincidir con las necesidades de la comunidad internacional, cada Estado tiene derecho a priorizar sus necesidades domésticas. Y por «intereses nacionales» -fórmula harto conocida y utilizada en la historia de las relaciones internacionales para justificar todo tipo de fechoría-, cada gobierno entiende lo que quiere. La lucha contra la inmigración, la emisión de deuda, el cierre de fronteras, la suspensión de derechos. Los burócratas y las élites europeos, irremediablemente identificados en los gobiernos alemán y, en menor medida, francés, son entonces culpados de imponer limitaciones que afectan a la vida de las mayorías populares. Un discurso simple pero claramente efectivo.
A pesar de los resultados electorales de 2017, en los cuales se evitó la victoria de la extrema derecha en los Países Bajos, Francia y Alemania, el resentimiento hacia la UE se volvió a expresar en 2018 con las elecciones italianas y los cambios en los equilibrios políticos en otras partes del continente. Una de las principales razones la dio, sorpresivamente, el candidato del movimiento nazi-fascista italiano Casapound, Simone Di Stefano, quien durante la campaña electoral justificó el crecimiento exponencial de los afiliados a su partido por el abandono de las calles por parte de la izquierda. Los sindicatos, los partidos de izquierda y los movimientos dejaron un vació enorme en la política europea al prescindir de las movilizaciones, marchas, sit-in, volanteadas, parte innegable del ADN de los movimientos de izquierda europeos. Y ese lugar ha sido tomado por la extrema derecha. La Lega plantó decenas de miles de mesas en las plazas de toda Italia a mediados de mayo para someter a la población el programa de gobierno elaborado con el M5S. Las viejas sedes de PCI van desapareciendo de los barrios italianos para dejar espacio a los Meeting Point del M5E o, peor aún, a comercios o especulaciones edilicias. Y algo muy parecido sucede en el resto del continente.
Los nuevos gobiernos en Italia y España son, cada uno a su manera, expresión de un frente liberal conservador en retroceso y un conservadurismo xenófobo y soberanista en ascenso. Sin un contrapeso social, popular, plebeyo y solidario, será muy difícil cambiar el rumbo de la política europea, al menos en el mediano plazo.
Fuente: https://ombelico.
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