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Reconstruir Europa, instituir el Sur

Fuentes: www.zoopolitik.com

Europa es la cuestión. Pero la dicotomía que nos da a elegir entre estar dentro o fuera de ella, nos enfrenta a dos opciones perniciosas. Queremos replantear aquí la pregunta, ofreciendo ya la respuesta: el Sur, instituir el Sur. Y la manera de hacerlo: sirviéndose del protagonismo político que asume la política de movimiento. Empecemos […]

Europa es la cuestión. Pero la dicotomía que nos da a elegir entre estar dentro o fuera de ella, nos enfrenta a dos opciones perniciosas. Queremos replantear aquí la pregunta, ofreciendo ya la respuesta: el Sur, instituir el Sur. Y la manera de hacerlo: sirviéndose del protagonismo político que asume la política de movimiento.

Empecemos por esto último.

I. Movimientos.

A diferencia de otros movimientos, desde sus propios inicios los indignados se expresaron en términos de poder constituyente. Desde el levantamiento de la primera acampada quedó claro que la impugnación de la distribución vigente de lo político, con sus partidos y sindicatos oxidados, no se quedaría en la razón destituyente del «qué se vayan todos», grito que había significado muchas de las revueltas habidas desde la Argentina piquetera hasta, tan sólo unos meses antes del 15M, la movilización portuguesa de Geração à Rasca. Lo que comenzó el 15 de mayo de 2011 invocando la plaza Tahrir y el impago islandés, fue otra cosa, o mejor dicho, es de otra manera. Cierto que no iba a formar un partido, pues su política crece en otra dimensión, pero tampoco se contentaría con la simple negación, dejando pasar el urgente desafío de ayudar a transformar, desde la política de movimiento, la política parlamentaria.

Quizás sea oportuno contrastar, con fines heurísticos, su manera de ser y la de otros experimentos recientes latinoamericanos. Si lo suyo no era el «que se vayan todos», condenado a prescindir de una elaboración en el seno del movimiento, de una elaboración en el transcurso del movimiento de la forma y los contenidos deseados para el partido que debe oponerse al expolio y llevar a los órganos de gobierno la regeneración democrática exigida, tampoco sería, como en Venezuela, Bolivia e incluso Ecuador, la potencia inmanente al partido que lo aupase y/o mantuviese en la presidencia. En el caso argentino, su limitación a lo destituyente signó los desarrollos ulteriores: el partido que osaba enfrentarse al FMI y al Banco Mundial declarando ilegítima buena parte de la deuda, sólo pudo apoyarse en el movimiento dividiéndolo de manera fatal para éste, sin avanzar todo lo que se podía en la cuestión democrática. En el caso del movimiento inmanente al partido, la inmanencia se pagó al precio de una dependencia a la figura carismática del líder. Por otro lado, el ejercicio constituyente del movimiento fue lo que determinó, especialmente en Venezuela, que la regeneración democrática se diese en los términos de lo que, desde la «nueva izquierda» de los años sesenta y setenta, fue definido como una «democracia participativa»; el movimiento se convirtió en la carne misma de esta democracia, descentralizada por la pluralización hacia abajo de las instancias decisorias, incrustada empero en la estructura del partido, con sus conocidos vicios clientelares.

Frente a estos dos modelos, Argentina y Venezuela, la regeneración política como consecuencia indirecta del poder destituyente, y el ejercicio constituyente del movimiento limitado no obstante por la relación inmanente que establece con el partido, el movimiento de los indignados ofrece una alternativa. El movimiento es externo al partido que se espera. Procede siempre con desconfianza, y extremadamente celoso de su propia autonomía, en especial porque, al igual que los Occupy estadounidenses, apuntando al 99% sólo acepta que este porcentaje simbólico se constituya en forma de red. No hay inmanencia posible al partido o partidos con los que pueda avanzar hacia sus objetivos. Pero, tampoco existe una impugnación destituyente del calado y tenor que a finales del 2001 manifestaron los argentinos. Los indignados nacieron haciendo suyo el organigrama democrático: no dijeron «no votes», sino «rompe las normas de juego»; golpearon en la balanza de elites alternantes schumpeteriana: el «bipartidismo»; imaginaron y propusieron reformas electorales, democracias 2.0 y luego 4.0, todo ello con la ironía del «sé imposible, exige realismo» o el «no somos anti-sistema, el sistema es anti-nosotros». Hiper-identificándose con una democracia cuyo sentido volvían peligroso para los gobernantes, sin asimilarse al partido y estableciendo los mecanismos necesarios para no ser engullidos por éste, no se contentaron, sin más, con dejar hacer a la política de partidos. Tampoco a los sindicatos. En sus desplazamientos golpeaban en todas partes, activándolas; como una bola loca en un billar que lleva demasiado tiempo sin moverse.

II. Sindicatos.

En efecto, el 15 de octubre de 2011, al demostrar haberse constituido en un sujeto político capaz de perseverar a través de los acontecimientos, fueron los indignados quienes impusieron el inicio de una dinámica huelguista en la que los dos sindicatos mayoritarios se negaban entrar; o a la cual temían, desconfiados de no contar con el apoyo necesario, dada su baja popularidad. Cuando las burocracias de CCOO y UGT, empujadas también por el hecho de habérseles adelantado otros sindicatos minoritarios (CIG, LAB, CGT, CNT), se vieron obligadas a convocar el primer paro general el 29 de marzo del 2012, las redes ardieron entonces llamando a «tomar la huelga» y a redefinir esta herramienta histórica del obrerismo fabril. Se discutió una nueva tipología, la huelga metropolitana, que suponía todo un cambio estratégico, pero también una manera distinta de pensar el sujeto de la acción. Una serie de máximas la definen. No limitar el paro a las oficinas, tiendas y fábricas sino tomar la ciudad. No replegarse en aquellos lugares cerrados, sino irrumpir en el espacio abierto, cortando los flujos que ensamblan la economía; como, por ejemplo, las vías que conectan las distintas partes «externalizadas» de la empresa. No quedarse tampoco en el ámbito de la producción, máxime en un país con 25% de desempleo; incluir al consumidor, una huelga de consumo, también una huelga de los cuidados, invisibles y feminizados, y los trabajos no remunerados; no apuntar sólo al empleo. Se hablaba incluso de la necesidad de ir más allá de la idea de la huelga como paralización de los cuerpos en el espacio. Propusieron tomar la ciudad y aprovechar esa toma para activar el espacio urbano produciendo las infraestructuras necesarias para el devenir vecinal del movimiento. La metrópolis, decían los operaistas italianos, es al precariado, lo que la fábrica fue a los proletarios de antaño: topos del conflicto, lógica espacial a subvertir, pero también, el laboratorio, ahora a cielo descubierto, en el que experimentar con lo por-venir.

Así pues, declinación constituyente de la política de movimiento. Protagonismo de la creatividad, de su potencia, que elabora las condiciones de posibilidad -aunque sólo sea eso- de un reverdecimiento sindical aún por acaecer. Y, de la misma manera que las redes asumieron el protagonismo desatascando la inercia y ofreciendo alternativas con las que actualizar los planteamientos y esqueletos entumecidos del sindicalismo, sin renunciar a su autonomía y heterogeneidad con la política de partidos, están haciendo posible hoy la aparición de nuevas formaciones electorales.

III. Partidos

El bipartidismo estatal contra el cual las plazas se levantaron hace un año y medio, ya es historia. Tan sólo permanece en la distribución presente de los escaños, como anacrónica representación e ilusión de un electorado inexistente. El hundimiento del PSOE, que no vislumbra recuperación, nada más que se ve eclipsado por la fulgurante caída del PP. Según el barómetro del CIS de julio de 2012, un 17,1% declaraba que votaría al PSOE, el 18,2% al PP; en noviembre del 2011 lo habían hecho el 19,6% y el 30,4% del electorado (el 28,8% y el 44,6%, substraída la abstención del cómputo). Por todas partes brillan las señales que anuncian la ruptura de la unidad de voto de la derecha. La casi excepción ibérica, puede llegar a su fin. Tras los descomunales recortes ya aprobados para el próximo año (para empezar, 40.000 millones en los presupuestos generales; 1/9 del total), no sería de extrañar que, como en tantos otros países de su entorno, ni siquiera el giro del centro-derecha hacia posturas aún más conservadoras pueda evitar la aparición de importantes «tea parties» radicalizados y nuevos fascismos.

En Austria la suma del FPÖ y el BZÖ llegó a alcanzar en el 2008 casi el 30%, el mismo resultado que detentan hoy los ultra-conservadores suizos. Antes de la matanza en la isla Utøya, la derecha más xenófoba obtenía en Noruega el 23% de los votos; en Francia, Finlandia, Holanda y Hungría, están entre el 15 y 20%; el 14% en Dinamarca; casi el 13% en Lituania; el 10% en Bulgaria e Italia. No resulta exagerado decir que, si la extrema derecha no ha encontrado todavía la manera de hacerse fuerte en el estado español, esto se debe en buena medida, y por añadido al efecto disciplinador del PP como casa de todas las derechas, a la potencia del movimiento de los indignados y a la manera en la que esta potencia ha sido gobernada por los propios activistas y redes. No sólo ofreció una terapia colectiva con la que combatir el nihilismo, un lugar para el apoyo afectivo y la empatía, y si acaso fugaces pero recurrentes ocasiones para albergar la esperanza, sino que en su rechazo a proyectarse como una dicotómica lucha de posiciones violentamente enfrentadas, evitó cualquier posibilidad de colocarle enfrente, trinchera contra trinchera, una potencia reactiva que dividiese la respuesta a la crisis, como ha ocurrido en Grecia: de un lado, la izquierda democrática renovada (Syriza), del otro, y según las encuestas convertida en la tercera fuerza política, duplicando con un 14% la intención de voto del PASOK, la expresión más extrema de la derecha anti-democrática (el neo-nazi Amanecer Dorado).

No se trata de crear bandos, ni de dar jaque mate al enemigo, sino de sustraerle capacidad de movimiento al deslegitimarlo. Eso es lo que estaba en juego en octubre del 2012, con los rodeos del Congreso, que jamás pretendieron ocuparlo, sino demostrar que la democracia y la soberanía no residen ni allí ni en ningún otro edificio público, pues han migrado hacia a otros lugares. Ni toma del Palacio de Invierno, ni largo avance en una guerra de posiciones gramsciana, sino à la Deleuze y Guattari, el despliegue de las líneas de fuga. No permanecer demasiado tiempo en la posición que los vuelve fácilmente manejables. Volverse inasignables para estar en todas partes, como los árabes de Lawrence. El atmosférico juego chino del go y no las blancas contra las negras en el tablero de ajedrez, tal es la estrategia destinada a propiciar una revolución de la democracia por medios democráticos. El discurso, como estrategia lingüística, también es importante. Los indignados no son de derechas, tampoco de izquierdas: son «los de arriba contra los de abajo». No son antisistema, son los demócratas que una y otra vez revelan el carácter antidemocrático de quienes gobiernan. En sus máximas, la inclusividad, la pluralidad, y en la templanza del «ir despacio para llegar lejos», buscan sofocar el aire que respiran todos los antagonismos, reduciendo así a su mínima expresión la posibilidad de oponer unas poblaciones contra otras. El 99% es la política que arrincona la definición belicista de Carl Schmitt, buscando vaciar el 99% del campo político de excusas con las que activar la polaridad amigo/enemigo. En este sentido, si así se quiere, puede considerarse como una especie de katechon secularizado. Pero, ya lo hemos dicho, mucho más que un freno, su ejercicio es constituyente; tanto por el trabajo que realizan en sí mismos, reinventando la política de movimiento, como al rebotar en todas las otras partes.

Ahora bien, es necesario traducir su creatividad y circunstancial victoria en las redes y en las calles y llevarla hasta las instituciones estatales. Traducir no es copiar o mimetizar, sino cambiar de un medio a otro cierta expresión, pasar de una lenguaje a otro, con otras palabras y gramáticas. La lógica, las reglas, las formas, la estrategia que el movimiento resume en el icono del 99%, no puede ser la misma que la que hagan suya los partidos políticos que busquen actualizarse dando respuesta a sus enseñanzas. Ambas políticas son heterogéneas, distintos sus juegos y las racionalidades implicadas. En los parlamentos, ganar, en su acepción más estrecha, pero no por ello falsa, significa alcanzar una minoría mayoritaria. Y no obstante, el modo estratégico del 99% es, en efecto, lo que resume aquello que ha sido reinventado como democracia. Dicho de otra manera, si los partidos quieren estar a la altura del reto democrático planteado por el movimiento, al ganar deben proceder a reformar las estructuras del estado para dar cabida a esa nueva democracia del 99%, que ya existe en el ciberespacio y las calles. Para ello, no es recomendable ni el modelo argentino ni el venezolano. De nada sirve la exterioridad absoluta, pues el movimiento ha de ser performativo; de nada la inmanencia, pues confunde el partido con el movimiento, el movimiento con el estado, y éste con la democracia. En la autonomía del movimiento y la capacidad recombinante entre heterogéneos, está la clave. Dicho con otras palabras: «Syriza» es necesaria.

IV. Naciones.

Fuera de Grecia «Syriza» no remite tanto al orden de lo real como a lo simbólico. Syriza es la imagen de una posible salida democrática a la crisis. Es el nombre del partido que somete la crisis a la voluntad del demos; que aprende contabilidad, que impulsa las auditorías democráticas de la deuda y dice no a las oligarquías financieras. Ahora bien: así como el Bloco de Esquerdas puede aspirar a convertirse en una Syriza portuguesa, lo que no habrá es una Syriza española, jamás un único partido que cumpla su función en el territorio actual del estado español. Hace falta una articulación más compleja entre la política de movimiento y los nuevos partidos de izquierda -o, en su caso, los viejos que desean renovarse- que proliferan de manera muy distinta en los territorios peninsulares. Parece difícil que «Syriza» pueda surgir en Andalucía o Asturies, por ejemplo, muy lejos de la órbita de Izquierda Unida. Es poco probable que en Galiza, Catalunya y Euskadi pueda hacerlo sin los nacionalistas de izquierdas. Por otra parte, éstos últimos no podrán avanzar sino es abriéndose a la política de movimiento y a la pluralidad de las formas de vida que expresan, y que ni de lejos pueden enmarcarse en los estrechos moldes con los que usualmente se imaginaba, como unidad homogénea, la nación. La nación de la multitud, parafraseando a Raimundo Viejo, ha de ser una multitud de naciones. Las arenas recientemente removidas de la izquierda independentista catalana, Bildu en Euskadi, AGE en Galiza y quizás en lo sucesivo el BNG, suponen aperturas en la política de partidos, sin las cuales, digámoslo ya, no podrá haber nada como un fenómeno Syriza en sus respectivas porciones del Suroeste continental.

Claro que la apertura del nacionalismo al poder constituyente de un movimiento plural y pluralizador, todavía debe ser más amplia. No puede ensamblarse la nación del siglo XXI con las herramientas conceptuales heredadas del XIX. Urge dejar atrás la lógica estado-céntrica y los proyectos de normalización social fundados sobre concepciones étnicas. No hay nada que normalizar en la cultura, en el sentido de devolver a la norma, como una prótesis corrige la desviación ortopédica. Lo propio de la cultura es su monstruosidad, la continua traición a su esencia. Al acercarnos al criterio de normalidad de un viviente o de una formación cultural, haríamos bien en proceder como Canguilhem: sin equiparar lo normal con la corrección, con la restauración de un estado o principio primigenio, como el retour à la normale a la vuelta del 1968. Muy por el contrario, por normal cabe definir la propia capacidad de crear normas nuevas para situaciones cambiantes. Lo normal como capacidad normativa y no como ortopedia normalizadora. Lo cual, si bien descarta las políticas de normalización nacional conforme a una esencia, en modo alguno quiere decir que el derecho de autodeterminación carezca de sentido. De hecho, el debate acerca de lo que la independencia significa, puede brindar la oportunidad para imaginar nuevas normas estatales, nuevas formas de soberanía en respuesta a los fenómenos de globalización que están volviendo obsoletas las viejas formas.

La condición sine qua non para que tal ejercicio creativo tenga lugar, es que el problema no se cierre alrededor de la cuestión de la soberanía nacional, sin ver nada más allá de ella. Hasta ahora la independencia ha sido planteada siempre en los términos de llegar a ser un estado en Europa. Paradójicamente, es de esa misma Europa en la que se quiere seguir o entrar, parte de aquello de lo que hay que independizarse. No hay lugar para las «Syrizas» en una Europa que, como se pudo constatar en las últimas elecciones griegas, las tiene vetadas de iure y de facto.

V. Europa.

El planteamiento que restringe las opciones a o bien irse del euro y recuperar así la política monetaria nacional, o bien quedarse en Europa intentando cambiarla desde dentro, reduce los posibles a una falsa alternativa. Hasta que no nos libremos de ella poco podremos hacer. Ha llegado a su agotamiento el discurso de la «Europa de los pueblos», entonado por tantos y con tan diferentes acentos. Pero también se consume el impreciso alegato que contraponía la «Europa de los movimientos» a la «Europa del capital». A la luz de la crisis actual y lo que revela acerca del concierto europeo, ambos discursos fracasan a la hora de proponer el tipo actores necesarios para dar un arreglo institucional a la polvorienta balanza hoy en ruinas.

Y Europa es eso: una balanza. Desde mediados del siglo XVII, con la Paz de Westfalia y el ius publicum europearum, se constituyó como el mecanismo de equilibrio por el cual las potencias se compensaban mutuamente. La balanza era el testimonio de la renuncia al viejo sueño imperial, en persecución del cual se acumulaban siglos de guerras entre las coronas cristianas, en pugna por hacerse con el trono de un Imperio Romano reunificado bajo la cruz y el escudo de armas. Desde entonces, una y otra vez se ha desequilibrado la balanza, terminando por reventar y habiendo de recomponerla con ingenio, nunca igual a como era antes. Las quiebras son conocidas. Vestido de César, Napoleón arremetió contra ella reactivando la ambición imperial en nombre de los universales ilustrados; más adelante, el Reich hitleriano ofreció su macabra versión racista. Pero no todas las rupturas de la balanza proyectaron sobre Europa la sombra militar del imperio. Con el auge de la industria, Inglaterra pudo hacerlo sin recurrir a las armas, limitándose a utilizarlas -no menos sangrientamente- en las colonias, imponiéndose sobre el continente mediante el control comercial de las relaciones mundiales. Hoy, el desequilibrio que arruina la balanza vuelve a ser económico, en este caso, de tipo financiero.

¿Qué es la Unión Europea sino la balanza que surge de un pacto entre el Norte, de una parte, y el Sur y luego el Este, de la otra? Como contrapartida de su dominio, el eje franco-alemán prometía contribuir a financiar el crecimiento del Sur y del Este hasta igualar unos países con otros. Una vez extrapolada vía Wall Street la crisis estadounidense al Sur europeo, rota por consiguiente la relación de simbiosis entre las partes europeas, el pacto constitutivo de la nueva balanza fue, implícitamente, rescindido. Este fue el principal efecto de lo que numerosos analistas europeos no dudaron en calificar como un ataque, una forma no declarada de «guerra económica» de los Estados Unidos a su principal competidor y aliado. El Sur fue obligado a pagar masivamente y sin moratoria, pudiendo otros postergar sus pagos. Los grandes acreedores europeos exigieron la devolución de sus capitales; los gobiernos del Norte quisieron blindarse para evitar que la crisis emigrase hasta sus estados; el Sur se precipitó en la conocida espiral de recortes que incrementan la deuda que exige nuevos recortes. De esta manera, las finanzas se convertían en el exacto opuesto a lo pretendido y pactado: ya no eran el mecanismo que garantizaba el equilibrio igualando solidariamente los territorios, sino lo que rompía la balanza al enfrentar a los unos contra los otros, terminando pop reducir al Sur europeo a poco más que un status de servidumbre, saqueado con el beneplácito de sus oligarquías políticas autóctonas. El Sur pasó a ser, además, el lugar donde las formalidades presuntamente democráticas de la representación, podían ser negadas. Por su bien, se convirtió en el espacio donde era legítimo negarle al demos toda capacidad de decidir sobre lo que estaba en juego. El aborto de referendum de Papandréu es tan sólo un ejemplo.

Enfrentados al espectáculo del expolio, contemplamos como las promesas se convierten en amenazas. Los violines de Beethoven resuenan chirriantes en este teatro de pesadilla orwelliana; en él, quienes se ahogan temen más que nada, mucho más que su propio hundimiento, ser «rescatados». Aunque la orquesta siga tocando el «Himno a la Alegría», Europa está virtualmente rota. Ya no hay balanza, sólo traición al pacto. Sostener que no hay lugar para las Syrizas en esta Europa, es lo mismo que afirmar que no hay lugar para un Sur democrático. Para él, los insultos de regusto colonial. En efecto, como supo captar Roberto Dainotto, la diferencia colonial con la que los europeos se proyectaban en el mundo desde 1492, pasó a definir, a mediados del XVIII, dos latitudes en el viejo continente. La idea de una Europa del Sur aparece por primera vez en escritores como Montesquieu, para quien los factores climáticos determinan el modo de ser de los pueblos y sus instituciones políticas. Vagos, ineficientes, corruptos, de pasiones incontroladas, los mismos estereotipos empleados para designar a los no-europeos y explicar sus crisis políticas y económicas, fueron empleados de nuevo para referirse a los «P.I.G.S.».

Hay que hacer con la idea norteña de una «Europa del Sur» lo que el movimiento LGTB ha hecho con la palabra queer («rarito»), o el movimiento «negro» con el color imputado a sus cuerpos. No se trata de enfrentar las latitudes entre sí, sino de desmontar el propio mecanismo en lo que tiene de straigth y racista, conservando no obstante un Sur sin esencia pero con realidad política. Si Europa está rota, si la balanza está quebrada, y europeísta es el que anhela que Europa vuelva a ser posible, no puede más que esforzarse por construir una balanza nueva. Esa balanza ha de resolver los problemas del pasado. Por cierto, al tiempo que la recesión viaja al Norte, un Plan Marshall à la europea parece cada vez más improbable. Si el Sur quiere reconstruir sus territorios políticos y económicos cada vez más devastados, tendrá que coordinarse. Y al hacerlo debe cobrar cuerpo como actor político. Ese actor, como coordinación transnacional y no mera colección de estados, es el que debe de ser incorporado como pieza de la nueva balanza.

VI. El Sur.

Para obtener un equilibrio más o menos democrático a nivel continental, es necesario sumar al actor francés, al actor alemán y al limial actor británico, otros de nuevo cuño, países más pequeños organizados en clusters. El típico slogan de la Europa de los Pueblos que imagina su nación -sea ésta España, Galiza, Euskadi, etcétera– libre en el seno de la Europa hoy convaleciente, tiene tan poco sentido como lo tendría una Syriza que quisiese jugar su baza de gobierno de igual a igual frente a sus acreedores. La cuestión hoy comienza a ser el Sur, y quizás mañana llegue a serlo el Este; constituir la Europa del Sur como comunidad económico-democrática que sea parte de la balanza, de la misma manera que desde 1989/1990, lo que antes eran dos estados, se conduce como uno sólo: la Alemania reunificada.

No se trata, empero, de crear un Sur estatal. No hace falta. El mundo en el cual la soberanía era sólo nacional y homogénea en todo su territorio, hace tiempo que ha pasado a la historia. El sujeto de la soberanía se constituye en la intersección de derechos heterogéneos, los derechos civiles y los derechos humanos, con distintas coberturas, organizados según principios disímiles y garantizados por instituciones de naturaleza tan dispar como los estados-nación y las agencias transnacionales. La propia soberanía se fracciona, o como diría Aihwa Ong, se gradúa, dando lugar en el seno de una misma unidad política a una variedad de formas de gobierno, distintos regimenes legales, zonificaciones económicas especiales, con prácticas gubernamentales diferentes, otros derechos, incluso permitiendo la convivencia de varios textos constitucionales bajo un mismo estado. Por lo demás, la globalización es inseparable de un proceso de «regionalización» supraestatal concretado en alianzas que una y otra vez desbordan los contornos estatales y sus capacitaciones de antaño. Esta es la lógica con la que funciona un mundo en el que, sin duda, perviven los dinosaurios. Artur Mas es uno de ellos. Poco antes de las elecciones que han determinado lo que posiblemente sea el comienzo de su fin, el President de la derecha independentista catalana hacía suyo el discurso colonial: «Com a Europa, el nord s’ha cansat del Sud». Catalunya sería libre en la Europa de dominio norteño. Pero por mucho que uno desee blanquearse la piel, no puede evitar los problemas hasta aquí señalados.

La huelga transnacional del 14 de noviembre de 2012 fue la primera celebración de la posibilidad de la Europa del Sur que aquí proponemos instituir para reconstruir la balanza. Las multitudes abarrotaron las calles de las ciudades de las penínsulas ibérica, itálica y griega. También hubo manifestaciones en Irlanda, que como es bien sabido, no queda al Norte. Y es que no puede ser éste, como en Montesquieu, un concepto esencial de raíz geográfica. El Sur existe en su descentramiento. Hay sures corporales, un Sur del género, sures del deseo sexual, Sur según el nivel de ingresos o el color de la piel, y por supuesto, un Sur del pensamiento, si es que éste puede residir en algún otro hemisferio. En verdad, el 14N hizo brotar manifestaciones en todos los países europeos. El Sur está en todas partes, también en Alemania. Se expresa y habla en el mundo, pero no como universalidad, sino, para decirlo con Ramón Grosfoguel, como pluriversalidad. La democracia del 99% es la potencia que capacita todos los sures en su emergencia, creando instituciones para albergarlos. La democracia viene del Sur. Nada tiene que ver con lo que hasta ahora se nos ha dicho que era, y es ya una cuestión global, planetaria.

No os olvidamos.

Seguimos tomando lecciones de lo que desde Chiapas nos habéis enseñado.

Santiago de Chile, 26 de noviembre de 2012.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.