Alguien debiera aconsejar a Tony Blair, George Bush y compartes que, frente a atentados como el que sufriera ayer Londres, se abstuvieran de salir en los medios y, sobre todo, de hacer declaraciones. A cualquier ser humano que conserve un ápice de cordura, de humana sensatez, no puede sino repugnarle el horror vivido por tanta […]
Alguien debiera aconsejar a Tony Blair, George Bush y compartes que, frente a atentados como el que sufriera ayer Londres, se abstuvieran de salir en los medios y, sobre todo, de hacer declaraciones.
A cualquier ser humano que conserve un ápice de cordura, de humana sensatez, no puede sino repugnarle el horror vivido por tanta gente inocente y sorprendida por las bombas en Londres. La misma repugnancia que sentimos cuando son otros los muertos y otra la ciudad, por más que, de esos otros horrores, no tengamos apenas referencias gráficas o haya que buscarlas en medios marginales al alcance de muy pocos y sólo ocasionalmente.
Y bastan los testimonios de esas víctimas, rotas, destrozadas, para que cualquiera se conmueva y haga causa común con ellas, sean inglesas o iraquíes y así haya sido el responsable un terrorista suicida o un terrorista montado en un avión y en bombardeo preventivo o de rutina.
Pero la identificación lograda con las tantas vidas inocentes perdidas, el respaldo para con ellas, se tambalea y descompone cada vez que se suman a la denuncia, y la asumen como propia, personajes tan siniestros como Bush, Blair o Aznar.
Y lo digo porque, lejos de ayudar a crear un clima de rechazo, de repudio al empleo del terror, lejos de motivar la solidaridad con las víctimas, lo que consiguen con sus penosas comparecencias, con sus patéticas declaraciones, es que uno lamente que las bombas no hayan sido más «precisas», que no hayan estallado bajo los pies de quienes han conducido al mundo al borde del colapso.
Cuando uno escucha a Blair, y el de ayer era un buen día para oírle, que «estamos aquí reunidos, el grupo de los 8, para ocuparnos de resolver el problema de la pobreza en el mundo», o insistir en que «los terroristas no ganarán, nosotros ganaremos» como si pronosticara el resultado de una final deportiva; cuando uno escucha a Bush, y también ayer se explayó el hombre, ponderar las virtudes y justeza de la guerra, bendecir la tortura y santificar la impunidad, justificar la mentira y promover el crimen, uno en verdad siente que no aparezca un suicida algo más visionario y audaz, que nos evite para siempre el asco de tener que estar asistiendo a declaraciones como las descritas y a declarantes como los citados.