Rubén Martínez Dalmau es profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València y Vicepresidente de la Fundación CEPS (Centro de Estudios Políticos y Sociales). Es autor de Constitución, Legitimidad democrática y autonomía de los bancos centrales (Tirant, 2005) y de La independencia del Banco Central Europeo (Tirant, 2005). * ¿Qué es el Tratado de […]
Rubén Martínez Dalmau es profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València y Vicepresidente de la Fundación CEPS (Centro de Estudios Políticos y Sociales). Es autor de Constitución, Legitimidad democrática y autonomía de los bancos centrales (Tirant, 2005) y de La independencia del Banco Central Europeo (Tirant, 2005).
¿Qué es el Tratado de Lisboa? ¿Cómo y de dónde surgió?
El Tratado de Lisboa es una versión reducida del fracasado Tratado «Constitucional» europeo, que usualmente se conoce como Constitución europea. Después del «no» francés y holandés a este Tratado, los países podrían haber reaccionado dando el paso definitivo hacia la democratización final de Europa y el acercamiento hacia la construcción jurídica de un verdadero pueblo europeo; de esta forma, tendríamos una verdadera Constitución europea, fruto de una asamblea constituyente y de la decisión del pueblo europeo. Pero los elementos conservadores europeos -y, principalmente, los Estados, que se resisten a despojarse del poder en el marco de las fronteras- no fueron capaces de dar este paso. La solución fue crear un «minitratado»; eliminar las partes más llamativas de la Constitución europea, empezando por la denominación, e intentar pasar sin mucho ruido la aprobación de los tratados a través de los parlamentos. Lo que desbarató el «no» irlandés, que requirió de referéndum.
¿Por qué razones Irlanda ha sido el único país europeo donde se ha convocado un referéndum? Por cierto, ¿qué está pasando en la República Checa en torno al Tratado?
La Constitución irlandesa es una de las más democráticas del mundo. El Tribunal Constitucional irlandés, con objeto de la ratificación del Tratado de Niza en 2001, dejó sentado que la entrega a Europa de nuevas competencias suponía una modificación material de la Constitución. Y, en Irlanda (a diferencia, por ejemplo, de España), toda modificación de la Constitución requiere de la aprobación del pueblo soberano mediante referéndum. Por esta razón, la ratificación del Minitratado de Lisboa también lo necesitaba. En el resto de países, esta ratificación ha tenido lugar por vía parlamentaria; es decir, han sido los representantes los que han decidido, en el marco de los Legislativos, incorporar el Minitratado de Lisboa a sus ordenamientos jurídicos, hurtando al resto de pueblos europeos la posibilidad de decidir por ellos mismos si quieren ésta u otra solución.
El «no» irlandés ha influido en los checos, que siguen esperando la sentencia de su Tribunal Constitucional respecto a la forma en que, finalmente, debe ser ratificado el Tratado. Pero también en la República checa la ratificación la realizará el Parlamento, si es que consigue la mayoría necesaria.
Algunos técnicos, algunos dirigentes políticos, algunos profesores especializados incluso, suelen esgrimir un argumento de raigambre platónica: «¿A quién se le ocurre convocar un referéndum sobre el Tratado? Yo no dejaría que mi abuela votara sobre el futuro de Europa. ¿Qué va a saber mi abuela sobre Europa?». Sin ninguna animadversión por las abuelas, claro está, ¿qué le parece este razonamiento? ¿El que no sabe, el que no es un experto, no puede o no debería votar?
Hasta ahora, ha sido así a grandes trazos. La construcción de Europa se ha hecho de espaldas a los europeos; salvo algunos casos, como la negativa popular constante de los noruegos a entrar en la Unión Europea, o los referenda en Francia (para la ratificación del Tratado de Masstricht y de la «Constitución» Europea) o Irlanda, se ha preferido que Europa se mantenga como un ámbito de gobierno muy relevante, pero ausente de los controles democráticos habituales. Los ciudadanos europeos, por ejemplo, no saben que, hasta hace relativamente poco, el papel del Parlamento Europeo era principalmente de control; incluso que ahora el principal órgano legislativo europeo es el representante de los gobiernos. A medida que la sociedad está más informada, y es más crítica con la forma en que se están haciendo las cosas, decide aumentar su participación. La idea de que las abuelas no pueden votar sobre Europa lleva detrás un pensamiento terriblemente conservador: la desconfianza hacia la democracia y hacia el control de Europa por parte de los ciudadanos. Es decir, Europa debe continuar siendo un lugar natural de élites.
¿Cuáles han sido las principales críticas que se han esgrimido en la campaña irlandesa contra el tratado? ¿Le parecen razonables?
Como en cualquier campaña a favor o en contra de una opción, hay críticas más razonables que otras. No existe un cuerpo homogéneo de crítica, y seguramente muchos de los que votaron en un sentido no concuerdan con varias de las razones de otros votantes en el mismo sentido. Por ejemplo, se ha comentado que la firma del Tratado disminuye los derechos de los irlandeses, lo que desde luego no puede afirmarse categóricamente. Existen unas críticas más razonables que otras, pero debemos quedarnos con la conclusión general: a la mayoría de los votantes irlandeses les parece más negativa que positiva la ratificación del Minitratado de Lisboa. El resto son elucubraciones poco concluyentes.
¿Cree usted que se puede afirmar que actualmente una buena parte de las decisiones que nos incumben directamente, y que determinarán nuestro futuro, se toma en instancias europeas? Si es así, ¿la ciudadanía ejerce hoy por hoy suficiente control sobre ellas?
La Unión Europea tiene hoy en día un número importantísimo de competencias exclusivas, a las que los Estados han renunciado con las ratificaciones de los sucesivos tratados. Empezando por la política monetaria (en los países de la zona euro). Y participa en una cantidad cada vez más amplia de competencias compartidas con los Estados. Desde luego, las instancias europeas son responsables de muchas políticas que influyen en el día a día de las sociedades europeas. Y, lógicamente, con un control mínimo. Se pueden controlar algunas competencias por medio del Parlamento Europeo, principalmente; pero incluso éste no puede hacer nada para vigilar algunos órganos, como el Banco Central Europeo, responsable del precio del dinero en la zona euro. Son órganos exentos de un mínimo control democrático.
Por cierto, ¿el no irlandés no ha sido muy heterogéneo? Según parece hay gentes que ha votado en contra del Tratado porque con él, se les decía, se va a implantar el aborto en Irlanda. ¿No se han juntado ahí muchos votos de derecha e izquierda, muchas y muy diversas motivaciones?
Todo parece indicar que sí, que la heterogeneidad del voto irlandés ha sido determinante para la victoria del «no». Pero esto no deslegitima la opción: los irlandeses votaron libremente por una de dos posiciones, a favor o en contra del Tratado de Lisboa, exactamente igual que lo hicieron los franceses respecto a la Constitución Europea. Justificar el resultado simplemente alegando que se ha unido la extrema derecha con la izquierda creo que es una razón de mal perdedor. Y, por otro lado, no creo que más de la mitad de los votantes irlandeses se posicionen políticamente en ambos extremos.
¿Está usted a favor de una Constitución europea? ¿Cuáles deberían ser sus características esenciales? ¿Por qué cree usted que fracasó el anterior intento?
Estoy totalmente a favor de una verdadera Constitución europea; es decir, aquella que proponga una asamblea constituyente europea, democráticamente elegida, y que aprueben conjuntamente los europeos. La celebración de este referéndum conjunto activaría el poder constituyente europeo, lo que en sí sería quizás la mayor revolución en esas tierras desde la francesa en el siglo XVIII. Democracia y creación del pueblo europeo (como concepto político-jurídico) serían sus características.
No hubo intento anterior: nunca se ha propuesto una verdadera Constitución europea, sino un Tratado internacional al que se le denominó de esa manera, pero que carecía del principal rasgo de una Constitución: la legitimidad de un pueblo.
Cuando hablamos de Europa, ¿de qué espacio geográfico estamos hablando? Lisboa en el Oeste, el Mediterráneo en el Sur, Suecia al Norte, ¿y al Este? ¿Todas los países europeos que lo han deseado están integrados ya en esa Europa en construcción?
Europa será lo que los europeos quieran que sea. Hay países esencialmente europeos, que no forman parte de la Unión por razones económicas o políticas, como Suiza o Noruega; la no presencia de otros responde a las más diversas cuestiones, incluso históricas; y algunos, finalmente, aún no han reunido las condiciones que exige la Unión, como es el caso de Albania. Las fronteras hacia el norte, sur y oeste están definidas por determinantes geográficos, con alguna excepción como las Canarias. Hacia el este, son muchas las opciones pero, al final, se llegará hasta donde los europeos quieran que se alcance.
Le cambio un poco de tema , si le parece, y hablemos de un asunto al que usted mismo hacía referencia hace un momento. ¿Qué es el Banco Central europeo? ¿Son sus funciones similares a las de la Reserva Federal de estados Unidos?
El Banco Central Europeo es el órgano responsable de la política monetaria en la zona euro. Es el que determina el tipo de interés del euro, y lo utiliza como medida para la lucha contra la inflación. El problema es que la principal meta del Banco Central Europeo es justo ésa: la búsqueda de la estabilidad de los precios, sin prácticamente importar las consecuencias sociales que se desprendan de sus políticas. En sus funciones es parecido a la Reserva Federal norteamericana y, en general, a cualquier banca central. La diferencia está en el control: la Reserva Federal en Estados Unidos está mucho más controlada democráticamente que el Banco Central Europeo.
¿Dónde se decidió su independencia? ¿Qué significa que sea una institución «independiente»?
Cuando los doce países que conformaban las Comunidades Europeas a finales de los ochenta decidieron dar el paso hacia el euro, entendieron que lo conveniente era hacer caso a la visión neoliberal de crear un banco central independiente. Así se planteó en el Tratado de la Unión Europea (Tratado de Maastricht) de 1992. Esta independencia se basa en una serie de medidas jurídicas que eximen al banco central del control democrático. Nadie puede dar instrucciones, ni siquiera indicaciones, al banco central europeo, y éste maneja la política monetaria sin ningún tipo de influencia institucional externa. Como si la política monetaria no tuviese componente político, sino exclusivamente técnico. Lógicamente, no es así. La política monetaria obedece a determinados intereses. El hecho de que un banco central sea independiente hace que estos intereses no sean los democráticos -determinados por un gobierno legitimado democráticamente o, mejor aún, por un parlamento elegido por los ciudadanos-, sino los particulares de las personas que manejan la política monetaria.
¿Y es independiente de hecho? ¿Nota usted algún peligro potencial en ello?
Lo es en mayor medida que ningún otro banco central del mundo. Su modelo, el Bundesbank (banco central alemán), tenía frente a él al Gobierno federal alemán, cuyo ministro de economía podía lanzar mensajes sobre la situación del país. En Europa, frente a un banco central fuerte, existe un gobierno económico débil, porque la fuerza en política financiera la mantienen los Estados. Por lo tanto, la política financiera la manejan veintitrés gobiernos, y la monetaria un órgano sin control. Lo que, en un momento u otro, mostrará su peligrosidad; de hecho, creo que ya lo está haciendo.
¿Usted cree que la Unión Europea que los europeos quieren es la Unión que tenemos? ¿Por qué?
Sinceramente creo que los europeos quieren una Europa, pero diferente a la que se ha construido. No dudo del espíritu europeísta de las sociedades de Europa; lo que dudo es del espíritu europeísta de sus dirigentes, que quieren la Europa que han tenido hasta ahora, y no la que pueda ser en un futuro.
En su opinión, ¿debería incorporarse Turquía a la Unión Europea?
Desde hace milenios, Turquía ha formado parte geográfica y culturalmente de Europa. En el neolítico, el helenismo, con el imperio otomano, la presencia turca ha sido constante. Geográficamente, Chipre (que pertenece a la Unión Europea) está mucho más al este que la mayor parte de la península de Anatolia. El gobierno turco es democrático y ha realizado esfuerzos determinantes para avanzar en la protección de los derechos humanos. Algunos europeos tienen miedo a la integración de cincuenta millones de turcos musulmanes «pobres» en Europa. Si el producto interior bruto de Turquía fuera similar, por ejemplo, al de los Emiratos Árabes Unidos, los líderes europeos estarían encantados del ingreso de un país así en la Unión Europea. Estoy totalmente a favor del ingreso de Turquía en la Unión Europea, y considero que no facilitar ese ingreso es poner las cosas difíciles a la propia democracia turca.
¿Qué opinión le merecen las últimas medidas tomadas en instancias europeas: legislación laboral de 65 horas, directiva sobre inmigración?
En esta ocasión, la victoria de las tesis neoconservadoras europeas se han visualizado más. Pero están tomando decisiones de este cariz desde hace décadas.
De nuevo regresamos a lo mismo: los gobiernos utilizan la Unión Europea para regular sobre cuestiones que les estarían vedadas por los ciudadanos en sus propios Estados. De seguir así, la Unión habrá perdido su norte.