Traducido por Caty R. Hipócrita y cruelmente los campos de internamiento para «extranjeros» se multiplican en Francia, en las fronteras de Europa e incluso un poco más lejos, despreciando los derechos humanos más elementales, con un mismo pretexto: la necesidad de garantizar la «seguridad pública». Con el título Le retour des camps? (¿El regreso de […]
Traducido por Caty R.
Hipócrita y cruelmente los campos de internamiento para «extranjeros» se multiplican en Francia, en las fronteras de Europa e incluso un poco más lejos, despreciando los derechos humanos más elementales, con un mismo pretexto: la necesidad de garantizar la «seguridad pública».
Con el título Le retour des camps? (¿El regreso de los campos? N. de T.), Olivier Le Cour Grandmaison, Gilles Lhuillier y Jérôme Valluy, levantan el acta terrorífica de una realidad mal conocida que, a una velocidad vertiginosa, aproxima los llamados estados «democráticos» a los regímenes más totalitarios.
Esta obra colectiva, publicada en estos días por la editorial «Autrement», aclara numerosos aspectos desconocidos del «internamiento administrativo», considerado como una medida de urgencia que se toma en situaciones excepcionales, y de cómo se está generalizando y «subcontratando».
En primer lugar señala el aspecto histórico que nos recuerda en qué circunstancias se crearon los primeros campos de internamiento en Francia y su imperio, los mecanismos inhumanos y los métodos expeditivos que al principio servían para dominar a las poblaciones «indígenas». Pero permitieron también en 1938 encerrar a los centenares de miles de españoles que querían protegerse del régimen franquista y, a partir del 1 de septiembre de 1939, a 40.000 emigrantes de los que muchos eran feroces opositores al régimen nazi deseosos de participar en la guerra contra Hitler, pero fueron clasificados en la categoría de «extranjeros naturales de territorios que pertenecen al enemigo». Eso justo antes de que el régimen de Vichy apresase a los comunistas y después a los gitanos y a los judíos. De estos últimos, 100.000 fueron internados en campos de Francia y de ellos, más de 76.000 fueron deportados.
Estos mismos campos se utilizaron después de la liberación, en el momento de la «depuración», que apuntó esencialmente, no a los colaboradores que formaban parte del aparato de Estado, sino a los «pequeños colaboradores» entre los que estaban las mujeres que se habían exhibido con alemanes. En la independencia de Argelia, fueron los harkis quienes sufrieron la experiencia de forma especialmente larga y dolorosa.
Desde entonces con diferentes denominaciones: «zonas internacionales», «zonas de tránsito», «zonas de espera», el concepto se generalizó puesto que se puede mantener a los extranjeros retenidos hasta 36 días en las 120 «zonas» que forman una verdadera telaraña en el hexágono y desplazarlos en cualquier momento de una zona a otra.
Con un desprecio absoluto al derecho internacional, como recuerda el libro, los extranjeros así encerrados ni siquiera disfrutan de los derechos de un delincuente encarcelado, del derecho de cualquier persona encarcelada a ser presentada ante un juez para que se pronuncie sobre la validez de la detención. Entre 15.000 y 20.000 personas al año son internadas de esta forma en Francia de manera invisible en edificios camuflados, dependencias policiales, campamentos de barracas, en ubicaciones desiertas y alejadas o en zonas de mucho tráfico como aeropuertos, puertos o estaciones.
La importante ampliación de las prerrogativas policiales que esto implica es inquietante, ya que los extranjeros que vienen a Francia buscando refugio están «en manos de la policía» y únicamente de la policía durante todo el tiempo que dura su internamiento y no del sistema judicial o de los trabajadores sociales.
Los autores muestran por otra parte que lo que existe en el territorio francés no es más que la punta del iceberg, porque los estados occidentales practican cada vez más la «subcontratación» de los campos. De hecho, como ciertas empresas, deslocalizan o subcontratan los campos a otros países, especialmente del Magreb y de Europa del Este, lo que les permite lavarse las manos y delegar el trabajo sucio en otros gobiernos no demasiado escrupulosos, a cambio de dinero contante y sonante. Las almas sensibles, que se conmueven cuando aquí se hacen redadas de niños en las escuelas o de «sin papeles» en los comedores de beneficencia, ya no podrán venir a quejarse.
Así, se han instituido «ventanillas europeas de emigración» en el norte de África y en Europa del Este. En el marco de la PEV (Política Europea de Vecindad) y a cambio de una ayuda de varios millones de euros, esos países han aceptado dotarse de más policía, filtrar a los emigrantes y dejar pasar sólo a los que pueden ser «útiles para nosotros», sin necesidad de plegarse al Convenio de Ginebra de 1951 sobre los refugiados, que exige «examinar las peticiones de asilo presentadas por cualquier persona, incluso si entró ilegalmente al territorio, que alegue haber sido perseguida o amenazada de persecución». Podemos reenviar a los solicitantes de asilo al país que los maltrató.
Nuestros gobiernos van más lejos: desarrollan o fomentan en numerosos países la noción de «emigración clandestina» como eco de la de «inmigración clandestina». Es decir que no sólo los extranjeros ya no pueden entrar en otro país, sino que además no pueden salir del suyo. Totalmente contrarias a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que estipula que «toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el suyo, y a volver a su país», las medidas que adoptan los gobiernos que prohiben a sus ciudadanos salir del país, es decir viajar, sin embargo, son bienvenidas por Francia, como en el caso de Marruecos. Los mismos «demócratas» que tachaban a la URSS de régimen totalitario por la misma razón, ahora aplauden.
Además se prestan a un innoble regateo, especialmente con los países de África que están a sacar dinero y prebendas para «ayuda a la vigilancia de las fronteras». El pasado mes de julio, durante la conferencia euroafricana de Rabat, el presidente de Senegal aceptó retener a sus naturales a cambio de una ayuda de 2,5 millones de euros. España financia campos en Mauritania, Italia en Libia, país que se ha visto rehabilitado en 2004 aceptando el papel de vanguardia en la lucha contra los exiliados y que no escatima medios para la represión contra los subsaharianos. En 2002 Marruecos recibió 115 millones de euros por un acuerdo que incluía «el control de la circulación de las personas y las fronteras». El resultado: campos instalados en los bosques, las cuevas, los suburbios populares donde las torturas y asesinatos son moneda corriente. La cooperación franco-argelina también incluye la colaboración contra los emigrantes.
Otro efecto devastador que destacan los autores del libro es que exportamos la xenofobia al Magreb y potenciamos los comportamientos racistas entre los africanos. La Unión europea, entre otras cosas, ha obligado a los países del Magreb a introducir visados para los naturales de África.
«Le retour des camps?» también se pregunta acerca del papel de las instituciones humanitarias del tipo de la Cruz Roja que aceptan el encargo de administrar los campos de internamiento. «Los almacenamos, los clasificamos, los amontonamos como residuos». «Les aseguramos la supervivencia del cuerpo pero propiciamos su desaparición de la escena política», observan los autores, con un análisis particularmente crítico hacia el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) que por la influencia de los estados donantes ha pasado del papel de protector de los refugiados a ejercer la selección, filtro y gestión de los campos, un papel «policial» que desemboca en más «denegaciones» que a veces envían a la muerte a personas que podrían encontrar refugio en otro país distinto del suyo.
Aunque subrayan la diferencia de naturaleza entre los campos de concentración destinados a exterminar a las personas internadas y estos campos para refugiados, los autores de la obra no dejan de denunciar que, en ambos casos, los hombres y mujeres están privados de sus derechos y «al límite de la humanidad», como todos los que son personas sin ser ciudadanos. Es un «sistema totalitario latente», alertan.
El «racismo de estado», como lo denominó Michel Foucault, conlleva las consecuencias devastadoras de toda deshumanización de las personas. Lo mismo cuando no es en función de la raza sino del origen, excluir a los individuos explicando que eso va a suponer una vida mejor para los demás, la idea de que es necesario desembarazarse de los «indeseables» o de los «intrusos» por «el bien de todos», la mirada que de esta forma echamos sobre el extranjero; todo esto es extremadamente peligroso.
Los autores advierten contra la creciente «santuarización» de los países ricos, que se han hecho ricos gracias al pillaje sobre numerosos pueblos a los que seguimos tratando con absoluto desprecio, como se demostró el pasado mes de agosto con el vertido en Abidjan (Costa de Marfil, N. de T.) de 600 toneladas de residuos petroleros altamente tóxicos procedentes de Europa. «¡Nos asfixian y nos impiden salir de nuestra casa!» dijo un refugiado marfileño.
Texto original en francés: http://www.europalestine.com
Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, la traductora y la fuente.