Traductor: Rossana Cortez, Especial para PI UNA ALIANZA DE LOS ASALARIADOS Y DE LA JUVENTUD DE TODOS LOS PAISES EUROPEOS PARA CONSTRUIR UNA «EUROPA DE LOS TRABAJADORES» Para las organizaciones y militantes de extrema izquierda, la campaña «europea» será un éxito mientras que se base en una progresión programática. Lo que queremos proponer aquí, es […]
Traductor: Rossana Cortez, Especial para PI
UNA ALIANZA DE LOS ASALARIADOS Y DE LA JUVENTUD DE TODOS LOS PAISES EUROPEOS PARA CONSTRUIR UNA «EUROPA DE LOS TRABAJADORES»
Para las organizaciones y militantes de extrema izquierda, la campaña «europea» será un éxito mientras que se base en una progresión programática. Lo que queremos proponer aquí, es que se lleve adelante con una orientación que ligue estrechamente la lucha política para echar a Chirac en Francia con el combate contra la Europa liberal, la de los tratados de Maastricht, Amsterdam y Niza, por «otra Europa» entendida como «Europa de los trabajadores».
En el marco de las elecciones europeas, se anuncian o son concebibles tres maneras de llevar adelante una campaña «a la izquierda». Se puede asegurar que las dos primeras van a ponerse en marcha. La tercera sería indispensable, pero lamentablemente, está muy lejos de experimentarse.
Tres maneras de llevar adelante la campaña sobre Europa
• La primera va a ser la del Partido Socialista, que va a centrar formalmente su campaña contra el gobierno Raffarin llamando a confirmar el voto – sanción de las regionales, pero va a seguir siendo tan discreto y suave como sea posible sobre los temas que dividen aguas, dicho de otro modo, sobre las cuestiones esenciales. En el marco de la supuesta «Convención», los dirigentes del PS han trabajado codo a codo con Giscard y con los otros dirigentes de la derecha europea. No pueden, y algunos no quieren, desdecirse. Este es el caso de Pierre Moscovici, pero también el de muchos otros jerarcas. Sin embargo saben que lo que Jean – Luc Mélenchon les advirtió después del voto del 21 de marzo es verdad: «Si dicen que Uds. están a favor de la Constitución europea, estamos perdidos». Por su lado, las tres corrientes «minoritarias» que representan un 40% de los mandatos en el último congreso, celebraron en Pascuas un mitin común muy militante en la Mutualité. Pero, de vuelta de la calle Solferino, decidieron una vez más componer. «Sobre la Constitución, aceptaron no decir «sí», se ha aceptado no decir «no»», resumió Henri Emmanuelli. El PS cuenta con el hecho de que en la UMP no irá más o menos igual. La «síntesis» propuesta por François Hollande consiste en decir que «el debate será doble. Habrá un debate sobre qué tipo de Europa: más social o más liberal, este será el mayor debate. La segunda apuesta, es una apuesta en relación con el gobierno Raffarin. Cuando de parte del presidente de la República hay una voluntad de proseguir con algunos detalles cerca […] la misma política, bien será necesario hacer nuevamente un debate político sobre las orientaciones francesas en ocasión de estas elecciones europeas». Hollande dice bien cuán magras son las diferencias que separan al PS de la UMP: un poco más de «social» o un poco más de liberalismo. La identidad de la extrema izquierda en la campaña europea no se afirmará más que recordando constantemente que en el Parlamento europeo el PS francés gobernó al lado de los amigos de Blair, de Schroder y d´Alema en un mismo partido, el Partido Socialista europeo, y que la «Constitución» europea es el fruto de la colaboración de este partido con los partidos de derecha. • Luego existirá la campaña de los que van a utilizar las elecciones para combatir el proyecto de Constitución en nombre de «otra Europa», en la que hay que esforzarse por comprender su naturaleza. Las organizaciones y las corrientes políticas que parecen querer combatir el proyecto de «Constitución europea», se componen de, por supuesto, la LCR (LO pretextando que combatir la «constitución europea», que no es una, equivale a defender la constitución francesa), pero también de los restos del PCF, de algunos Verdes (para quienes la posición de Cohen Bendit y otros es inaceptable), así como de los iniciadores del Foro de Ramuleau, a partir de entonces flanqueados por los dirigentes «históricos» de ATTAC . El Partido de los Trabajadores de Pierre Lambert estará presente esta vez y va a hacer campaña contra la «Constitución» y contra Maastricht. La campaña más vigorosa debe ser llevada adelante, efectivamente, contra esta supuesta «Constitución», adoptada por «consenso» en el término de los trabajos de lo que se llamó una «Convención», ya que una fraudulenta referencia a la Revolución francesa pareció imponerse para intentar esconder la realidad de los objetivos perseguidos. Pero aún allí, la identidad de la extrema izquierda debe afirmarse en una delimitación clara en relación a aquellos que combatirán la «Constitución» en nombre de lo que la Fundación Copernic llama la «subversión» de las instituciones europeas, es decir, de su reforma o de su «enderezamiento», como si estas instituciones no tuvieran el hábito institucional de la desreglamentación y de las privatizaciones, como si fueran disociables del liberalismo, como si fuera posible que lleven adelante un proyecto aceptable para los asalariados. • Esta delimitación supone entonces una tercer campaña, absolutamente indispensable, pero que lamentablemente no se experimenta en ningún lado. Sería llevada adelante por fuerzas políticas que tuvieran la capacidad y la voluntad de servirse de las elecciones europeas para combatir a Raffarin y a Chirac como representantes de la Europa del capital, y por lo tanto, para popularizar, en dirección a los asalariados franceses y más allá de ellos, a los asalariados del conjunto de Europa, un programa de defensa de las condiciones de existencia elemental de los asalariados, de los explotados y de los oprimidos. Estas fuerzas lanzarían en el marco de estas elecciones, la perspectiva de una alianza de los asalariados de los países de Europa, contra su propia burguesía en cada país y contra la alianza antiobrera de las burguesías en el marco de las «instituciones europeas». En efecto, por más importante que sea, la división «a favor o en contra del proyecto Giscard» no es suficiente. Puede incluso hacer de pantalla a las verdaderas cosas puestas en juego, marcadas por un lado por el momento crítico de la historia de las clases obreras de Europa, y por el otro, por la situación política en Francia y por el lugar único que ocupan las organizaciones de extrema izquierda, por lo tanto, por la naturaleza y el impacto de la campaña que podrían llevar adelante a favor de una verdadera «Europa de los trabajadores». Es a ellas a quien les incumbe la tarea, la quieran o no, de dar a «la otra Europa» un contenido político adecuado, consistente en una primera concretización de la perspectiva de los «Estados Unidos Socialistas de Europa». Estos forman parte del patrimonio común de las organizaciones que se refieren al trabajo teórico y político de Trotsky. ¿La LCR (y por qué no una parte de los militantes del PT) sabrán apoderarse de ese patrimonio nuevamente y utilizarlo en la campaña?
Un «no» sin ambigüedad a la «Constitución europea»
Hay que recordar los «principios» que el texto preparado por Giscard y Moscovici quería imponer por la vía de tratado a todos los países de la Unión. Porque no hay que olvidar nunca que el término «Constitución» es totalmente abusivo: se trata en realidad de un nuevo proyecto de tratado entre Estados, cuya adopción significaría que su contenido pasaría por arriba a la Corte Europea de Justicia, no solamente a las leyes nacionales (como ya se da el caso) sino a las Constituciones de los países como tales, y en consecuencia, también a los principios enunciados por estas. En el proyecto adoptado por la «Convención», el liberalismo es erigido en fundamento de la Unión Europea. Esta última es definida en su artículo 3 como un «mercado único en que la competencia es libre y no falseada», fórmula tomada prestada directamente de la jerga económica liberal y a su referencia al modelo ficticio de la competencia pura y perfecta. En muchas otras partes del documento, ya se trate de las relaciones con los países asociados o con los otros países del mundo, este principio es reafirmado. La Unión promete «un comercio libre» y se compromete constitucionalmente a contribuir a la supresión progresiva de las restricciones a los intercambios internacionales, y a la reducción de las barreras aduaneras. Un mandato europeo pro liberal para las negociaciones en la OMC se derivaría a partir de esta «Constitución». El texto sobre el cual «conservadores», «socialdemócratas» y «socialistas» se pusieron de acuerdo constitucionaliza el artículo del Tratado de Roma, convertido en III – 55, que ha servido de base a la ofensiva contra los servicios públicos. Es sobre la base de una interpretación de este artículo que los juicios de la Corte de Justicia de las comunidades europeas (Corbeau y Almelo) han editado una obligación de privatización y de puesta en competencia de los servicios públicos procediendo a una extensión de la reglamentación de estos contra las alianzas y los abusos de posición dominante, así como la restricción de la ayuda pública a las empresas. La «constitucionalización» de esta jurisprudencia tendría como consecuencia impedir constitucionalmente una mayoría parlamentaria progresista en un país miembro de la Unión de llevar una política conforme al mandato que habría recibido de los electores destinado a prohibir la privatización o a restablecer un servicio público. El conjunto de los principios por los cuales el Banco Central Europeo asienta sus decisiones figuraría en el texto de la «Constitución» propuesta. A pesar del balance negativo de su funcionamiento, la independencia total del Banco Central Europeo se reafirma así en el proyecto Giscard, como se reafirma su única misión de estabilización de los precios y de control de la inflación, con exclusión de los objetivos de pleno empleo y de crecimiento. Esta elección política de la «Convención» deja el instrumento monetario fuera del control político, a la inversa de los estatutos del Banco Central Federal norteamericano, bajo control del Congreso norteamericano. Afirmación de la primacía de la economía liberal; ausencia de todo reconocimiento de los servicios públicos; constitucionalización de los principios restrictivos fundadores del Banco Central Europeo: el proyecto de «Constitución» de la «Convención» consagra el triunfo constitucional del dogma liberal en términos que ninguna Constitución nacional verdadera jamás osó imponer, incluso la de la V República. Es necesario, evidentemente, llevar adelante una campaña contra el proyecto Giscard. Si esta se llevara adelante verdaderamente, dicha campaña representaría un elemento de separación y de clarificación política indiscutible en el seno de la «izquierda». Forzaría al menos a una parte de la «minoría» del Partido Socialista a intentar acompañar el movimiento y a chocarse con una dirección que ha participado activamente en la redacción de un texto tendiente a inmortalizar los fundamentos capitalistas y los rasgos antidemocráticos de la Unión Europea. Por lo tanto, es necesario que la tribuna de las elecciones europeas sea utilizada para explicar a los asalariados el contenido del proyecto de «constitución», de manera que los defensores de este proyecto sufran una derrota estrepitosa. Es necesario que, además de su alcance interno, los resultados de estas elecciones tengan el sentido de un estruendoso «¡No a la supuesta Constitución que quiere institucionalizar el capitalismo neoliberal!» «¡No al proyecto de Giscard, de Chirac que es también el de Moscovici y el de los amigos franceses de Schroder y del New Labour!»
Una segunda separación: el carácter social y las instituciones de «otra Europa»
Por importante que sea, el «No» al proyecto de Giscard no será suficiente. Por sí mismo, enmascara lo verdaderamente puesto en juego que es, lo veremos más adelante, el momento absolutamente crítico en su historia con el que se enfrentan las clases obreras de Europa. Una campaña anticapitalista sobre Europa debe fijarse tres objetivos interconectados: • Combatir, como acabamos de verlo, a favor de un «No» rotundo de parte de los asalariados y de la juventud. • Pero también hacer el balance de esta «Europa» surgida de los tratados de Roma (1967), de Maastricht (1991), de Amsterdam (1997) y de Niza (2000), y entonces, expresar un No a Maastricht (y en consecuencia, también a Amsterdam y a Niza) de una manera más clara que la del referendum de 1992. • Finalmente, y sobre todo, comenzar a darle un contenido político adecuado a la idea de «otra Europa», de la que hablan de manera vaga y «consensual» (porque se trata de enmascarar las divergencias existentes entre aquellos a quienes hacemos referencia aquí) las fuerzas políticas que combaten el proyecto Giscard bajo esta bandera. Por «contenido político adecuado», entendemos un comienzo de concretización, en las condiciones económicas y políticas actuales, de la perspectiva de los «Estados Unidos Socialistas de Europa». Aún cuando el lugar que le ha sido reservado no es tan central como hubiera sido necesario, esta perspectiva siempre ha constituido un elemento central del patrimonio teórico común de las organizaciones trotskistas. Ha sido puesta en el placard, por no decir abandonada. Injustamente. Acá, defiendo la posición de Carré Rouge: es necesario revivir la perspectiva de los «Estados Unidos Socialistas de Europa». Esto podría hacerse con la alianza de los asalariados de todos los países de Europa, gobernando ellos mismos en sus lugares a cuenta de la gran mayoría de los ciudadanos, y uniéndose alrededor de un programa común contra el capitalismo y por la construcción de una Europa democrática. Una Europa democrática se reconocería por la puesta en marcha de un conjunto de medidas que permitan poner fin a la competencia creada entre los trabajadores sobre el mercado de trabajo, y establecer una división del trabajo negociada entre países, así como un reparto común del tiempo de trabajo entre ellos. Volveremos a esto con más detalle en la continuación de este artículo.
A diferencia del «No al proyecto Giscard», la referencia elástica a «otra Europa», no podría servir de base a un bloque político correcto. Sería inconcebible hacer una campaña por «otra Europa» en tanto que las palancas de la puesta en marcha del programa europeo de lucha contra el desempleo propuesto por los defensores de esta consigna no están definidas, y por tanto tiempo como, detrás del flujo de palabras, se trata de conservar, aunque sea reformándolas un poco, las instituciones actuales surgidas de los tratados de Roma (1967) y de Maastricht (1991) (Consejo de Ministros, Comisión parlamentaria, Corte europea). Ahora bien, esta propuesta es la que se deduce de la lectura un poco atenta de los principales documentos que defienden la idea de «otra Europa». En nombre de esos documentos, hay que mencionar la nota de la Fundación Copernic, «Europa, una alternativa» , texto por lo demás bien documentado y claro, a pesar de su vago consenso, preparado por un colectivo de «sindicalistas, militantes asociativos, militantes de partidos, comunistas, Verdes, socialistas críticos y miembros de la extrema izquierda» . También hay que mencionar las propuestas a menudo retóricas expuestas por Yves Salesse en su libro Manifiesto por otra Europa . escrito para destacar sus diferencias, por lo demás mínimas, con el trabajo colectivo de la Fundación Copernic de la que ha participado. Los dos libros están atravesados por una contradicción interna, que los autores se encargan de reducir, si no de ocultar, sus implicancias. En efecto, los dos libros presentan un conjunto de datos fácticos de los que se deduce de manera muy clara que las instituciones de la Unión Europea han sido el vehículo de la política neoliberal, que están «formateadas» para hacer triunfar el «principio de una economía de mercado abierta, en que la competencia sea libre» (art. 102 del Tratado de Maastricht). Los dos libros, sin embargo, quisieran convencer a sus lectores que estas instituciones podrían servir de marco para una «verdadera alternativa», a «otra Europa» verdadera. Si este artículo expresa desacuerdos muy serios con estos dos libros, y defiende posiciones diferentes tanto sobre los objetivos de «otra Europa» como sobre sus instituciones, no es por un gratuito espíritu de contradicción. Los desacuerdos se derivan sobre todo de una determinada apreciación del momento actual de la historia de las clases obreras de Europa, que es también un momento totalmente nuevo en la historia de la «construcción europea».
«La ampliación»: feroz puesta en competencia de los trabajadores y caos político.
Ni la nota de la Fundación Copernic ni el libro de Salesse dicen lo que «la ampliación» significa efectivamente. No ponen en el centro de su análisis sus impactos económicos y sociales, sus consecuencias para la tasa de desempleo y la precarización del trabajo (aunque condenan, evidentemente, una y otra cosa). E incluso bajo el ángulo del funcionamiento de las instancias de la Unión, la gravedad de la situación creada no se destaca en toda su brutalidad. Copernic hace una breve alusión a los impactos sociales (Yves Salesse no habla de ello para nada , pero quizás se pueda encontrar alguna frase que se me ha escapado), observando que los países de Europa central y oriental «tienen en su casi totalidad una economía desequilibrada y una situación social dramática, suscitada por el brutal pasaje de una economía administrada a un capitalismo salvaje más cercano al del siglo XIX que al capitalismo regulado de los tiempos del Estado Providencia». Esto podría ser un buen punto de partida, pero la cuestión no se desarrolla a lo largo del trabajo. La idea que domina este aspecto del análisis de Copernic es que el verdadero giro de la «construcción europea» ya tuvo lugar, en el curso de los años 1980, en el momento en que triunfaron las orientaciones liberales bajo la presión de EE.UU. y el Reino Unido, y encontraron su consagración en el tratado de Maastricht. La ampliación apenas sería un paso más en esta evolución. Es indiscutible que, desde el Acto único de 1986, creador del «gran mercado», luego del Tratado de Maastricht, las políticas de liberalización y de desreglamentación ya permitieron a las grandes firmas explotar a fondo las diferencias de salario, de condiciones de trabajo y de sistemas de protección social entre países de la Unión, y empujar a su nivelación hacia abajo. Portugal e Irlanda, regiones del Estado español, pero también Escocia han servido de terreno de recibimiento privilegiado para las inversiones de bajo costo de trabajo, y de punto de referencia de facto para la fijación del nivel de salarios en otras partes. Pero este proceso se mantuvo circunscripto. La ampliación constituye un paso cualitativo, que tiene valor de giro, tanto o más que el período 1983 – 1986. En ausencia de una reacción de los asalariados – ciudadanos a la altura del peligro que amenaza así, lo que fue puesto en movimiento es un proceso que verá el alineamiento de los asalariados de toda Europa sobre la situación sufrida por los de los países del Este; serán lanzados entonces a más de un siglo hacia atrás en sus condiciones de existencia de trabajo. Incluso antes del inicio formal de la «ampliación», las consecuencias de la extensión del capitalismo a partir de la Unión Europea hacia el centro y el este de Europa, para explotar a los trabajadores sin defensa de los ex países «socialistas» se han hecho sentir en los países de la Unión a quince, aquí por un inicio de deslocalización de las fábricas hacia el Este, allá (como en Alemania o en Italia del norte) por el recurso al trabajo temporario sobre la base, ya sea de una inmigración selectiva organizada por los Estados, ya sea de una»clandestina» tolerada, incluso organizada por la patronal. La incorporación de los antiguos países miembros del glacis soviético, así como de algunos estados de la ex URSS, ahora va a autorizar el pleno despliegue de esta competencia feroz entre asalariados de los diferentes países. Se apoya en las diferencias de salarios y de nivel de protección social entre los antiguos y los nuevos países, así como en el nivel de desempleo elevado, a veces muy elevado, que tienen esos países. Se tomaron medidas para que estas diferencias perduren. Este es el sentido del rechazo, bajo pretexto presupuestario, de hacer beneficiar a los nuevos países miembros de los fondos estructurales de que Italia e Irlanda, luego Portugal, Grecia y España se beneficiaron, y ayudaron a rellenar un poco las diferencias. Es sobre los trabajadores que la explotación de estas diferencias de remuneración y de protección social pesa de manera inmediata. Las deslocalizaciones industriales del Oeste al Este van a proseguir, al igual que las migraciones selectivas. Vamos a asistir, como en el edificio en donde la cosa ya está hecha, al hipócrita emplazamiento progresivo de un «mercado único de trabajo» para diferentes tipos de calificaciones, en los cuales los «salarios de referencia» para la patronal son los de los países en donde estos son más bajos. Pero la extensión del proceso de liberalización y de desreglamentación va a golpear también a los servicios públicos y al conjunto de las actividades sociales. El resultado, por decirlo de alguna manera, mecánico, de estos procesos va a ser un ascenso de la desocupación en todos lados, bajo el efecto de encadenamientos acumulativos de bajas de poder adquisitivo, de bajas de la demanda de inversiones, con nuevos saltos en la destrucción de empleos, todo en un movimiento en espiral. De manera concomitante, se desencadenaron mecanismos políticos de dislocación. Con «la ampliación», las instancias políticas de la Unión Europea van a dejar de representar (y también de poder presentarse como) un polo centrípeto de una Europa capitalista en vías de «unificación». Se habrán hecho una suerte de «hara kiri», y no existirán más que como puros y simples relevos de procesos de desreglamentación puestos en marcha a partir de la OMC y lugares de concertación de los intendentes del capital de inversión financiera, como el FMI y las reuniones de los ministros de Economía y Finanzas de los países del G7. Si habrá «gobierno» a nivel europeo, este será el de los jueces y los banqueros. La Corte de Justicia de Luxemburgo y el Banco Central Europeo serán las instituciones que dispongan del máximo de continuidad en la acción y, en el caso de la primera, con un poder muy fuerte, el de imponer las normas jurídicas, incluso constitucionales «supranacionales» al derecho interno de los países (las comillas son obligatorias, ya que no existe ningún Estado europeo, o no está cerca de nacer). A los gobiernos de los Estados miembros les quedará mantener el orden.
Huida hacia delante, y entonces prioridad a la represión y a la «seguridad»
En cada país, los gobiernos y la burguesía son conscientes que un movimiento centrífugo se puso en marcha y va a imponerse a ellos siempre más fuertemente. Todos los gobiernos que pueden buscan retomar una parte de su «libertad de acción» (ver Francia y Alemania con respecto a sus niveles de déficits), apoyándose en las instancias de Bruselas, Estrasburgo y Luxemburgo para atacar a la clase obrera de sus países. Bloques políticos entre gobiernos, de «geometría variable», por «afinidad» ideológica o en la defensa de intereses comunes precisos, como los que se formaron a favor o en contra de la política de EE.UU. en Irak, van a multiplicarse, formándose y deshaciéndose según el grado de los acontecimientos. Solamente permanecerán dos puntos estables: la obra de liberalización y de desreglamentación, y el mantenimiento del orden. «Europa» (es decir, las instancias de la UE) se presentará en toda su desnudez como una instancia pura y simple de desreglamentación, como un lugar del que emanarán las decisiones creadoras de puro caos. Y frente al caos, el curso de «todo seguridad», inaugurado en ocasión del atentado del 11 de Septiembre y desarrollado en nombre de la lucha antiterrorista, oficiará de respuesta común a la dislocación social creada por el capitalismo neoliberal desenfrenado. La Europa liberal será la Europa de las prisiones, de las restricciones a la libertad de circulación y de los controles de identidad, la Europa del «eurocorps», proyectado hacia el «mantenimiento del orden exterior», dándole una mano a EE.UU. en las operaciones imperialistas en las que los teóricos del «nuevo imperialismo» no se esconden . Las consecuencias de este movimiento paralelo y combinado, los brutales impactos de la competencia en el espacio europeo «ampliado» como también en el espacio mundializado construido por el capital, y la dislocación del marco institucional, es lo que los «intelectuales orgánicos» perciben mejor, o quienes lo formulan más claramente. Mejor en todo caso que el personal de los partidos políticos que, en una huida hacia delante irracional han participado en la creación de este caos anunciado. Nicole Notat, que sabe de qué habla, lanza así un grito de alarma. Hace la constatación de «un atascamiento de Europa en varios planos: estancamiento institucional, crecimiento aplastado, inquietudes en cuanto a las consecuencias de una competencia económica intensiva, intra y extra europea […]. La construcción institucional amenaza paralizar a la Unión. La arquitectura desequilibrada compromete el pilotaje coyuntural macroeconómico, una política estructural de desarrollo […]. La llegada de nuevos países miembros más deseosos de aprovechar a pleno la Unión que de jugar la carta de integración social (sic) puede aún complicar la tarea hasta aproximarla al trabajo de Hércules si no al suplicio de Sísifo» . Por su parte, con el título «El euro, próxima víctima de la ampliación», el corresponsal de Le Monde en Bruselas, enuncia las consecuencias de la obligación que se le hizo a los nuevos países miembros de adherir al euro, mientras que ni el Reino Unido ni Dinamarca fueron obligados a ello. Prevee que la zona euro va a volverse cualitativamente más heterogénea de lo que era, volviendo la gestión de la moneda única prácticamente imposible, y alimentando las tendencias a la dislocación . Para estos dos observadores, estamos lejos entonces de una situación en que las cosas van a poder reglarse, ya con muchas dificultades, entre los países miembros de la Europa de los Quince. Este es el caos que se perfila.
La respuesta no es: una «Europa social»
Para una parte de la izquierda, es una especie de efecto a la moda desde hace mucho tiempo el hecho de reclamar una «Europa social». En su inicio, se trataba de hacer un poco de contrapeso a la Europa de la liberalización y de la desreglamentación. Esta «reivindicación» ha sido y sigue siendo patrimonio de los aparatos sindicales (primero de la CFDT, pero ahora de la CGT y, por lo tanto, de todos los dirigentes y militantes de la FSU e incluso del Grupo de los Diez para quienes esta le da el ejemplo). Ha hecho las delicias del PCF y de una parte del PS. Tuvo el tiempo y los medios de mostrar lo que valía. Si la «Europa social» hubiera tenido que materializarse, habría habido al menos algunas expresiones tangibles. Pero este eslogan aparece por lo que era: hueco pero interesado, es una especie de «hoja de parra política» que se resume a pocas cosas. Como se resume a pocas cosas el hecho de reclamar que haya tomado a cargo compartido las tareas y los costos de funcionamiento de «camillero social» que le esperaba de la mundialización del capital en «comarcas civilizadas». O aún de pedir al capital financiero internacionalizado que acepte poner cara de reconocer una necesidad de mecanismos que sellen la colaboración de clase con las direcciones sindicales al nivel «europeo», con el mismo título que en el plano nacional. Era necesario así que haya una transposición y un «verdadero respeto» en el plano europeo de instituciones o de procedimientos nacionales insignificantes (por ejemplo, la convocatoria del comité central de empresa para anunciarle a los delegados los despidos, que no tenían ningún poder de impedir salvo por los métodos de la lucha de clases). La presencia en el gobierno, en los países de la Unión a quince, en el giro de los años 2000, de una amplia mayoría de partidos socialdemócratas o socialistas, luego la participación muy activa de representantes de estos partidos en la redacción de la supuesta «Carta de derechos fundamentales», después de la «Constitución europea» amenazó a los abogados de la «Europa social». El Partido Socialista, sin embargo, acaba de redescubrirla y va a servirse de ella durante la campaña que comienza. Pero el balance de los años en que esta idea fue defendida es tan flaco que las fuerzas sindicales y políticas que se dedicaron a ella, y que siguen haciéndolo, tuvieron que encontrar un nuevo vocablo, y quizás incluso un nuevo caballito de batalla. Es el de «otra Europa», que progresivamente, fue el tema cada vez más a izquierda. Este es el título del Manifiesto de Yves Salesse y corresponde a la «alternativa» que propone la Nota de la Fundación Copernic. El contenido esencial de «otra Europa» sigue siendo el de la «Europa social». La Nota le consagra un largo capítulo en el que Salesse se desmarca en una corta sección. En la Nota de Copernic, se encuentran una serie de reinvindicaciones netamente más claras y más apropiadas, pero sin que esta elaboración se acompañe de una definición correspondiente de los medios necesarios para su aplicación efectiva, ya se trate del control de los medios necesarios para su puesta en marcha o de la definición de las palancas de poder que permitan su realización.
Sino un programa de reapropiación social, de control de la inversión y de división y reparto negociados del trabajo.
La urgencia de las urgencias es poner fin a la terrible competencia entre países a la que los trabajadores son obligados a entregarse, pero también dentro de los países si quieren tener empleo. La puesta en marcha efectiva del derecho al trabajo para todos y a la igualdad de condiciones está en el centro de la cuestión social. La Nota de la Fundación Copernic define (páginas 76 – 78) tres reivindicaciones claves que son un punto de partida totalmente aceptable, sobre el que es posible construir rápidamente. Estos son: 1) un salario mínimo que se imponga en el conjunto del espacio europeo, 2) la reducción del tiempo de trabajo en todos los países y 3) una legislación única que permita el control de los despidos. El establecimiento de tablas salariales europeas unificadas, profesión por profesión, y la instauración de normas comunes de protección social y de seguridad laboral, serían también otras medidas a tomar enseguida. Sin embargo, la pregunta permanece: ¿qué tipo de gobierno y qué «Europa» están dispuestos a dictarlas y a imponerlas a las empresas?. Es la misma pregunta que se hace a propósito de las «leyes contra los despidos». Solo puede tratarse de gobiernos democráticos actuando en el interés de los asalariados – ciudadanos y sometidos a su control permanente. Volveremos sobre esto un poco más tarde. Las medidas de regulación del mercado de trabajo no resuelven la cuestión del desempleo a nivel que ya ha alcanzado en el conjunto de la Unión a 25, y menos aún a los niveles que puede alcanzar de aquí a uno o dos años. Solo el lanzamiento de obras muy grandes podría llegar a invertir la curva y a desencadenar mecanismos acumulativos creadores de poder adquisitivo obrero y de reactivación de la demanda. Ni Copernic ni Yves Salesse hablan de esto. Sin embargo, hay que hacerlo, y decir que la condición para la puesta en marcha efectiva del derecho de trabajo para todos es la recuperación frente al capital del control social sobre los medios que permiten el financiamiento de la inversión. Hoy, las decisiones de inversión (¿qué producir? [¿qué rama o sector? ¿para qué mercado en términos de nivel de capas sociales apuntadas y de calidad de bienes o servicios ofrecidos?]; ¿dónde producir? [¿qué zona económica o qué país?]), están de nuevo totalmente en manos del capital privado. Este tiene libertad de movimiento, de localizar sus sitios de producción donde quiera. Esta concentración de poder de decisión de la inversión crece año a año, incluso en los períodos de «fiebre de los OPA/OPE» de mes en mes. Bajo efecto del doble movimiento interconectado de centralización del dinero en manos de las instituciones financieras, bancarias y no bancarias, cada vez más poderosas, alentando ellas mismas un proceso de concentración muy lejos de estar terminado, y de concentración propiamente dicha de los grupos industriales, los asalariados, pero también la sociedad toda, se ven confrontados al capital como una fuerza extraña y hostil que se comporta como tal. No se habla de estos procesos en la Nota de Copernic. Son evocados por Yves Salesse, y únicamente en el marco de una reflexión cuyas conclusiones siguen siendo inacabadas sobre la «falta de interés» del capital por la «construcción europea». Volveremos a esto luego. El financiamiento de las grandes obras, por otra parte indispensables a causa de la degradación de las condiciones de vivienda, de servicios públicos y de salud en los suburbios ghettos, la subinversión en las vías férreas a nivel nacional y paneuropeo, como en los otros transportes colectivos, etc., debe hacerse a la altura de lo que se considera como la cifra indispensable para el éxito de estos gastos de inversión, a un nivel suficiente para detener el desempleo, y por lo tanto, sin que los argumentos que dependen de la «imposibilidad presupuestaria» sean opuestos a los ministerios o a las agencias públicas que los propongan. La recuperación para el cuerpo social democrático de los medios que permiten el financiamiento de las medidas necesarias para satisfacer las necesidades individuales y sociales esenciales (vivienda, salud, encuadramiento escolar a la altura definida por los mismos educadores, infraestructura de los suburbios, etc.) y para eliminar así el desempleo supone varias medidas. Una de ellas es restablecer o establecer formas de apropiación social sobre las empresas de servicios públicos como sobre aquellas de importancia en el plano de la estrategia económica. Otra es terminar con «la independencia de los Bancos Centrales», renacionalizar o más exactamente «resocializar» el crédito, y transformar el Banco Central Europeo en banco de financiamiento de las inversiones paneuropeas. Gracias a medidas de este tipo, los asalariados de cada país recuperarían el control del dominio indispensable de la decisión de inversiones. El desempleo sería vencido gracias a la inversión pública y al reparto del crédito en función de prioridades sociales e industriales establecidas políticamente. Todos juntos, coordinarían las inversiones paneuropeas indispensables. Quien dice apropiación o reapropiación social, dice expropiación de los propietarios del momento, es decir hoy, una combinación de muy grandes fortunas familiares y de detentores de paquetes de acciones (los «inversores institucionales»). Ahora bien, desde 1945 hasta nuestros días, qué hemos conocido, si no un proceso multiforme de despojo de los ciudadanos – asalariados en las decisiones claves, de apropiación privada de las elecciones a futuro, y de modificaciones en el reparto de la renta nacional, que no corresponde a una expropiación. La expropiación deberá hacerse esencialmente, sino totalmente, sin indemnización (¿con excepción de los pequeños tenedores de títulos?) bajo pena de recomenzar la experiencia de 1982, en donde el capital financiero se enriqueció en dos tiempos. Este comenzó a ser indemnizado «cash», de manera que pudo «ubicar» casi inmediatamente los frutos de la indemnización en títulos de la deuda pública, a tasas de interés muy elevadas, agravando la modificación en el reparto que se operaba por la baja de los salarios relativos, y arrastrando sobre todo al país en la espiral infernal de la deuda, palanca de las privatizaciones y de la desreglamentación. El proceso de apropiación o de reapropiación social no puede concernir solamente a las empresas de servicios públicos. La existencia de grandes grupos industriales y financieros surgidos de fusiones – adquisiciones, que no responden más que a sus accionistas y son dirigidos para generar «el valor por lo accionario», prohíbe todo control social de la inversión. Es igualmente incompatible con una democracia verdadera. No es necesario recordar aquí los diversos medios por los cuales estos grupos pesan sobre las decisiones políticas y buscan dar forma a lo que se denomina «la opinión pública». Por lo tanto, deberán ser desmantelados y divididos en empresas de un tamaño tal que pueda ejercerse el control obrero sobre la inversión y la producción, y que pueda reducirse su capacidad de pesar sobre la deliberación democrática. Una legislación paneuropea del trabajo no acabará por sí sola con la terrible competencia a la que los trabajadores son obligados a entregarse entre países. En la primera fase del Mercado Común, pudo parecer que comenzaba a esbozarse una división del trabajo entre países. A medida que la liberalización ha creado un puro y simple estado de competencia, pero también que los OPA/OPE han conducido al nacimiento de grupos industriales profundamente sometidos a los imperativos de los accionistas y a los humores de los mercados financieros, las esperanzas creadas en este plano se han desvanecido. Hoy, no habrá división internacional del trabajo entre los países europeos más que en la medida en que esta sea organizada y negociada, y protegida de los efectos destructores de la competencia capitalista salvaje. Condiciona el futuro de los trabajadores y de sus familias. Condiciona la defensa del medio ambiente, es decir, de la otra parte de la preservación de las condiciones sociales de la reproducción social, comenzando por los más explotados que siempre son los más expuestos a los efectos de la degradación del medio ambiente . Una división internacional del trabajo negociada es extraña al capital. Solo los asalariados organizados políticamente, habiendo tomado en sus manos las riendas del poder en su propio país, pueden ordenar racionalmente el inmenso potencial humano y material de los países de Europa. Es aquí en donde encontramos el núcleo duro, que permanece intacto, del análisis de Trotsky sobre los Estados Unidos de Europa: en principio, la necesidad de organizar las fuerzas productivas a esta escala, como respuesta a la competencia salvaje y a la desocupación, y como punto de apoyo en el combate contra el imperialismo mundial considerado como un todo; luego, la certeza que solo gobiernos de cierto tipo, formados en procesos marcados por la intervención directa de los asalariados y actuando en nuevas relaciones con los trabajadores y los oprimidos, serían capaces de poner en marcha semejante división del trabajo. Por lo tanto, ahora hay que hablar de las palancas políticas de un programa europeo de defensa de la condición de los asalariados.
¿Qué tipo de gobierno para aplicar el programa de defensa de los trabajadores?
Allí donde el grupo Copernic considera que las instituciones de la Unión, a pesar de estar en el centro de las políticas de liberalización y de desreglamentación, son reformables (ver capítulo 7, conclusión de ese libro), Yves Salesse, se pregunta. Está más dubitativo. Una de sus principales tesis, allí en donde la Nota de Copernic es muy discreta, concierne al lugar central de los gobiernos nacionales en la toma de decisiones a nivel de la Unión Europea, y por lo tanto, su responsabilidad aplastante en el curso tomado por la Unión Europea. Salesse enuncia también lo que él define como contradicción mayor: «Sobre temas mayores, los Estados no pueden actuar solos, son objetivamente superados; lo que fundamenta la necesidad de Europa. Al mismo tiempo, no son inmediatamente superables como marco político. Es dentro de estos Estados que todavía se organiza fundamentalmente la vida política y social. Allí se debate, se lucha y se vota». Es correcto que es en el marco de los estados en donde todavía se organiza fundamentalmente la vida política y social. Pero no hay que quedarse en el camino. Hay que decir qué tipo de gobierno, surgiendo como resultado de la lucha de clases, en un marco nacional, en Francia, en Italia, en Alemania, en España o en otras partes, es necesario para dar vida a una Europa que ya no sería una Europa de la desreglamentación y del caos económico, social y político. Los «Estados» no son entidades abstractas, desencarnadas. Remiten a dos realidades políticas fundamentales. La primera es la de las «naciones», que son la resultante de las luchas de clase que se desarrollaron y de las relaciones políticas que las marcan a cada momento. La segunda es la de los aparatos políticos del Estado, con todo lo que implican de «obligación legal», de «poder del Estado» en el sentido más fuerte. Estos aparatos están animados y dirigidos por gobiernos precisos. Refugiarse detrás del término de Estado equivale a callarse sobre la naturaleza de los gobiernos susceptibles de construir «otra Europa». En el caso francés, para ser preciso, ¿podríamos esperar que un gobierno basado en un nuevo refrito de la «izquierda plural», surgido de un reagrupamiento del tipo Ramulleau (del que Yves Salesse es un miembro muy activo) denuncie los tratados de Maastricht, de Amsterdam y de Niza? Sin embargo, este es el paso previo sine qua non al «proceso constituyente» del que también trata al final de su libro. «No hay, constata Salesse con una sospecha de añoranza, capital europeo que aspire a la Europa política […], no hay capital que reclame una forma paraestatal europea en su enfrentamiento con los otros polos capitalistas» . Esta es la confirmación de uno de los principales puntos defendidos por Trotsky sobre los Estados Unidos de Europa. El capital no se interesa en Europa (y sigue más que nunca sin interesarse en ella) más que como punto de apoyo indispensable para el ataque contra los asalariados en cada país individual. En todos los países, con la única excepción del Reino Unido, la burguesía no habría podido avanzar más lejos en la vía de la liberalización y de la privatización si no hubiera podido apoyarse en las instituciones europeas. El Consejo de Ministros de la Unión ha sido el lugar en donde se selló durante cuatro décadas la alianza de las burguesías y de los gobiernos trabajando a favor de sus propios intereses contra las clases obreras. A esta alianza de las burguesías y de los gobiernos, es necesario oponerle la alianza de los asalariados organizados, de las clases obreras en el sentido contemporáneo del término. Lo puesto en juego históricamente al que están confrontadas, frente a los peligros mortales que pesan sobre ellas, es construir «la Alianza europea de los asalariados por una Europa de los trabajadores» con el objetivo de poner en marcha medidas del tipo de las presentadas brevemente más arriba. Esto es lo que hay que decirles a los militantes. Esta es la perspectiva que hay que argumentar, ilustrar, defender, y no la de «otra Europa», vaga, insípida y peligrosa a la vez (porque no se sabe quien puede apoderarse de ella, incluso el FN u otros partidos del mismo índole). Las bases de tal alianza pueden aparecer desde ahora. Pero para volverse operativos y para que una «Europa de los trabajadores» sea construida para aplicar, frente al capital, un programa de reconstrucción de los estragos sociales y ecológicos del capitalismo salvaje, es necesario que las clases obreras primero se conviertan en dueñas de ellas mismas. Repetimos que es en el seno de los Estados en donde se organiza todavía principalmente la vida política y social, y en donde se desarrolla la lucha de clases. Es allí que una forma adecuada de poder democrático de los asalariados, controlando permanentemente a sus mandatarios, debe nacer. Es en el marco nacional que los asalariados deben hacer las tareas primero, por su propia cuenta, sabiendo que cada victoria será un aliento para los trabajadores de los países vecinos. Las clases obreras que hayan cumplido con esto serán entonces libres de anudar lazos políticos de un nuevo tipo, materializados por instituciones nuevas apropiadas para las tareas a cumplir en común.
«La excepción francesa» no tiene más sentido que proyectada hacia toda Europa.
Después de las luchas de mayo – junio de 2003, las elecciones regionales y la crisis política cuya amplitud revelaron, demuestran una vez más que «la excepción francesa» es una realidad. Está hecha de un complejo conjunto de elementos. Estos incluyen la herencia histórica propio de la clase obrera y de los intelectuales radicales que viven y trabajan en ese país, herencia que se remonta a 1789 – 1793, y comprende a grandes momentos de la lucha de clases y del combate democrático que sobrevino después, aún cuando la herencia está parcialmente cargada con el pasado colonial, cuyos efectos pesan todavía sobre el pensamiento de muchos asalariados. Está marcada por las relaciones más o menos únicas en Europa establecidas por la clase obrera entendida en sentido amplio (desocupados y juventud obrera incluidos) con sus representantes en título, el PS y lo que queda del PCF, y esto, independientemente de los votos que les da en las elecciones. «La excepción» es el zócalo sobre el que descansa hasta el momento (sin que esto pueda durar indefinidamente) una capacidad de los asalariados, más elevada que en los países vecinos, de combatir para defender el sistema de jubilaciones y frenar la marcha de la privatización. Estos combates no terminaron con las victorias que los asalariados habrían deseado, pero, en comparación con los demás países, incluida ahora Alemania, las instituciones surgidas de 1936 y de la revolución contenida de 1944 – 45, están aún de pie. El presidente del Medef no se cansa de lamentarse de ello. Pero «la excepción francesa» no puede adquirir su significado pleno más que si se proyecta más allá de sus fronteras «nacionales». Su salida positiva no se sitúa en Francia, sino en Europa. Los asalariados y los jóvenes de los países de Europa tienen una necesidad aún más fuerte que las burguesías de respaldarse unos con otros, de llevar adelante un combate contra estos enemigos que tienen un rostro preciso en cada país, y que se encuentran nuevamente en el seno de los organismos de la Unión Europea. Por eso deben tejer lazos nuevos en un proceso que combina la lucha de cada clase asalariada contra su propia burguesía y sus propios gobiernos y «partidos de gobierno», con la lucha común contra las políticas neoliberales de la Unión Europea, al igual que contra las instituciones sobre las que se apoya cada burguesía y cada gobierno. Esto es lo que pasó el 15 de febrero de 2003, cuando tuvieron lugar en toda Europa las manifestaciones contra la guerra en Irak, independientemente de la posición tomada por los diferentes gobiernos y por fuera de las separaciones pasajeras que hubo entre ellos, han mostrado la disponibilidad de las capas de la clase obrera y de la juventud a encontrarse nuevamente en un combate común. La lucha por la Europa de los trabajadores, los Estados Unidos de Europa, es efectivamente, la lucha por la Europa de la paz contra la Europa de la guerra, o para utilizar el vocablo a la moda, contra la «Europa – potencia». Lo puesto en juego es, entonces, saber si, más allá de la derrota de Chirac, de Raffarin y de la UMP que se anuncia, la campaña de las elecciones europeas puede ser llevada delante de manera de profundizar la brecha ya abierta en el dispositivo de dominación de clase en Francia, mientras se contribuye a fecundar la lucha de clases en toda Europa. Sentar las bases de una proyección de «la excepción francesa» hacia Europa, contribuiría también, en un momento dado, a determinar la salida positiva de las luchas en Francia. Estas pueden ir lejos, mucho más allá de la desposesión de Chirac, ya inscripta en el desarrollo de la situación francesa, pero es a nivel de Europa, y a este nivel únicamente, que se sitúa la posibilidad de modificar duraderamente las relaciones políticas entre las clases en este país. Los asalariados franceses necesitan efectivamente «otra Europa». Esta no es la que le proponen los dos libros mencionados aquí. Sería aquella en la que tantos militantes, asalariados, jóvenes esperarían comprender el contenido en el término de una campaña clara de la LCR y de otras organizaciones de extrema izquierda.
Francois Chesnais es economista marxista, director de la revista Carré Rouge, miembro de ATTAC-Francia, profesor en la Universidad de París (Villetaneuse). Autor de numerosas obras sobre la economía mundial el imperialismo, entre ellas se puede destacar La mundialización del capital (1994)