Los procesos constituyentes no son una mera abstracción. No pueden considerarse tampoco una superchería para camuflar una sustitución de elites. En América Latina las nuevas constituciones han ido aparejadas a una ruptura, más o menos drástica, con el paradigma neoliberal. El fundamento de estos procesos no es tanto la legalidad, como la legitimidad. El poder […]
Los procesos constituyentes no son una mera abstracción. No pueden considerarse tampoco una superchería para camuflar una sustitución de elites. En América Latina las nuevas constituciones han ido aparejadas a una ruptura, más o menos drástica, con el paradigma neoliberal. El fundamento de estos procesos no es tanto la legalidad, como la legitimidad. El poder constituyente tampoco es una quimera, sino un poder material, real, de cambio, que depende de la gente común y su poder para transformar las cosas. El profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València, Rubén Martínez Dalmau (Teulada, Alicante, 1970), ha analizado y participado en los procesos constituyentes de América Latina. Diputado de Podemos por Alicante, fue asesor de la Asamblea Constituyente venezolana (1999) y del presidente Hugo Chávez en el Palacio de Miraflores. Martínez Dalmau formó parte también de un grupo de investigadores que colaboró en los procesos constituyentes de Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Empieza y cierra su intervención en Seminario de Formación Política del Frente Cívico-Valencia y el sindicato Acontracorrent con un rotundo titular: «Los procesos constituyentes en América Latina nos han enseñado que otra constitución es posible». Los textos pioneros (liberales), como el estadounidense de 1787, garantizaban derechos fundamentales y la separación de poderes, pero en las últimas dos décadas algunos países de Latinoamérica han ampliado el catálogo al incluir derechos sociales y a la participación política. Se superaron las visiones positivistas o clásicas del constitucionalismo, por textos constitucionales mucho más amplios. «Estas experiencias de América Latina van a servirnos mucho en Europa para aprender», subraya el diputado de Podemos, «y qué errores no cometer».
Cuando se analizan los procesos constituyentes en el continente americano se toma habitualmente como punto de partida el de Colombia en 1990, que dio lugar a la Constitución de 1991. Anteriormente, durante 150 años, predominó el llamado constitucionalismo «criollo», pensado para blancos, en el que las poderosas élites importaron un pensamiento externo al de sus países. Era un constitucionalismo «trasplantado», de copiar y pegar, incapaz de satisfacer las necesidades básicas de las poblaciones autóctonas. Sin embargo, las primeras constituciones latinoamericanas, como la venezolana de 1811 (la primera del país), incorporaba valores como el republicanismo o la separación de poderes, en el marco de los procesos emancipatorios respecto a la metrópoli española.
El paradigma clásico del «viejo» constitucionalismo se rompe el año 1990 en Colombia. «Entonces empieza a plantearse que un pueblo es dueño de su constitución», apunta Rubén Martínez Dalmau. Del colectivo estudiantil surge el «Movimiento de la séptima papeleta», que propuso además de las elecciones a la cámara de representantes, el senado o los concejos, el voto para una Asamblea Constituyente que impulsara una reforma constitucional. La idea capital residía en que el poder constituyente ya no podía estar representado, y esto era así por una razón: la soberanía reside en el pueblo. Según el autor de «Proceso constituyente en Venezuela» y «La independencia del Banco Central Europeo», incorporar esta idea tenía un gran potencial revolucionario, ya que es el pueblo quien puede modificar su constitución. Se partía de una idea muy sencilla: Colombia es un país que hay que cambiar, pero existe una clase política que se niega a hacerlo.
Se apostó por el referéndum como herramienta de participación democrática, frente a la constitución vigente, cerrada, decimonónica y oligárquica, con una carta de derechos muy menguada y mecanismos de reforma que tenían que pasar por un consenso de elites en el parlamento. Es en este contexto en el que el «Movimiento de la séptima papeleta» plantea un referéndum constituyente, que se activó y dio lugar a la Constitución colombiana de 1991. «Fue un faro frente al viejo constitucionalismo racista», subraya Rubén Martínez Dalmau. «Hablaba de derechos y garantías, de emancipación popular».
Venezuela partía de una situación similar a la de Colombia, y continuó por una senda parecida. El gran hito es la Constitución bolivariana de Venezuela, de 1999, pero Martínez Dalmau toma como punto de partida para su explicación el «puntofijismo». El vocablo designa la capacidad de las elites para maquillar una democracia representativa y convertirla en una partitocracia. Después de la caída del dictador Pérez Jiménez, que gobernó el país entre 1952 y 1958, los partidos Acción Democrática (AD), COPEI (de tendencia democristiana) y Unión Republicana Democrática (URD), de centro-izquierda, pactaron en la casa de Rafael Caldera (fundador de COPEI y presidente de Venezuela en los periodos 1969-1974 y 1994-1999) forjar una partitocracia como superación a la dictadura. Éste nuevo «régimen» fue bendecido por los poderes fácticos. El gran consenso se expresó en el texto constitucional de 1961. Se inauguraba un periodo de «turnismo» entre los principales partidos, que han de dar el plácet a cualquier cambio constitucional. El colofón al nuevo régimen político son los masivos fraudes electorales. Ni referéndum, ni procesos constituyentes.
El «puntofijismo» funcionó muy bien para sus mentores tal vez hasta el «caracazo», que tuvo lugar entre el 27 de febrero y el 8 de marzo de 1989 bajo el mandato del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez. Las revueltas se iniciaron en Guarenas (a 25 kilómetros de Caracas) por el incremento del precio de la gasolina y, en consecuencia, el billete del transporte público. El estallido social y la represión posterior se saldó, oficialmente, con unos 500 muertos, pero quizá el número de víctimas fuese mucho mayor. Uno de los efectos del «caracazo» fue situar en la agenda la necesidad de un proceso «destituyente» para liquidar el régimen establecido. Señala Rubén Martínez Dalmau que en ese contexto irrumpe el chavismo. «El objetivo es romper con el puntofijismo pero apoyándose en la voluntad popular». En 1992 se produce un golpe de estado (fracasado) contra Carlos Andrés Pérez, dirigido por cuatro tenientes coroneles, entre ellos Hugo Chávez. En diciembre de 1998, con el 56% de los sufragios, Chávez gana las elecciones a la presidencia de la República y a continuación promueve un referéndum constituyente (abril de 1999), que culmina en el texto constitucional del mismo año. No sólo se liquida la constitución «puntofijista» de 1961, sino que se inaugura en Venezuela «un periodo muy importante de reducción de las desigualdades y participación democrática», destaca el profesor de Derecho Constitucional. Sin embargo, matiza, «hay que distinguir entre el proceso inicial y la deriva autoritaria del post-chavismo».
La constitución de 1998 en Ecuador (la decimonovena del país) se fija también en el referente colombiano de 1991, aunque después introdujera «correcciones partitocráticas», recuerda Martínez Dalmau. Rafael Correa ganó las elecciones presidenciales de 2006, y al año siguiente la Asamblea Nacional Constituyente aprobó un proyecto de Constitución que en septiembre de 2008 se sometió a referéndum. El 63% de los votantes manifestaron su apoyo a la nueva Constitución de la República de Ecuador, «que a pesar de sus problemas es la más avanzada del mundo», asegura el politólogo. Por ejemplo, proclama el Sumak Kawsay o «buen vivir» en lengua quechua, lo que significa vivir en armonía con la «Pachamama», con nuestra gente. En definitiva, proclama el derecho a realizarse como ser humano.
El constitucionalista compara la Constitución ecuatoriana con la española de 1978: «Es mentira que en ésta se garanticen los derechos sociales, de hecho, sólo está algo protegido el de la educación; el resto, ninguno, porque no resultan de aplicación directa». Por el contrario, en la Constitución de Ecuador el derecho al agua, a la alimentación o de la madre tierra cuentan con el mismo rango que los derechos políticos. El hecho de que se considere a la naturaleza sujeto de derechos tiene un grueso trasfondo, de hecho, rompe con el pensamiento occidental de los últimos 200 años. ¿Qué reacción suscitó en los sillones de las Academias un texto innovador como el ecuatoriano? «Los profesores neopositivistas lo consideran una broma, pero esto es así porque refleja las aspiraciones populares», responde Martínez Dalmau. «También reconoce que nadie pueda ser discriminado por tener el VIH, así como la igualdad de derechos en materia de género y transgénero», apunta.
La norma fundamental de Bolivia, en vigor desde febrero de 2009, es otra de las que rompe con el «viejo» constitucionalismo, que en este caso había marginado irremisiblemente a los indígenas (en torno al 70% de la población boliviana). Una elite blanca y criolla, principalmente de la región de Santa Cruz, postergó a estas mayorías hasta que el Movimiento al Socialismo (MAS), con un líder indígena aymara a la cabeza, Evo Morales (presidente de Bolivia desde 2006), planteó un proceso constituyente en el país. Martínez Dalmau señala que fue un proceso «muy duro» ya que la oligarquía boliviana, al igual que otras como la paraguaya, «es tremendamente cerrada y racista». Un ejemplo de las dificultades son las revueltas de la juventud cruceña, de carácter neofascista, que trataba de romper la asamblea constituyente. Pero el texto aprobado finalmente en 2009 no sólo plantea los derechos de la naturaleza, de los pueblos indígenas o el derecho a la paz, sino que también reconoce la plurinacionalidad del país. La de los aymara, quechua o guaranís, «algo que tantos problemas genera en España», destaca el diputado de Podemos.
Es más, se reconocen valores indígenas que hasta el momento no se habían incluido en ninguna constitución del mundo. Se habla por ejemplo de cómo la hoja de coca forma parte de los fundamentos de la economía boliviana. O de la votación popular en la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, «lo que nunca saldrá en la televisión ni en el diario El País». «El nuevo constitucionalismo latinoamericano nos ha enseñado que otro poder constituyente es posible», remata el profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de València.
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