En los próximos días la editorial Dyskolo publicará el ensayo «La lengua europea común» de José Antonio Molina Molina. A la espera de poder contar con el texto completo, el autor explica en el siguiente artículo las razones de su propuesta. Las tragedias bélicas del siglo pasado, así como la progresiva pérdida de la preeminencia […]
En los próximos días la editorial Dyskolo publicará el ensayo «La lengua europea común» de José Antonio Molina Molina. A la espera de poder contar con el texto completo, el autor explica en el siguiente artículo las razones de su propuesta.
Las tragedias bélicas del siglo pasado, así como la progresiva pérdida de la preeminencia europea en el mundo, impulsaron a los líderes europeos a tener en cuenta el viejo sueño de una Europa unida y en un estado de paz “perpetua”, como diría Kant [1]. Pero para que esa aspiración tenga éxito hay que involucrar a los ciudadanos europeos.
En palabras de Ortega y Gasset [2], los europeos son una sociedad, pero una menos cohesionada que las sociedades nacionales. Si pretendemos reforzar los lazos de solidaridad y colaboración para mejorar esa cohesión, debemos preguntarnos qué es lo que más divide a los europeos y cómo superarlo.
Un esfuerzo discursivo serio revela que lo que más separa a los europeos no es la raza, la religión, la nacionalidad, etc., sino la lengua. En efecto, si los europeos son incapaces de establecer entre sí la más fundamental de las interacciones humanas —la de la comunicación lingüística— no puede hablarse, con propiedad, de una Europa unida.
La conclusión de ese ejercicio discursivo, secundada por pensadores como Umberto Eco [3], revela que la solución puede ser la adopción de una lengua auxiliar común que permita la comunicación internacional pero que respete, al mismo tiempo, a las lenguas autóctonas. Ello podría gozar del apoyo de la ciudadanía europea dado que, según el Eurobarómetro de 2012 [4], un 81% de los ciudadanos opina que todas las lenguas de la Unión deberían tener el mismo trato, y un 69% piensa que los europeos deberían saber hablar una lengua común. La única manera de conjugar ambas condiciones es la adopción de una lengua auxiliar.
Las condiciones de neutralidad, sencillez, consenso y el respeto a los valores europeos implican que dicha lengua ha de ser una lengua planificada. De elegirse una lengua autóctona, como el inglés, se violaría el principio de igualdad de trato —y, con ello, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea—, y otros principios como el de consenso y el de sencillez. El esperanto sería una opción más adecuada, no obstante, algo tan trascendente como una lengua auxiliar común para cientos de millones de europeos no debería ser la creación de un solo hombre.
La solución más acorde con la razón, la ética y los valores europeos es que la lengua europea común sea implementada por un comité de sabios que representen a todas las comunidades lingüísticas del continente. Además, una vez planificada y probada, la ‘eurolengua’ no debería ser impuesta, sino promovida de manera progresiva entre las instituciones y la ciudadanía. Su aprendizaje sería gratuito, y su utilización sería recomendada, pero nunca obligatoria.
El sueño europeo de paz y de unidad no puede dejarse en manos únicamente de los gobiernos nacionales, es preciso adoptar medidas que involucren a la ciudadanía y la hagan partícipe del proyecto. Las ventajas económicas, culturales y sociales de disponer de una lengua auxiliar común en todo el continente podrían convertirse en el elemento vertebrador de un sentimiento de empatía y solidaridad paneuropeas. Sobre ese sentimiento sí puede cimentarse una unidad europea que resista las coyunturas políticas y económicas adversas del futuro.
Notas:
[1] Kant, I. (1795). Por la paz perpetua.
[2] Ortega y Gasset, J. (1929). La rebelión de las masas.
[3] Eco, U. (1994). La búsqueda de la lengua perfecta. Barcelona: Crítica.