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¿Qué está pasando en Francia?

Fuentes: Rebelión

Hace casi tres años que vivo en Paris. Decidí instalarme provisionalmente en esta ciudad para terminar mis estudios y comenzar mi tesis doctoral. Recuerdo una conversación con una asistenta social española unas semanas después de mi llegada, en el otoño del 2003. Mientras discutíamos sobre diversos temas dijo algo que me sorprendió: «no has llegado […]

Hace casi tres años que vivo en Paris. Decidí instalarme provisionalmente en esta ciudad para terminar mis estudios y comenzar mi tesis doctoral. Recuerdo una conversación con una asistenta social española unas semanas después de mi llegada, en el otoño del 2003. Mientras discutíamos sobre diversos temas dijo algo que me sorprendió: «no has llegado en un buen momento a este país, las cosas están apunto de estallar». En aquel momento no vislumbré el significado de aquella frase, sin embargo, durante dos años y medio de estancia en Francia y a través de mi experiencia personal he ido comprendiendo la importancia de aquellas palabras. Cuando comenzaron los incidentes en la banlieue parisina en el otoño del 2005 entendí definitivamente lo que aquella mujer había intentado decirme. A partir de entonces el clima social en todo el país no ha dejado de degradarse y las formas de contestación son cada vez más violentas. Vivimos una situación de crispación y de crisis generalizada que afecta a todas las dimensiones del sistema estructural francés y que delata su incapacidad para reinventar nuevos modelos sociales.

La crisis a la que hago referencia se materializa en varios niveles. A nivel social se plasma esencialmente en los problemas de exclusión que afectan a diferentes capas de la sociedad y especialmente a los inmigrantes y las nuevas generaciones surgidas de esa inmigración. A nivel institucional la crisis es principalmente visible dentro de las instituciones encargadas de mantener las promesas de la República francesa de «libertad, igualdad y fraternidad», fundamentalmente en lo que se refiere al colegio público y su capacidad de integración. En cuanto a la dimensión cultural, hay un fuerte cuestionamiento del sentido del espacio público dentro de la idea nacional republicana, en la que la expresión de la pertenencia étnica o a una religión determinada está relegada a una dimensión privada. Finalmente, a nivel político, se ha producido en las últimas décadas una progresiva desaparición del tejido asociativo de los barrios, que estaba encargado de desplazar las demandas sociales locales hacia niveles políticos más altos. Dicho tejido ha sido sustituido por otro tipo de asociaciones que funcionan inversamente, es decir, de arriba a abajo, imposibilitando la llegada de las demandas sociales a otras esferas. Al mismo tiempo, los partidos de izquierdas y especialmente la social-democracia se han ido debilitando, incapaces de proporcionar una respuesta válida a las demandas de la población, de dar soluciones alternativas e incapaces igualmente de establecer la articulación lógica, que antes existía, entre dos campos de acción: la acción social y la acción política.

Para realizar un análisis comprensible de la situación actual es necesario situarse dentro de una perspectiva histórica. En este sentido y siguiendo las tesis de Michel Wieviorka, sería necesario establecer una triple escala de temporalidad. Una primera etapa se sitúa entre finales de los años 60 y principios de los 70, momento en el que se produce el desencadenamiento de la crisis y el comienzo de ruptura del modelo francés. Una segunda etapa, más reciente, tiene lugar tras el seísmo político causado por la llegada de Jean Marie Le Pen a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en el 2002 y la posterior elección de Jacques Chirac como presidente de la República, y comprende los años de gobierno de Jean-Pierre Raffarin. Estos se han caracterizado por un amplio programa de reformas que han tenido un fuerte impacto en la sociedad francesa, fundamentalmente por los procesos de privatización y de descentralización del Estado. Finalmente, se llega al momento actual, en el que dicha crisis se materializa en dos hechos concretos. Por un lado, los estallidos de violencia en las banlieues de las principales ciudades francesas, en su mayoría provocados por el descontento de las segundas y terceras generaciones de inmigrantes nacidas en suelo francés. Estos jóvenes, ciudadanos franceses en el plano legal, viven fuertes procesos de exclusión social y de precariedad. Son las principales víctimas del fracaso del modelo de integración francés, así como de las instituciones republicanas y de la concepción misma de la nación. Sus actuaciones, extremadamente virulentas en los últimos meses, han sido el producto, por un lado, de los discursos cada vez más radicalizados de ciertos actores políticos de l’UMP (Unión para la Mayoría Presidencial), especialmente de Nicolas Sarkozy, ministro del interior, ayudado por un amplio dispositivo de represión de las fuerzas de seguridad del Estado. Y por otro lado, la existencia de una fuerte conciencia de injusticia que lleva fraguándose durante varias décadas; de hecho si nos vamos atrás en el tiempo, nos daremos cuenta que no es el primer incidente de estas características que tiene lugar en las banlieues parisinas. Este tipo de fenómenos, como supo retratar perfectamente el realizador Mathieu Kazzovitz en la película La Haine (El Odio) estrenada en el año 1995, se han ido repitiendo cada vez con mayor frecuencia desde comienzos de los años 90.

Por otra parte, en las últimas semanas asistimos a un fenómeno completamente distinto, como son las movilizaciones protagonizadas desde el medio estudiantil y universitario contra el CPE (contrato de primer empleo), que afecta a los menores de 26 años y que autorizaría el despido sin justificación durante los dos primeros años de contrato. Mientras que la aprobación de dicha ley es considerada por parte del gobierno como una medida fundamental para animar al medio empresarial a contratar a jóvenes, para los sindicatos y organizaciones de estudiantes el CPE representa solamente el pistoletazo de salida hacia una precarización vertiginosa del empleo. Aquí se encuentra igualmente un problema, que se concreta en la falta de proyectos alternativos por parte de los organizadores de la movilización contra el CPE. Las protestas van encaminadas exclusivamente al mantenimiento del modelo anterior de mercado de trabajo, sin realizarse una crítica en profundidad al sistema francés en su conjunto. Este hecho hace carentes de sentido las comparaciones que se tienden a hacer en diferentes medios de comunicación entre las movilizaciones actuales y el Mayo del 68 francés. No puede establecerse un paralelismo automático entre un movimiento social como fue aquel y protestas contra un hecho concreto como las actuales.

No obstante, en los últimos días nos enfrentamos a una situación particular y extremadamente compleja, que precisa ser analizada. Aunque en principio los dos fenómenos anteriormente señalados no tienen una conexión directa, recientemente hemos podido asistir a la conjunción de ambos, como si la cuestión del CPE hubiera reabierto de nuevo la herida latente en las banlieues. Evidentemente estas zonas se ven afectadas igualmente por la cuestión del CPE, pero la problemática se entiende aquí en otros términos y se vive de forma diferente, ya que se considera como un elemento más de degradación y de marginalización por la gente joven que vive en estas áreas. Las últimas manifestaciones han posibilitado que grupos de jóvenes procedentes del extrarradio se acerquen al centro de París. Sus formas de actuación, de una extremada violencia, demuestran sin lugar a dudas la existencia de una fuerte fractura social que se ha ido desarrollando a lo largo de varias décadas. El posicionamiento del «nosotros» frente a los «otros» se está viendo de una manera particularmente clara. La ferocidad con que éstos, los denominados «casseurs«, arremeten contra el mobiliario urbano y los coches particulares, contra la policía e incluso contra los propios manifestantes, no es más que el reflejo de una situación límite de odio profundo hacia todo lo que representa el Estado francés y su sociedad. No existe otra forma de comprender sus actuaciones si no es a través de esta lógica. Si se analiza la composición social de los dos grupos que protagonizan las protestas, se observa que ambos están formados por una población mayoritariamente joven (15-30 años). Sin embargo, existe una diferencia fundamental en cuanto a los estratos sociales que están representados en cada uno de ellos y en su composición étnica. Esto podría explicar en parte los ataques que se han producido en los últimos días dentro de las propias manifestaciones. En ellas es claramente constatable la existencia de los dos grupos, distintos en sus formas de expresarse y en los objetivos que persiguen. Esto no es que una prueba más de las profundas heridas que atraviesan la sociedad francesa en su conjunto.

No quiero dejar de señalar que la violencia en estos momentos no se encuentra solamente restringida a los «casseurs». Todos estos sucesos justifican para el gobierno las intervenciones desmesuradas de las fuerzas de seguridad, que proceden con una absoluta impunidad. Por si esto fuera poco, dentro de los mismos manifestantes anti-CPE, encontramos grupos de jóvenes que actúan según lógicas completamente nihilista, sin ningún respeto al trabajo de mucha gente que desde hace semanas intenta organizar las movilizaciones. Un ejemplo de tales actuaciones es la injustificada devastación de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, durante la semana pasada. Este centro de investigación se caracteriza precisamente por su apertura como espacio de diálogo y se ha visto afectado sucesivamente por la ley sobre la investigación y el CPE. Acciones como estas no hacen más que sustraerle credibilidad y apoyos a las movilizaciones.

La posición inmovilista del gobierno francés lleva a pensar que éste desea mantener la situación en punto muerto, en espera de las vacaciones de Pascua que comienzan el día 7 de abril. Esto indudablemente deshincharía las movilizaciones, que empiezan a mostrar algunos signos de debilidad después de mes y medio de protestas. El clima generalizado de violencia y la crispación en la vida diaria complican más si cabe la realización de un análisis correcto sobre la situación y la búsqueda de soluciones. El caso francés merece ser examinado con mucho más detenimiento, intentando abarcar todos los elementos de estudio disponibles y al mismo tiempo evitando posiciones reduccionistas. No puedo sin embargo dejar de expresar que me debato entre mi posición de investigadora que debe ver los hechos con objetividad y el malestar que me invade los últimos días ante la escalada de violencia generalizada… ¿Qué pasa en Francia? Las dos semanas próximas van a ser determinantes para poder contestar claramente a esta cuestión.