De repente se desató la ira social en los barrios… ¿Las causas? «Aún por determinar.» Pero téngase en cuenta, junto a los típicos efectos secundarios del capitalismo salvaje, que el Reino Unido camina imparable desde hace años hacia el estado policial. Con ello en mente, ¿a quién benefician realmente los desmanes de estos días? «Esto […]
De repente se desató la ira social en los barrios… ¿Las causas? «Aún por determinar.» Pero téngase en cuenta, junto a los típicos efectos secundarios del capitalismo salvaje, que el Reino Unido camina imparable desde hace años hacia el estado policial. Con ello en mente, ¿a quién benefician realmente los desmanes de estos días?
«Esto es pura y simple delincuencia.»
(David Cameron)
Nunca fui muy aficionado a las páginas de sucesos, pero aquí, pese a lo que dice Cameron, parece que hay algo más…
¿Realmente se cree Cameron mejor que los saqueadores de estos días?
Londres, julio de 2011. Hermosa ciudad, capital de la opulencia. Identitaria como pocas, con tantos elementos emblemáticos: taxis, autobuses, bobbies, cabinas, hasta buzones… Siempre supo venderse. Por sus calles céntricas surcan a cada instante centenares de carísimos automóviles y no pocas interminables limusinas. Innumerables construcciones victorianas reflejan, en diferentes barrios, el viejo poderío del país que impulsó el capitalismo industrial a base de inventiva y rapiña, el Imperio que civilizó y masacró a partes ¿iguales? Su City es aún, dicen, la primera plaza financiera del mundo. Bellos y cuidados parques, lujo obsceno en Harrods (y Selfridges), multiplicidad de etnias en aparente concierto. Y de fondo, la fastuosa monarquía por excelencia.
Londres, agosto de 2011. Estallidos de violencia tras la muerte de un joven en el barrio de Tottenham, con altos índices de desempleo. Ataques a la policía, incendios de edificios, saqueos de comercios… Las súbitas revueltas se extienden pronto a otros barrios como Enfield, Islington, Croydon o Brixton, este último ya conocido por sus brotes de violencia en los ochenta. E incluso fuera de Londres, con disturbios similares en Liverpool, Birmingham, Manchester, Nottingham o Bristol. En el fenómeno, en principio caracterizado como racial y vinculado a la comunidad negra londinense, participan igualmente numerosos miembros de otras etnias -blancos incluidos- aunque también de las clases trabajadoras. Hasta cinco muertes se asocian con las revueltas, sin contar el detonante.
A un año de los Juegos Olímpicos en la capital británica
Seis años después del 7-J. Un mes antes del décimo aniversario del 11-S y un mes después del escándalo de News of the World -el diario del magnate Murdoch-, que salpicase al propio Cameron. Dos semanas más tarde de la matanza del ¿loco? Anders Breivik en Noruega. El primer ministro dice que no es más que delincuencia. La afirmación ya queda desmentida por el hecho de que su detonante fuese la muerte de Mark Duggan, disparado en el pecho por un policía sin mediar tiroteo, frente a lo que dijeron las primeras versiones. El dato apunta más bien a una reacción tras ese exceso policial. Aunque luego la violencia, intolerable, se contagie a otras áreas de manera extrañamente rápida.
Desprecio del gobierno a las raíces sociales del problema
Numerosos testimonios de participantes en los hechos o personas cercanas reflejan resentimiento ante lo que se percibe como discriminación racial por parte de la policía y los políticos. «No nos escuchan, solo nos reprimen.» «Queremos reconocimiento.» El escritor Gavin Knight comenta que «cuando nadie se preocupa por uno, es menos probable que a uno le preocupe destrozar un escaparate». La condición socioeconómica de la mayoría de los alborotadores no parece ajena a su conducta de estos días. Tampoco, siquiera en algún grado porque los efectos aún no han hecho más que empezar a notarse, los drásticos recortes sociales que viene aplicando el gobierno conservador. O el feroz y ya atávico consumismo que impregna las sociedades occidentales. O la cultura británica de bandas o pandillas, a menudo proclives a la violencia. Pero todo eso se queda corto para explicar la reciente explosión. Y para dar cuenta del hecho de que, a diferencia de las de Brixton (1981, 1985 y 1995) y la del propio Tottenham en 1985, ahora tantas otras ciudades se hayan sumado al brote inicial en cuestión de horas. Con unos sucesos de magnitud inédita en la historia reciente del Reino Unido, incluidos más de mil quinientos detenidos y gran número de personas heridas.
«Si son suficientemente mayores como para cometer esos actos, son lo suficientemente mayores como para enfrentarse al castigo que conllevan», sentenció también el premier británico en otra frase no necesariamente brillante (basta pensar en cuestiones tan delicadas como la responsabilidad jurídica de un niño, pues a la implicación de niños aludía). La injustificable brutalidad exhibida en las protestas de estos días no admite, sin embargo, reducciones simplistas. El odio reflejado en esas acciones debe de tener raíces sociales profundas. Un modelo económico que fomenta la emulación consumista y la imagen de éxito, que desprecia a los losers, subyace en las algaradas. El fracaso en la lucha competitiva, tan encomiada por los apóstoles del «neoliberalismo», ¿no es fuente de resentimiento? Parece inmoral negarse a ver el abismo social arriba descrito, que contrapone simas tercermundistas con impúdicos grados de opulencia. Semejante marco de fondo no impide hablar de delincuencia, pero sí de delincuencia «pura y simple». Si de algo debería servir la historia de Occidente, incluida la reflexión de sus grandes pensadores y humanistas, es justamente para comprender la responsabilidad social que late en muchos crímenes de individuos y sectores específicos. O para, siquiera, considerar la posibilidad de que tales delitos proliferan en un caldo de cultivo específico y probablemente «criminógeno».
Pero, ¿acaso cabría esperar una reacción distinta de la clase política británica, y en particular de su primer ministro? De familia «bien», con ancestros vinculados a la Bolsa, la alta política y la aristocracia, hay que reconocer que Cameron no lo ha tenido fácil para desarrollar una aguda sensibilidad social. Le ha «tocado», además, gobernar en una época caracterizada por una crisis económica inducida por la Élite, y signada además por la Era del Terror nacida del 11-S. Parece, por cierto, que nuestro David se siente a gusto en ese escenario, como lo demuestran tanto su contundencia en las medidas antisociales como su diligencia en emprender guerras de agresión. Todo un currículum, en poco más de un año de mandato, que difícilmente hará de él un líder receptivo a demandas sociales (legítimas aun cuando se expresen violentamente). Pero, ¿realmente se cree Cameron mejor que los saqueadores de estos días? ¿Es menos grave saquear el petróleo libio? ¿Lo es masacrar nietos de Gadafi y cientos de civiles a los que se supone que vas a proteger?
Otros factores no menos siniestros
Junto a todo ello, no debe olvidarse que el Reino Unido es, junto con su gran aliado transoceánico, una de las avanzadillas del Nuevo Orden Mundial. A la estela del 11-S, reavivada por el 7-J (antes, por el 11-M) y por otros (presuntos) amagos de superatentados relacionados con este país, como el de 2006, el gobierno viene aplicando medidas cada vez más contrarias a su tradición liberal (aunque se remonta más atrás su orwelliana tendencia a vigilar a sus ciudadanos, «seguridad» obliga).
Sobre esta base, la delincuencia, «pura y simple» o no, sin duda ofrece una excelente baza para reforzar el terror y el control social. Llama mucho la atención que lo que más se ve en las imágenes de estos días es a energúmenos que incendian, destrozan y roban. ¿Qué mejor manera de concitar la ira popular contra ellos (es decir, a favor del gobierno)? ¿Y qué decir de la rápida extensión a otras ciudades? ¿Servirá todo esto de antecedente, o quizá de preventivo, para cuando vengan las protestas sociales y políticas debidamente organizadas contra el sistema? No se olvide que, con una crisis económica todavía galopante, las convulsiones sólo acaban de empezar.
Por si acaso, el gobierno británico no pierde el tiempo: rompiendo una más que centenaria tradición de la educada policía británica, ya ha autorizado el uso de métodos represores más drásticos, a pesar de las discrepancias de quienes realmente entienden del asunto, pero seguro del apoyo de la mayoría de la población. Además, se ha planteado en voz alta la interrupción de la transmisión de mensajes electrónicos y de las redes sociales en casos como los que nos ocupan, lo que servirá para que la gente se siga acostumbrando a las restricciones de derechos. Medidas ambas plenamente acordes con los objetivos de la política del miedo que funciona desde el 11-S y se ve periódicamente realimentada por oportunos sobresaltos masivos. Los dos últimos, la matanza en Noruega y los graves disturbios en Inglaterra. Para gozo de los promotores del orden «globalitario».
«Los británicos, críticos con la gestión de Cameron en los disturbios», mayormente porque no se reaccionó lo bastante pronto frente a los desórdenes. No es una crítica de fondo, pero esa percepción tan extendida abona la cuestión de por qué se tardó en actuar…
«A la minoría de los sin ley, a los criminales que se han quedado con todo lo que han podido, hoy les digo: Os vamos a buscar, os vamos a encontrar, os vamos a acusar ante los tribunales, os vamos a castigar. Vais a pagar por todo lo que habéis hecho», proclamó también el primer ministro en su línea simplista y «justiciera».
¿Y a ti, David, a ti quién te busca, quién te encuentra, quién te acusa, quién te castiga? ¿O acaso piensas que finalmente te irás de rositas (ver Gálatas 6: 7)? Tú y los tuyos, claro. Si no queremos la impunidad para quienes matan cinco y saquean diez, ¿cómo vamos a quererla para quienes matáis cinco mil y saqueáis diez mil?
Algo positivo
Concluyamos con una nota positiva: la solidaridad espontánea que afloró durante esas jornadas negras. «Mientras las autoridades locales advierten de que lo mejor que puede hacer la gente es quedarse en casa y asegurarse de que sus hijos también lo hacen, miles de ciudadanos se han unido a través de Twitter y Facebook para asistir a los vecinos que han visto sus casas y sus comercios destruidos. La magnitud de lo sucedido estimula la solidaridad entre los ciudadanos, como demuestra un cartel pintado a mano que alguien ha clavado a la entrada de la estación del metro de Finsbury Park: «Sé amable con el resto de londinenses».»
Una invitación práctica a la paz que no debería entenderse en clave burguesa, propia nada más de propietarios que ven amenazado su modo de vida. Y que no debería perder de vista ni las injusticias que abonan los disturbios ni las sombras totalitarias que crecen gracias a ellos.
Blog del autor: http://lacomunidad.elpais.com/periferia06/2011/8/13/-que-pasa-inglaterra–
rCR