Traducido para Rebelión por Susana Merino
Muchas personas, sobre todo en la izquierda, creen que se modificará el euro. Que pasaremos del actual euro de la austeridad a un euro finalmente renovado, progresista y social. Eso no sucederá. Basta pensar, para darse cuenta, en la inexistencia de alguna quita política en el actual inmovilismo de la unión monetaria europea. Pero esa imposibilidad se sustenta en un argumento mucho más sólido que puede enunciarse con un silogismo.
Premisa principal: el euro actual es el resultado de una construcción que, también intencionalmente, ha producido el efecto de dar todas las satisfacciones posibles al mercado de capitales y estructurar su injerencia en las políticas económicas europeas.
Premisa secundaria: cualquier proyecto de significativa transformación del euro es ipso facto un proyecto de desmantelamiento del poder de los mercados financieros y de expulsión de los inversores internacionales del campo de elaboración de las políticas públicas.
Por lo tanto en conclusión:
1) los mercados no dejarán jamás que se conciba ante su mirada un proyecto cuya evidente finalidad es sustraerles su poder disciplinario.
2) Apenas tal proyecto comenzara a adquirir una brizna de consistencia política y alguna posibilidad de ponerse marcha, se desencadenaría una especulación y una crisis de mercado tan aguda que no dejaría tiempo para que llegase a institucionalizarse una construcción monetaria alternativa y la única salida posible, en caliente, sería volver a las monedas nacionales.
En la izquierda «que todavía cree» solo queda elegir entre la impotencia indefinida… o el advenimiento de lo que pretende evitar (la vuelta a las monedas nacionales) apenas su proyecto transformador del euro comenzase a tomarse en serio. Es necesario por lo tanto aclarar qué es lo que entendemos aquí por «la izquierda»: no es ciertamente el partido socialista (PS) francés, que actualmente mantiene con la izquierda exclusivas relaciones de inercia nominal, no es la masa indiferenciada de los europeístas que, silenciosa o bendecida durante dos décadas, descubre ahora los defectos de su objeto predilecto y reconoce con desaliento que podría hacerse añicos. Pero un períodp tan largo de santo estupor intelectual no se recupera en un abrir y cerrar de ojos. Y así la carrera hacia las anclas de salvación ha comenzado con la dulzura de un despertar en plena noche con una mezcla de débil pánico y de absoluta falta de preparación.
Contra la moneda única
En verdad, las descarnadas ideas en las que el europeísmo afianza sus últimas esperanzas se han convertido en palabras vacías: títulos del Estado europeo (eurobond), «gobierno económico» o aún mejor el «rebote democrático hacia adelante» de Francois Hollande-Angela Merkel, que sentimos como el himno a la alegría, débiles soluciones de un pensamiento digno del acorazado Potemkin que no habiendo querido profundizar nada corre el riesgo de no entender nada. Puede ser, sin embargo que se trate no tanto de comprender sino de admitirlo. Admitir finalmente la singularidad de la construcción europea que ha sido una gigantesca operación de sustracción política.
Pero ¿qué es lo que se ha sustraído exactamente? Nada menos que la soberanía popular. La izquierda de la derecha, convertida como por azar en europeísta desatinada, se reconoce por otra parte por cómo se le eriza el pelo cuando escucha la palabra soberanía inmediatamente reducida a un «ismo», soberanismo. Lo extraño es que «esta izquierda» no concibe ni por un instante que «soberanía» entendida en primer término como soberanía del pueblo es simplemente otra forma de nombrar a la democracia misma. ¿No será que diciendo «democracia», estas personas tienen otra cosa en la cabeza? En una especie de confesión involuntaria, en todo caso, el rechazo a la soberanía equivale a un rechazo de la democracia en Europa. El «repliegue nacional» se convierte entonces en el espantapájaros destinado a hacer olvidar esta pequeña ausencia. Se alza un gran clamor por un frente nacional por el 35% sin preguntarse si este porcentaje -que es efectivamente alarmante- no tiene por casualidad algo que hacer, y hasta mucho que hacer con la destrucción de la soberanía, entendida no como exaltación mística de la nación sino como la capacidad del pueblo a decidir su destino.
¿Qué queda en efecto de esa capacidad de construcción que ha elegido deliberadamente neutralizar, por vía constitucional, las políticas económicas -de balance y monetarias- sometiéndolas a las reglas de conducta automáticas incluidas en los tratados? Los defensores del «sí» al Tratado Constitucional Europeo (TCE) de 2005, habían simulado no ver que el principal argumento del «no» estaba en la parte III, adoptada después de Maastrich (1992), Ámsterdam (1997) y Niza (2001) pero que repetía través de todas esas confirmaciones, el intrínseco escándalo de la sustracción de las políticas públicas del criterio fundamental de la democracia: la exigencia de ponerla en juego y de una permanente reversibilidad.
Porque no hay nada que poner en juego, ni siquiera de poner en discusión cuando se ha elegido escribirlo todo de una sola vez en tratados inamovibles. Política monetaria, uso del instrumento presupuestario, nivel de endeudamiento público, formas de financiación del déficit: todas estas piezas fundamentales fueron esculpidas en el mármol.
¿Cómo se podría discutir sobre el nivel de inflación deseado cuando este último ha sido confiado a un Banco central independiente y puesto al margen de todo? ¿ Cómo podría decidirse una política presupuestaria cuando su saldo estructural ha sido predeterminado (balance equilibrado) y se ha fijado un techo para su saldo corriente? Cómo se puede repudiar una deuda si los estados pueden recurrir para su financiamiento al mercado de capitales?
Lejos de proveer la aunque mínima respuesta a estos requerimientos, y hasta con la aprobación implícita que el dan a este estado de cosas constitucionalidad, los hallazgos del concurso para encontrar las mejores soluciones europeístas han eludido sistemáticamente el meollo del problema.
La pompa de jabón
Uno se pregunta qué sentido podría tener la idea de «gobierno económico» de la eurozona, esa pompa de jabón que propone el PS, cuando ya no hay nada que gobernar, desde el momento en que toda la materia gobernable ha sido sustraída a cualquier proceso decisional por haber sido blindada en los tratados.
Como simple ejercicio intelectual, admitamos solo hipotéticamente la existencia de una democracia federal europea plenamente en regla, con un poder legislativo europeo digno de ese nombre, obviamente bicameral, dotado de todas las prerrogativas, elegido por sufragio universal, como el ejecutivo europeo (del que no se prevé que forma podría tener).
La pregunta que se plantearía a todos los que sueñan con «cambiar Europa para superar la crisis» sería la siguiente; ¿son capaces de imaginar que Alemania se sometería a las leyes votadas por las mayorías europeas si por casualidad el Parlamento soberano decidiese volver a manejar el Banco Central, haciendo posible la financiación monetaria de los estados o la superación del techo del déficit de la balanza?
Dadas las características generales de este argumento, agregaremos que la respuesta – obviamente negativa – sería la misma y en este caso lo esperamos, si la misma ley de la mayoría europea impusiese a Francia la total privatización de la Seguridad social. Quién sabe como habrían reaccionado los demás países si Francia hubiese impuesto a Europa el propio sistema de protección social como lo hizo Alemania con el ordenamiento monetario y como si lo hizo esta última como condición imprescindible…
Será necesario pues que los arquitectos del federalismo terminen por acordarse de que las instituciones formales de la democracia no agotan sin embargo el concepto y que no existe democracia viva, ni es posible sin el trasfondo de un sentimiento colectivo, el único capas de obligar a aceptar a las minorías las leyes de las mayorías. Pero estas son la clase de cosas que los altos funcionarios – los economistas – desprovistos de la menor cultura política, pero que conforman lo esencial de la representación política nacional y europea, son incapaces de ver. Esta pobreza intelectual nos conduce por lo general atener estos monstruos institucionales que ignoran el principio de soberanía y que «el rebote democrático hacia adelante» es ya incapaz de comprender como ese sentimiento democrático común es una condición esencial muy difícil de satisfacer en un contexto plurinacional.
El control de los capitales
Una vez recordado que la vuelta a las monedas nacionales permitiría satisfacer estas condiciones y que además es técnicamente practicable siempre que sea acompañada por algunas medidas ad hoc (en especial el control de capitales) estaremos en condiciones de no dejar completamente de lado la idea de hacer algo en Europa.
No una moneda única porque esta supone una construcción política auténtica aún fuera de nuestro enfoque. Sino una moneda común, lo que sería factible. En tanto los argumentos válidos para sostener alguna forma de europeización quedan pendientes siempre que los inconvenientes no superen las ventajas.
El equilibrio se encuentra en cambio no en la moneda única sino en una moneda común, es decir un euro representado nacionalmente: euro-francos, euro-pesetas, etc. Imaginemos este nuevo contexto en el que las denominaciones nacionales del euro no son directamente convertibles hacia el exterior (en dólares, yuanes, etc.) ni entre sí. Todas las convertibilidades, externas e internas, pasan por un nuevo Banco Central europeo que actúa como oficina de cambios, pero sin ningún poder sobre la política monetaria. Este último sería restituido a los bancos centrales nacionales y serán los gobiernos los que decidan retomar su control. La convertibilidad externa reservada al euro, se efectuaría como clásicamente en los mercados de cambio internacionales, por lo tanto con tasas fluctuantes, pero a través del Banco Central europeo (BCe) que será el único organismo a quién la deleguen los agentes (públicos y privados) europeos. Mientras que la convertibilidad interna, la de los representantes del euro entre sí se realizará solamente en la ventanilla del BCE con paridades fijas decididas por el nivel político. Nos desembarazaremos así de los mercados de cambio intra europeo que eran el centro de las crisis monetarias recurrentes en la época del Sistema monetario europeo y estaremos, al mismo tiempo, protegidos de los mercados de cambio extra europeos por intermedio del nuevo euro. Es esta característica la que le da fortaleza a la moneda común.
El economista Frederic Lordon es autor del libro La crise de trop. Reconstruction d’un monde failli, Fayard 2009.
Traducido del francés al italiano por Francesca Rodriguez.
Copyright Le Monde diplomatique/il manifesto. El artículo es un extracto del análisis de Fréderic Lordon publicado en el número de agosto de 2013 de Le Monde Diplomatique
Fuente: http://www.ilmanifesto.it/area-abbonati/in-edicola/manip2n1/20130807/manip2pg/07/manip2pz/344148/
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