Con bombos y platillos, los líderes europeos anunciaron ayer un nuevo plan de salvamento para Grecia. Y me pregunto, ¿a quiénes pretenden salvar? ¿A los casi 11 millones de griegos a los que les están endosando una nueva deuda de más de 24.000 euros per cápita que sumada a la anterior llega a más de […]
Con bombos y platillos, los líderes europeos anunciaron ayer un nuevo plan de salvamento para Grecia. Y me pregunto, ¿a quiénes pretenden salvar? ¿A los casi 11 millones de griegos a los que les están endosando una nueva deuda de más de 24.000 euros per cápita que sumada a la anterior llega a más de 41.000 euros por habitante? ¿O a las 100, 200 o 500 multinacionales que manejan el mundo a través de sus representantes los gobernantes, en este caso de Grecia y a los bancos asociados que nuevamente usufructúan de la situación en su carácter de intermediarios entre unos y otros?
¿Qué es Grecia? Una abstracción, una entelequia, ¿su constitución y sus leyes? ¿Sus edificios? ¿Su plaza Syntagma? ¿Su maravilloso rosario insular? No. Solo los griegos son su carne y su sangre y únicas víctimas de los desatinos de una clase dirigente que no se resigna a perder sus privilegios y tampoco asume la enorme responsabilidad que le han delegado sus conciudadanos a través de una democracia que viera precisamente la luz en sus confines.
Una democracia que nació en el ágora de Atenas, que además de ser centro comercial, social y político era el lugar de reunión de los habitantes de la urbe, es decir el centro vital de la ciudadanía, en que se discutían los problemas de la comunidad y se consensuaban las leyes que luego sancionaría la Asamblea.
Y sin embargo qué olvidadas han quedado las precursoras leyes de Solón que, casi 600 años antes de Cristo preveían ya la emancipación de las clases más postergadas, la prohibición de la esclavitud, la cancelación de las hipotecas a los agricultores más pobres, la limitación de la extensión de la propiedad privada o las de Clístenes conocido como el padre de la democracia ateniense que otorgaban nuevos y amplios derechos a todos los ciudadanos sin distinción de origen y por las que en consecuencia cualquier ciudadano podía ser elegido para integrar la Asamblea a la que debían someterse los proyectos de ley que luego aplicaría el Consejo gobernante. Una democracia que alcanzó su mayor desarrollo en la época de Pericles (461-429 A.C.) en la que no era posible transformase en déspota porque toda política estaba condicionada por la aprobación de la Asamblea y porque además los miembros del gobierno podían ser fácilmente destituidos por transgresiones a la ley, cuya Corte Suprema se hallaba complementada por cortes populares que por mayoría de votos resolvían los más variados casos judiciales y cuyos ciudadanos ejercían el control de la cosa pública.
Que lejos han quedado, aunque sigan subyaciendo en el pensamiento filosófico occidental, la escuela de Mileto que fuera la primera en transformar las mitológicas concepciones sobre el cosmos en pensamiento racional, los pitagóricos centrados en el sentido de la verdad, los sofistas como Protágoras cuya famosa sentencia «El hombre es la medida de todas las cosas» encierra la esencia de su filosofía y que junto a sus discípulos condenó severamente la esclavitud y los prejuicios raciales de sus compatriotas, convirtiéndose en campeones de la libertad y de los derechos del hombre común. Sin olvidar a Sócrates, maestro de la ética cuyo método se basaba en la discusión y el análisis de las ideas en búsqueda de la verdad y a Platón su discípulo motivado por el ideal de construir un Estado libre de egoísmos y turbulencias centrado en la armonía y la eficiencia, para terminar con Aristóteles cuyas obras cubrieron los campos de la lógica, la metafísica, la retórica, la ética, las ciencias naturales y cuya concepción política se basaba en la construcción de un Estado controlado por la clase media, que evitara la concentración de la riqueza y se orientara a financiar pequeños emprendimientos que promovieran la prosperidad de los pueblos.
Una sabiduría griega fecunda en todas las artes, la arquitectura, la escultura, el teatro, que dejó al mundo el testimonio de una cultura fundada esencialmente en el respeto y la consideración del ser humano y que transcurridos más de veinticinco siglos la humanidad parece haber olvidado definitivamente.
Grecia es sin duda el país que más nos mueve a preguntarnos ¿Qué ha pasado? ¿Dónde han quedado las virtudes señeras que alumbraron las nociones fundadoras de lo que nos empeñamos en seguir llamando democracia pero que hemos transformado en fósiles conceptuales en una humanidad que ha perdido el rumbo y que no solo ha dilapidado la enorme herencia cultural que le debemos sino que ahora se empeña también en destruir a su pueblo.
No es posible que nos sigamos manteniendo como simples espectadores de una tragedia que en nada tiene que envidiar a las más clásicas de Esquilo, Sófocles o Eurípides y que amenaza con incendiar progresivamente a Europa y sucesivamente, ¿porqué no? al resto de los continentes. No cabe mejor señal que la última resolución del Consejo Europeo que ha concluido por diseñar un plan de salvamento para prevenir el incendio capaz de entusiasmar hasta al menos fanático de los pirómanos. Un plan por el que el Consejo de Europa asume la responsabilidad de salvar a los bancos de la posibilidad del default de los países deudores, Grecia en primer término, una tarea que hasta ahora era responsabilidad del Banco Central europeo, pero que de este modo ha quedado transferida a los Estados y más específicamente a los contribuyentes a través de exigidas «políticas de austeridad» que garanticen el reembolso de los préstamos y mantegan el flujo financiero hacia la voracidad sin límite de los acreedores.
Los griegos hoy, los españoles, los portugueses, los irlandeses y así sucesivamente están y estarán siendo obligados a renunciar a las mínimas condiciones de su trabajosamente ganado bienestar. Ya sabemos lo que eso significa, pérdida de empleos, reducción de los salarios, de las pensiones, privatización de los servicios públicos, nada diferente a los planes de ajuste impuestos por el FMI a América Latina, con los resultados conocidos que hace un tiempo habría parecido imposible implementar en la culta, opulenta y desarrollada Europa, pero es que las fauces de la bestia que ha engendrado el neoliberalismo son insaciables y no saben de pasado, de cultura, de bienes espirituales, de convivencia ciudadana, del derecho de gentes que en buen romance no es otra cosa que el derecho público referido a las relaciones amistosas entre pueblos y Estados y que en consecuencia en Europa, ese ensayo de gran región de naciones asociadas llamado Comunidad Europea debería prevalecer sobre los intereses de los grandes monopolios privados.
¡Salvemos a los griegos! Ya que solo así salvaremos a Grecia y tal vez también, porqué no, ¡nuestro propio futuro!
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR