Es patético: se han interesado pocos y a disgusto. El único Gobierno de la Unión Europea que ha consultado a su ciudadanía sobre el Tratado de Lisboa ha recibido un no. Pero ni siquiera un no entusiasta, ruidoso. Ha sido un no desdeñoso, como un bostezo. Lo cual se entiende, porque los votantes irlandeses eran […]
Es patético: se han interesado pocos y a disgusto. El único Gobierno de la Unión Europea que ha consultado a su ciudadanía sobre el Tratado de Lisboa ha recibido un no. Pero ni siquiera un no entusiasta, ruidoso. Ha sido un no desdeñoso, como un bostezo. Lo cual se entiende, porque los votantes irlandeses eran conscientes de que les estaban preguntando no porque tuvieran verdadero interés en conocer su opinión, sino porque la ley no dejaba más remedio. Sabían que si su Gobierno hubiera podido hacer como los del resto de la UE, habría prescindido de la consulta y ratificado el Tratado por vía parlamentaria, limpiándose el pompis con el libre albedrío de la plebe, que es lo distintivo de nuestras
actuales democracias.
El Tratado de Lisboa no es un Tratado. Es una estafa. Es la misma Constitución Europa que en su día rechazaron los electorados de Francia y Holanda, sólo que ligeramente maquillada y provista de un título menos rimbombante para fintar la obligación de las urnas. Pero no ha podido escaparse de las irlandesas, y contra ellas se ha estrellado.
Suele decirse de algunas cosas que serían cómicas, si no fueran trágicas. De ésta podría decirse que sería trágica, si no fuera cómica. Quienes manejan las riendas del poder en Europa tratan una y otra vez de imponer un sistema de gobierno continental independiente de la voluntad ciudadana, que deje casi todo en sus exclusivas manos. Pero sus planes no sólo chocan con la desconfianza de la gente del común, que a veces no se chupa el dedo, sino también entre sí, porque fingen ser europeístas devotos, pero siguen constituyendo una congregación de chovinistas circunstancialmente coincidentes. Bruselas y el libre mercado les vienen bien para lavarse las manos cuando los problemas arden, como ahora con el encarecimiento del precio de los combustibles («Lo siento, pero no depende de mí»), pero Bruselas no es un poder, sino una ciudad: el poder lo forman ellos y otros como ellos, que se lo guisan y se lo comen en comandita.
Así que Irlanda les ha echado abajo sus retorcidos planes de última generación. Sus burócratas van a tener que inventarse algo nuevo.