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Entrevista a Françoise Daucé, socióloga

¿Quién quiere oponerse a Putin?

Fuentes: La Vie des idées

Las movilizaciones de protesta son escasas en Rusia. Alexei Navalny goza de una popularidad innegable, pero que va debilitándose. El miedo a la represión no lo explica todo: es la política en su conjunto la que está desacreditada a los ojos de la población rusa.

¿Qué relación mantiene la ciudadanía rusa con la política desde el final de la Unión Soviética?

Lo que resulta chocante, en la sociedad rusa actual, es la dificultad de hablar de política en las conversaciones corrientes. Mientras que en el periodo de la perestroika, bajo Mijaíl Gorbachov, los debates invadieron el espacio público, después los desatinos económicos y los problemas sociales de la década de 1990 contribuyeron a desacreditar la acción política. La política se percibe como un fermento de discordia y de desorden. Este descrédito se correlaciona con el debilitamiento de los partidos políticos, a su vez golpeados por una legislación y unas reglas electorales cada vez más restrictivas. Los partidos de oposición dejaron de estar representados en la Duma a partir de 2003 y únicamente las formaciones aceptadas por el poder, las que están dentro del sistema, pueden presentarse a las elecciones.

Para la ciudadanía corriente, las actividades asociadas a las campañas electorales resultan a menudo degradantes. Esto no significa que esté atomizada, desanimada o decepcionada. El tejido social se mantiene con numerosas formas de ayuda mutua, compromiso y reparto. Las personas participan en proyectos en el ámbito de la cultura, de la defensa del patrimonio o de la protección del medioambiente. También pueden criticar las políticas públicas o estar descontentas con su situación, pero en general se abstienen de hacer política con ello. Las desavenencias en la discusión y el contraste de ideas en público parecen demasiado arriesgadas.

Esta desconfianza hacia la política se inscribe en un espacio público nutrido con discursos y proclamas al servicio de la unidad de la nación, de la estabilidad de la sociedad y de la eficacia del Estado. Si Vladímir Putin fue elegido en 2000 blandiendo dos consignas (“restaurar la vertical del poder” y “reforzar el imperio de la ley”), desde entonces se ha fortalecido el instrumental conceptual de los círculos dirigentes. El lenguaje oficial se ha enriquecido estos últimos años para justificar la movilización patriótica del país, a menudo contrapuesta al desorden occidental, presentado como encarnación de la ineficacia, o incluso como síntoma de la decadencia moral de las sociedades democráticas.

Esta denuncia viene acompañada de una manipulación de las palabras de la democracia al servicio del proyecto nacional. Así, la noción de democracia soberana se creó en la década de 2000 para justificar el rumbo político antidemocrático del país; otro ejemplo: las autoridades se han apropiado de la idea de sociedad civil para gobernar el mundo asociativo y someterlo a las políticas públicas por medio de la financiación estatal. Los dispositivos de conducción de la sociedad permiten establecer controles aceptables de la vida pública. Sin abusar de la paráfrasis, en Rusia se perfila un nuevo espíritu de autoritarismo, que da lugar a formas de autonomía en la sociedad y se apoya en múltiples actores (securitarios, económicos, técnicos, educativos, culturales…) que intervienen en la regulación de la vida colectiva.

¿Ayuda este gravoso tributo histórico a comprender las movilizaciones actuales en torno a Navalny? ¿Puede cristalizar un movimiento social fuerte alrededor de él?

La primera dificultad para las fuerzas críticas en Rusia estriba en conseguir recuperar la palabra para que se escuche su voz. En efecto, el control institucional y mediático del poder priva a los grupos alternativos, a las asociaciones o los movimientos sociales de los propios instrumentos para expresar el descontento o la cólera. Estas son las barreras que Navalny trata de franquear, utilizando internet para denunciar al “partido de estafadores y ladrones” y la corrupción de las elites. Las encuestas en línea de su Fundación para la Lucha contra la Corrupción (FBK), cuyos reportajes fascinan tanto por su contenido como por la calidad de su realización, alcanzan millones de visualizaciones en youtube. Sin embargo, esta importante visibilidad no es fruto mecánico del compromiso militante a su favor y el apoyo puede ser únicamente testimonial.

En respuesta, durante varios años, la principal reacción de las autoridades ha consistido en negar su existencia absteniéndose de nombrarlo (los periodistas de los grandes medios moscovitas tenían prohibido hablar de él) y después en organizar la vigilancia de sus movimientos, hasta llegar finalmente a su envenenamiento, en verano de 2020, para eliminarlo físicamente. Allí culminó una nueva etapa de la violencia en política. Llama la atención que haya sido el propio Navalny quien haya tenido que llevar a cabo la investigación para demostrar el intento de asesinato, mientras que las autoridades rusas se han negado a incoar un proceso judicial.

La indignación y la vergüenza ante el cinismo del poder pudieron alentar las movilizaciones en torno a Navalny cuando volvió a Rusia a comienzos de enero de 2021 y contribuir a la masificación de las manifestaciones en la calle. Desde la amplia movilización de protesta ante los fraudes electorales de 2011/2012, Navalny se dedica a construir una red militante que abarque todo el país y a movilizar a sus simpatizantes. Se apoya en grupos regionales en las grandes ciudades para repercutir sus iniciativas. Se trata sin duda de una personalidad carismática que intenta federar múltiples descontentos en el conjunto del país, a riesgo de caer en el eclecticismo ideológico. De hecho, goza de una popularidad política significativa en Moscú, donde obtuvo el 27 % de los votos en las elecciones municipales de 2013. Pero también es una figura política controvertida que dificulta la unidad de las fuerzas de oposición.

Se halla en la encrucijada de dos críticas contradictorias, la de los liberales y demócratas que denuncian su frecuentación de círculos nacionalistas (asociados al Movimiento por la Lucha contra la Inmigración Ilegal y a la Marcha Rusa desde la década de 2000), y la de los representantes del poder, que lo llaman “el paciente de la clínica de Berlín” y le acusan de ser un “agente del extranjero”. Este término, inicialmente aplicado a las asociaciones que reciben financiación extranjera y desempeñan una actividad política (en sentido amplio), se ha hecho extensivo recientemente a los medios considerados agentes extranjeros y ahora también a las personas físicas, que pueden ser objeto de sanción legal. Toda forma de interacción con sujetos extranjeros es sospechosa, contribuyendo a la estigmatización de la cooperación con organizaciones occidentales. En este contexto, Navalny se halla en el meollo de un debate sobre la identidad nacional, entre el repliegue ruso y la apertura internacional. Los problemas de desigualdad social, diferencias de género, deterioro medioambiental o dificultades económicas se marginan bajo la sombra de esta disyuntiva dominante.

¿Cómo explicar la fragilidad y la baja intensidad de las movilizaciones en la Rusia contemporánea?

Las grandes movilizaciones nacionales a escala de toda Rusia son reprimidas de un modo particularmente duro. La legislación sobre las manifestaciones es extremadamente disuasoria y, si la gente se manifiesta sin autorización, sabe que corre un riesgo elevado (detenciones, encarcelamiento, multas, etc.). La represión y la coerción policial son sin duda factores de desmovilización. Tras las miles de detenciones practicadas con motivo de las manifestaciones de enero de 2021, los partidarios de Navalny suspendieron la movilización por falta de fuerzas para organizarla y están buscando otras formas de acción.

También hay que subrayar que además de la violencia policial, visible en la calle, la coerción se delega a menudo en numerosos intermediarios. Así, las universidades pueden adoptar medidas contra enseñantes y estudiantes que se movilizan, las administraciones públicas contra el personal y, desde hace poco, se ha instado a padres y madres a velar por el buen comportamiento de sus adolescentes. De este modo se practica una forma de delegación del control en el seno de la sociedad.

Pueden producirse protestas locales, basadas en lazos de proximidad, en diferentes lugares del país y en torno a cuestiones específicas. Las protestas medioambientales, la protección del patrimonio y la denuncia de injusticias pueden dar pie a movilizaciones de carácter regional. La lucha contra un vertedero en Shies, en el norte de Rusia, las movilizaciones contra el encarcelamiento del alcalde de Jabárovsk, en Siberia, o la denuncia de la construcción de una iglesia en Yekaterimburgo, en los Urales, son otros tantos ejemplos de 2019 y 2020. Algunas de estas movilizaciones han podido concluir con resultados favorables para la gente. La dificultad radica en la generalización de estas protestas a todo el país, en el paso de lo particular a lo general. Esta generalización es una cuestión delicada, pues implica una politización que suscita reservas e inquietudes.

Conviene subrayar, asimismo, que la puesta en escena del orden y de la estabilidad del poder, todavía reforzada por las enmiendas constitucionales de 2020, que autorizan al presidente a presentarse nuevamente a las elecciones hasta 2036, viene de la mano, en la vida cotidiana, de una gran incertidumbre. Esta última es legal, debido al cambio continuo de las reglas jurídicas y las normas públicas, y al mismo tiempo económica, asociada a una forma de precarización de la vida profesional. La estabilidad del régimen político ruso, desde hace veinte años, se fundamenta en una intensa actividad legislativa, en el recurso a la nueva gestión pública y en la fragilización del derecho laboral. Según las estadísticas oficiales, los ciudadanos rusos cambian más a menudo de empleo que sus homólogos europeos. Los puestos de trabajo son precarios, lo que facilita los ajustes de plantillas y las reconversiones si hace falta, pero que suscita asimismo cierta prudencia ante la incertidumbre del mañana, que puede frenar la movilización.

La internet rusa es particularmente compleja y se caracteriza por una vigilancia muy estricta del espacio público digital. ¿Existen a pesar de todo resquicios que permitan la contestación en línea?

La internet en Rusia se desarrolló en la década de 1990, en la época de la liberalización política y económica que siguió al colapso de la URSS. Los ingenieros más emprendedores comenzaron a importar ordenadores del extranjero, a instalar conexiones locales o a ensayar nuevas aplicaciones. Este legado inicial marcó la cultura digital rusa de la década de 2000, que conoció la aparición de numerosas iniciativas en línea, medios, blogs, un ecosistema complejo basado en el despliegue de infraestructuras en manos de emprendedores privados a escala de todo el país. En este contexto aparecieron entonces las campeonas nacionales que hoy coexisten con las GAFAM, como el motor de búsqueda Yandex, la red social V Kontakte, la librería en línea Ozon o la web de pequeños negocios Avito.

Los y las internautas rusas se mueven por tanto en un espacio digital complejo, en que coexisten plataformas nacionales e internacionales. La internet rusa está en el meollo de la tensión entre la cultura libertaria del ciberespacio y la política de soberanía de la runet (o internet rusa). Las libertades digitales se valoran como factor de dinamismo económico. La ciudadanía manifiesta pasión por el progreso técnico, las tecnologías financieras o la inteligencia artificial, pero desde 2012 se han reforzado notablemente las limitaciones impuestas a la internet rusa.

La legislación otorga a las instituciones de control, vigilancia y regulación competencias cada vez más amplias. La agencia supervisora de las comunicaciones, Roskomnadzor, ejerce oficialmente el control del espacio digital, pese a que en la práctica la regulación se delega en numerosos actores (plataformas de contenidos, proveedores de acceso a internet, grupos de vigilancia ciudadana en línea, léase algoritmos, etc.), que desempeñan esta tarea con mayor o menor acierto. Los contenidos políticos están fuertemente limitados por el bloqueo de ciertos portales de oposición (pero no todos) y de aplicaciones internacionales (así, LinkedIn está bloqueada en Rusia).

Las autoridades rusas regulan asimismo la internet rusa mediante la apropiación de los proyectos más innovadores. A título de ejemplo, a finales de la década de 2000 se desarrollaron numerosos medios de comunicación en línea, adquiriendo una visibilidad y una autonomía susceptibles de competir con la televisión, la prensa escrita y la radio. Tras las manifestaciones de 2011/2012, se impuso progresivamente el control sobre ellos mediante el despido de los periodistas más críticos y su sustitución por colegas favorables al régimen. Este cambio en las redacciones se llevó a cabo manteniendo las cabeceras y sus diseños digitales. De este modo, se deslizó el discurso oficial en los planteamientos de los medios alternativos. Esta apropiación facilita la influencia en el público que sigue frecuentando unos medios cuya línea editorial ha cambiado. Sin embargo, también surgen contenidos críticos a prueba de estos controles.

En 2018, el bloqueo de la aplicación de mensajería Telegram fracasó gracias a la agilidad técnica de sus creadores para eludir la prohibición. Los expertos de internet aprenden a navegar en línea utilizando VPN, el encriptado o las redes P2P. Desde 2020, con la masificación de los usos digitales en el contexto de la pandemia, aparecen nuevas reflexividades frente a la vigilancia en línea que van más allá de los círculos expertos y llegan también a gente común.

¿Cómo interpreta la juventud rusa el legado soviético? ¿Consigue inventar nuevas formas de movilización?

La implicación de la juventud y su participación en las movilizaciones de protesta es una cuestión recurrente en el espacio público ruso desde la década de 1990. Si bien la juventud es la más propensa a movilizarse, sus compromisos son, sin embargo, muy dispares. Desde hace una veintena de años se han desarrollado movimientos juveniles en torno a diferentes proyectos políticos: el movimiento nacional-bolchevique de Eduard Limonov, los y las militantes nacionalistas del Movimiento de lucha contra la inmigración ilegal o los grupos de apoyo a Putin, como el movimiento Nashi (Los Nuestros). Actualmente, los movimientos juveniles también están polarizados entre los grupos vigilantes y patrióticos al servicio del mantenimiento del orden público y los grupos que luchan en defensa de las libertades fundamentales. Hay diversos movimientos que apoyan a Navalny entre la juventud, que van del anarquismo al libertarianismo, pasando por el nacionalismo.

Más allá de estos movimientos estructurados, cuyos efectivos son relativamente limitados, una novedad actual es la llegada a la edad adulta de jóvenes que no han conocido más que el putinismo. Entre ellos no funcionan tan bien los resortes de la legitimidad y las consignas políticas del poder. Los dirigentes se apoyan especialmente en una fuerte crítica del desorden y del caos que acompañaron a la liberalización política y económica tras el colapso de la URSS, en el década de 1990, crítica que influye poco en una juventud que no ha llegado a conocer aquel periodo. La denuncia de la cultura occidental tampoco encuentra mucho eco en la generación joven, que se interesa por la oferta cultural globalizada. Los indicadores disponibles parecen mostrar actualmente que la generación que no ha conocido más que el régimen de Putin desde el año 2000 se emancipa más fácilmente de los marcos de referencia oficiales, expresa descontento y hastío con respecto al rumbo político actual y no comparte la fobia al cambio que manifiestan sus mayores.

Esta diferenciación generacional se apoya en nuevas prácticas informativas y digitales. El público de menos de 25 años de edad se informa en su mayoría en las redes sociales, pasando por alto las webs de los medios oficiales. La juventud frecuenta asiduamente Instagram, Youtube, Snapshat, Telegram e incluso Tiktok. Cabe conjeturar que la pandemia reforzó en 2020 su presencia en las redes sociales y las plataformas de vídeos. De este modo pueden acceder a una panoplia de contenidos mucho más amplia que en los medios tradicionales y familiarizarse con prácticas culturales ajenas a las recomendaciones educativas oficiales (videojuegos en red, música compartida, lectura de mangas, visionado de series, etc.). El contraste entre los gustos oficiales y las prácticas culturales de las y los más jóvenes pueden alimentar nuevas reflexividades que se alejan de las propuestas patrióticas. De esta fisura pueden surgir actitudes críticas cuyos efectos políticos a largo plazo, sin embargo, son difíciles de prever hoy por hoy.

09/03/2021

Artículo original publicado en La Vie des idéeshttps://laviedesidees.fr/Qui-veut-s-opposer-a-Poutine.html

Traducción: viento sur

Françoise Daucé es socióloga y directora de estudios de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS) y directora del Centro de Estudios del Mundo Ruso, Caucasiano y Centroeuropeo (CERCEC).