Hace cien años Alemania y la Rusia soviética cerraban un tratado en Rapallo que tenía en cuenta por igual los intereses de ambas partes y al que Lenin calificó de “acuerdo en igualdad de derechos de los dos sistemas de propiedad”.
En algún momento las guerras llegan a su fin, los enemigos deben sentarse en una mesa y decidir cómo continuar: como un alto hasta la siguiente disputa o como una oportunidad para iniciar un nuevo comienzo de una relación más o menos amistosa o, por lo menos, gracias a los intereses comunes, para hacer negocios. Una empresa difícil tanto para los vencedores como para los vencidos. Los deseos de paz unilaterales solo funcionan hasta cierto punto.
Después de la Revolución de Octubre, la nueva dirección de Petrogrado telegrafió a los trabajadores y a los gobiernos del mundo para poner fin al derramamiento de sangre, para llegar a un armisticio, incluso a una paz. Los aliados de Rusia en la Entente lo rechazaron rotundamente; las Potencias Centrales -Berlín, Viena y Constantinopla- estaban dispuestas a aceptarlo. Los representantes de las Potencias Centrales y de la Rusia soviética se reunieron en Brest-Litovsk en febrero y marzo de 1918. Sin embargo, la esperanza de un camino común hacia la paz, tal como se lo habían planteado los revolucionarios, no se cumplió. Por mucho que León Trotsky, su dirigente en las negociaciones, argumentara como quisiera, el Mando Supremo del Ejército (alemán) tenía unas exigencias claras sobre el desmoronamiento de la parte occidental del imperio ruso y sobre las contribuciones materiales que debían hacerse. Una paz dictada que parecía inaceptable para los rusos soviéticos, puesto que éstos contaban con una situación de «ni guerra ni paz», no solo – secretamente – con una revolución en Occidente. El puñetazo en la mesa del comandante en jefe alemán sobre el terreno destrozó estas ilusiones, y el inminente avance de los alemanes y sus aliados obligó finalmente a Lenin a aceptar esta rapiña en forma de paz en contra de la oposición de sus camaradas.