Una vieja película de la primera década del siglo XXI: eso es, en realidad, la primera década del siglo XXI. Pero habrá que esperar unos años, e introducir algunas transformaciones radicales, para que nuestros vestidos y nuestras ideas nos parezcan de época . El cine nos permite percibir, como escribía hace unos días Asor Rosa […]
Una vieja película de la primera década del siglo XXI: eso es, en realidad, la primera década del siglo XXI. Pero habrá que esperar unos años, e introducir algunas transformaciones radicales, para que nuestros vestidos y nuestras ideas nos parezcan de época . El cine nos permite percibir, como escribía hace unos días Asor Rosa en Il Manifesto , todo el ridículo trágico de los discursos de Mussolini desde el balcón del Palacio Venecia en la Roma de los años veinte. «¿Cómo es posible que, ante un espectáculo así, la muchedumbre que atestaba la histórica plaza, en lugar de aclamarlo rabiosamente, no lo despachara de inmediato con una carcajada colosal?», se pregunta el periodista italiano. Es que entonces Mussolini estaba en el mismo mundo que los que lo aclamaban; juntos, de hecho, formaban el mundo dentro del cual las palabras del fascismo, lejos de sonar altisonantes y vacías, recogían y consolidaban una realidad seria, evidente e incontestable. Mussolini fue sacado de ahí no por el tiempo -ni siquiera por el cine, para el que todo es siempre ya pasado- sino por el antifascismo, la resistencia y la guerra.
Esa atmósfera compartida que Gramsci llamaba «hegemonía» no se agota en los medios coercitivos o fraudulentos con los que se construye: evidencias ancladas en la experiencia del mercado laboral, monopolio de las imágenes y las frases, saturación digestiva de las mercancías. Una vez se ha formado, porque se han formado allí, todos corren a sostenerla, de manera que el aire mismo se reproduce por aclamación o por votación. El mundo real, aunque no sea ni bueno ni verdadero, tiene siempre la ventaja de que es real, y se impone -y lo reclamamos- precisamente por eso: su realidad es el campo gravitatorio que nos atrae de manera irresistible y hacia el que nos lanzamos con entusiasmo. Mussolini estaba en el mundo y nadie se reía de él. Por el mismo motivo, en los periódicos de Europa resulta hoy mucho menos risible Berlusconi, que se burla de sus votantes, cuando no los acosa sexualmente, que el presidente de Venezuela Hugo Chávez, aunque cumpla sus promesas electorales; y parecen mucho más reales, mucho más consistentes, mucho más maduras las complacidas adolescentes manoseadas por el sátiro que las amas de casa cincuentonas, tocadas de gorra roja, que blanden en las calles de Caracas la constitución bolivariana. Fuera del agua, ni las verdades ni los peces sobreviven; fuera de la atmósfera, ni la sensatez ni los cuerpos tienen peso. ¿Cuál es el «mundo» europeo del año 2009? Digamos que la intersección estadística entre el PP y el PSOE; es decir, ese 70% de leyes votadas de común acuerdo en el parlamento de la UE durante la última legislatura; ese 70% de afinidad (una visión de la banca, el trabajo, la educación, la inmigración) refrendado en votación el pasado 7 de junio por los electores.
Fuera de ese mundo, ¿qué hay? ¿La sensatez, la ética, la lucha? ¿O el no-mundo? ¿O las dos cosas juntas? Si la realidad realiza sin escrúpulos todo lo que toca, la irrealidad irrealiza por igual cuanto se precipita en su vacío. La ausencia de mundo tiene consecuencias trágicas para los que viven en ella.
En ausencia de mundo, todo es polemós . Cuanto más se enrarece el aire más se enrarece el aire; cuanto menos poder hay en juego, con más saña se disputa.
En ausencia de mundo, todo es psicología. Cuanto menos decidimos los conflictos reales, más se activan nuestros egos; cuanto menos se puede intervenir en las causas, más intervienen los motivos .
En ausencia de mundo, todo es doctrina. Cuanto menos puede ponerse a prueba, más se carga uno de razón ; y cuanta más razón tiene uno, menos se negocia.
En ausencia de mundo, todo es voluntad. A mayor impotencia, mayor susceptibilidad; a mayor semejanza con el compañero acósmico , mayor obstinación en distinguirse de él.
Reconozcamos que el problema de la izquierda europea es que no tiene mundo. Que carezca de él tiene que ver, claro, con una derrota histórica, pero una de las consecuencias de su ausencia es precisamente que, una vez sin él, el acosmismo escoge y acelera su propia ingravidez, también porque, en estas circunstancias, sólo puede pesarse , como lo demuestra la deriva de IU, del lado malo. Eso ha pasado en España en las recientes elecciones europeas. Al menos cuatro fuerzas de izquierdas decidieron presentar su candidatura, para desesperación de los asnos de Buridán que nos hemos quedado paralizados frente a ellas. Pero este acto, que podría interpretarse ingenuamente como un abandono del acosmismo, en realidad ha sido todo lo contrario. IU, II, IA y el PCPE, al presentarse a las elecciones aceptaban en mayor o menor medida renunciar a la realidad del balcón mussoliniano; lo hacían dando por perdidos, como no podía ser de otro modo, los 20 millones de votos potenciales dirigidos a la intersección cósmica PP-PSOE. Lo hacían, por lo tanto, aceptando también -y esto quizás sí podía ser de otro modo- disputarse entre ellos los tres millones residuales, sin conexiones, que flotan a la deriva, como todos nosotros, lejos del mundo. Presentarse a las elecciones, fuese o no una buena idea, significaba renunciar públicamente al mundo; significaba resignarse, sí, a hacer campaña en intersticios cerrados y habitaciones mal ventiladas. Presentarse además por separado, significaba -como así ha ocurrido- remedar fuera del mundo, sin poder intervenir en él, a pequeña escala y entre aliados potenciales, la campaña electoral que los grandes partidos capitalistas han escenificado a la luz del día (de los grandes medios de comunicación). Al final, hemos tenido dos campañas idénticas, paralelas, en el espejo, muy reñidas ambas; sólo que una real (en una realidad abierta muy mala) y la otra irreal (en una irrealidad cerrada que, a fuerza de imitar la realidad mala, tampoco ha invitado mucho a la esperanza). En una, el PP y el PSOE se disputaban con electoralismo y mezquindad los votos reales de la mayoría; en otra, IU, IA, II y PCPE se disputaban, también con electoralismo y también a veces con mezquindad, los votos irreales de la minoría. La diferencia entre la realidad y la irrealidad, en cualquier caso, no tiene nada que ver con la verdad o la ética; es que la realidad siempre parece seria y la irrealidad da siempre un poco de vergüenza.
Como dice Belén Gopegui, el pesimismo puede ser de izquierdas, pero el desánimo nunca. Pero pesimismo: no cabe otro mundo real dentro de éste; no cabe tampoco una realidad fuera del mundo. Pero sin desánimo: una realidad debe desplazar a otra, a codazos, a empujones, por debajo de la línea de flotación; y conviene, claro, que todos empujemos en la misma dirección.
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