Recomiendo:
0

Soberanía, Estado y relaciones entre clases en la época del euro

Fuentes: El Viejo Topo

El euro o, más concretamente, la integración económica y monetaria (UEM), no es un mero proyecto económico; es un proyecto político, entendiendo por política la capacidad de orientar y gestionar las relaciones de todas las clases sociales entre sí y con el Estado. El euro, por tanto, concierne no solo a la reorganización de la […]

El euro o, más concretamente, la integración económica y monetaria (UEM), no es un mero proyecto económico; es un proyecto político, entendiendo por política la capacidad de orientar y gestionar las relaciones de todas las clases sociales entre sí y con el Estado.

El euro, por tanto, concierne no solo a la reorganización de la economía, sino también a la reorganización del Estado para hacer frente a la necesidad de acumulación en la fase de capital globalizado. El euro, según nuestra tesis, no representa la superación del Estado-nación. Es sobre todo el instrumento de una nueva definición de las relaciones de fuerza dentro del Estado-nación y de Europa, a favor del estrato superior del capital, el más grande e internacionalizado, frente al trabajo asalariado y las clases subalternas. Esta nueva definición de unas relaciones de fuerza heredadas de las luchas del movimiento obrero y socialista de los dos últimos siglos, en particular de la lucha victoriosa contra el nazifascismo y de las luchas de los años sesenta y setenta, consiste en transferir algunas funciones económicas concretas del Estado al nivel supranacional europeo, como el control de la moneda y los presupuestos públicos. Con ello se altera el concepto de soberanía estatal. Cabe precisar, sin embargo, que no es la soberanía nacional lo que se suprime de la UEM, sino la soberanía democrática y popular, es decir, el ejercicio del control popular y por tanto la posibilidad que tienen las clases subalternas de incidir en las decisiones y la acción del Estado.

Soberanía y Estado

Uno de los conceptos básicos de la historia moderna es el de soberanía. Con ella se entiende el ejercicio exclusivo del poder decisorio y ejecutivo en un territorio concreto, que por motivos históricos peculiares de la historia y la geografía europea suele coincidir con una nacionalidad concreta, es decir, con una uniformidad de características ante todo lingüísticas, y luego culturales, religiosas, económicas y sociales.

El concepto de soberanía se encarna materialmente en el Estado. El Estado, como recuerda Max Weber, es un organismo, una máquina que se caracteriza por el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia y, por tanto, por la disponibilidad exclusiva de los cuerpos armados (policía y fuerzas armadas) y las estructuras materiales (cárceles, cuarteles, etc.). Pero para el marxismo el Estado no es el ejercicio neutral del monopolio de la fuerza, sino el organismo que garantiza, mediante dicho monopolio, el dominio de la clase económica dominante. Como han confirmado recientemente las investigaciones arqueológicas en las zonas de China donde nació la civilización de la Medialuna Fértil, el Estado nace cuando se alcanza cierto nivel de división del trabajo, que genera la división de la sociedad en clases sociales.

Pero, tanto en Marx y Engels como en sus continuadores del siglo xx, como Gramsci y Poulantzas, el Estado no es solo el dominio, basado en la fuerza, de la clase económica dominante. También es el terreno de la mediación entre las clases, situado aparentemente por encima de ellas.

«El Estado», escribe Engels, «no es un poder impuesto desde fuera a la sociedad (…). Es más bien la confesión de que esta sociedad se ha enredado consigo misma en una contradicción indisoluble, de que se ha escindido en antagonismos irreconciliables y es incapaz de eliminarlos. Mas para que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se destruyan entre sí y destruyan la sociedad en una pelea estéril, surge la necesidad de un poder que esté, en apariencia, por encima de la sociedad, que atenúe el conflicto, que lo mantenga dentro de los límites del «orden»».

El Estado es una gigantesca relación social que plasma en sus instituciones y leyes las relaciones de fuerza dentro de una formación socioeconómica determinada -la concreción del modelo abstracto del modo de producción- y entre las clases dominantes de distintos países. Por lo tanto el Estado, incluso dentro de un mismo modo de producción, tiende a asumir formas distintas según la fase del modo de producción, las relaciones de fuerza entre las clases y los equilibrios y las relaciones de poder internacionales.

El afianzamiento de la soberanía en la modernidad europea

En Europa Occidental, a diferencia de China, la unidad estatal y la unidad cultural y lingüística del imperio romano se rompió definitivamente con las invasiones bárbaras. La unidad imperial dio paso a una fragmentación extrema en términos de soberanía y de lengua, coincidente con la implantación del modo de producción feudal, limitado a una producción y un comercio local. En España, Francia e Inglaterra la construcción de una soberanía estatal y en este caso de la nación es el fruto de un proceso histórico muy prolongado, que arranca en el siglo XIVy llega hasta el XVIII.

El proceso de construcción de la soberanía estatal y nacional supone la superación de los llamados «fueros», los privilegios reconocidos por la monarquía, tanto los heredados del feudalismo como los de las ciudades de la naciente burguesía protocapitalista. Por lo tanto, el afianzamiento de la soberanía es, esencialmente, la consolidación del centralismo contra el localismo feudal y el localismo de las ciudades manufactureras y mercantiles. Surge un poder central identificado en la persona del rey, del soberano. Entre los siglos XVI y XVII la soberanía se llamó absoluta, del latín absolutus, sin límites: el soberano no está condicionado por otros poderes. La expresión emblemática de este absolutismo es Luis XIV, el Rey Sol, figura casi divinizada, que sujeta bajo su autoridad a la aristocracia feudal.

El afianzamiento de la soberanía del Estado-nación moderno coincide con la aparición de relaciones de producción capitalistas mucho antes de la revolución industrial inglesa. Según Giovanni Arrighi la división de Europa Occidental en Estados nacionales fuertes fue una de las principales condiciones para la formación de un capitalismo de dimensiones mundiales; Jared Diamond atribuye a esta división la superioridad europea sobre otras zonas del mundo como China y la India, donde también se habían desarrollado civilizaciones igual de duraderas o más. La situación continua de guerra y competición, a la vez que de intercambio cultural y tecnológico entre los Estados nacionales, favorece, por un lado, la transferencia de innovaciones y tecnología, y por otro requiere grandes gastos para mantener ejércitos permanentes, cañones, armadas y fortificaciones de nuevo tipo, con el consiguiente aumento de la deuda pública y el desarrollo de los bancos y de la movilidad del capital, así como la aparición de industrias modernas e innovaciones técnicas, sobre todo en la elaboración de los metales, la producción de armas de fuego y la construcción naval.

En este proceso Italia presenta unas peculiaridades que influirán en su desarrollo y su encaje en el proyecto europeo. Italia, cuna del capitalismo y de la banca moderna, es el país más desarrollado de Europa entre los siglos XIV y XVII. Pero la incapacidad de crear un Estado nacional unitario apto para sostener el desarrollo capitalista y el desplazamiento del centro de gravedad del comercio internacional desde el Mediterráneo hacia las Indias Occidentales y Orientales la despoja de esta primacía a favor de Estados nacionales con ejércitos bien pertrechados, como los Países Bajos primero e Inglaterra después. Como señaló Gramsci, el Papado, única organización supranacional de Europa y heredero ideal del imperio romano, es un obstáculo importante para este proceso y para el desarrollo de una cultura cosmopolita, obstáculo que influirá en la mentalidad de los intelectuales italianos y retrasará la formación de una conciencia nacional.

En el siglo XVII se afianza la soberanía absoluta, pero al mismo tiempo surge la tendencia a criticarla y limitarla mediante la participación democrática de sectores sociales más o menos amplios. Entre finales del siglo XVI y la primera mitad del XVII el aumento de los conflictos armados entre Estados y la fuerte crisis económica provocan la intensificación sistemática del conflicto social. En toda Europa estallan movimientos populares, como la rebelión de Masaniello en Nápoles, en los que confluyen tanto la burguesía comercial y la de los gremios como las masas populares empobrecidas por el aumento de la presión fiscal de los Estados en guerra. La crítica a la soberanía absoluta alcanza su grado máximo con la revolución inglesa, cuyo objetivo es limitar la soberanía del monarca, quien pretende que su legitimidad deriva directamente de Dios, y someterle al control popular a través del parlamento. Es una soberanía democrática en sentido muy restringido, porque el parlamento, una vez derrotados los sectores más radicales y populares, expresa los intereses de la burguesía comercial inglesa, que está suplantando la hegemonía holandesa.

El proceso de crítica a la soberanía absoluta prosigue en el siglo XVIII con la Ilustración, pero con dos tendencias opuestas. Una es la reformista, encarnada en Voltaire, amigo de Catalina de Rusia y Federico el Grande de Prusia, que pretende «ilustrar» el absolutismo monárquico. La otra es la del radical y revolucionario Rousseau, para quien la soberanía es el fruto de la voluntad popular y se basa en el consenso expresado en un contrato social. Una idea criticada posteriormente por Hegel, porque cuestiona la naturaleza del Estado como autoridad situada por encima de la sociedad y, por tanto, la propia existencia del Estado: «El pueblo, tomado sin monarca y sin la articulación del conjunto vinculada necesaria e inmediatamente con él, es una masa informe que ya no es Estado». En Rousseau la soberanía democrática tiene un carácter de clase, pues se relaciona con la crítica al cosmopolitismo ilustrado, entendido como crítica a las clases ricas y a la implantación del capitalismo mercantilista a escala mundial. Para Rousseau, si la soberanía quiere ser democrática solo puede tener un carácter nacional, es decir, debe estar vinculada a las condiciones y necesidades del pueblo y en particular a las de las clases subalternas. Será la revolución francesa, en el periodo jacobino, la que represente con más pureza el concepto de soberanía democrática y popular asociado a la defensa, por todos los medios, de la nación entendida como interés del pueblo y por consiguiente de las clases subalternas, tanto contra los enemigos de clase internos como contra los exteriores, representados por las monarquías absolutas.

La lucha por la soberanía democrática y popular

Con la derrota de los jacobinos y de otros intentos aún más radicales, como el protocomunista de la Conspiración de los Iguales, se afianza la posición de las élites burguesas. La historia del siglo xix en Europa es la historia de los intentos de instaurar la soberanía democrática, pero entendida de dos maneras distintas. La burguesía hegemoniza o trata de hegemonizar esta lucha aliándose con las fuerzas obreras y aprovechando los movimientos de unidad nacional para implantar formas democráticas elitistas basadas en sistemas electorales rígidamente censitarios, y así asociar el ejercicio del poder político al poder económico que ya tiene desde hace tiempo. En realidad es solo una pequeña porción del «pueblo» la que ejerce la soberanía democrática, la porción más rica y pudiente. En 1869-1873 solo un promedio del 17,8% de la población europea occidental con más de 20 años tenía derecho al voto; apenas un 14,9% en el Reino Unido, patria de la democracia, y el 3,5% en Italia. Las clases subalternas, y sobre todo el naciente movimiento socialista, son cada vez más conscientes de que el único modo de lograr que exista plena soberanía democrática es la conquista del sufragio universal. En algunos sectores del movimiento socialista se entiende esta conquista como previa a la conquista del poder estatal para cambiar las relaciones de producción. La república democrática burguesa, como resume Engels, es a la vez la forma más pura y funcional de soberanía estatal en que se expresa el poder del capital y «la única forma de Estado que permite entablar la batalla decisiva entre burguesía y proletariado».

La lucha por la soberanía democrática y popular alcanza su punto culminante con la revolución de octubre de 1917. Esta revolución marca un hito, al identificar la soberanía popular con la conquista y gestión del poder político por la clase trabajadora. Dicha soberanía debería coincidir, como escribe Lenin en El Estado y la revolución, con la demolición de la maquinaria estatal y su reconstrucción sobre otras bases, es decir, con la participación de los trabajadores en la gestión del propio Estado. La máxima ampliación del concepto de soberanía democrática y popular queda resumida en la famosa frase de Lenin sobre el Estado y la cocinera:

No somos utópicos. Sabemos que cualquier peón o cocinera no son capaces de participar inmediatamente en la administración del Estado. (…) Pero exigimos que se rompa de inmediato con el prejuicio de que solo unos funcionarios ricos o de familias ricas pueden gobernar el Estado, desempeñar el trabajo corriente, diario, de administración. Exigimos que los obreros y los soldados conscientes aprendan la administración del Estado y que esta formación empiece ya; en otras palabras, es hora de hacer que todos los trabajadores, todos los pobres, participen en dicha formación.

Pero la etapa histórica en que se implanta el primer Estado obrero de la historia es también la etapa de la crisis estructural del capitalismo, la acentuación de la tendencia al expansionismo imperialista y la guerra mundial entre imperios nacionales. En estas condiciones de emergencia continua, la soberanía democrática se restringe cada vez más y el poder económico se concentra en unas pocas manos, es decir, en las grandes empresas monopolistas, hasta la eliminación de la forma estatal liberaldemócrata, sustituida en algunos países por el fascismo.

Al término de la Segunda Guerra Mundial la participación de la Unión Soviética y los partidos de izquierda, demócratas radicales, socialistas y sobre todo comunistas, fue decisiva para la derrota del nazifascismo. En efecto, los partidos comunistas desempeñaron un papel determinante en la primera posguerra, sobre todo en Francia, donde el PCF fue durante algún tiempo el partido más importante, y en Italia, donde le PCI no tardó en ser la segunda fuerza política, posición que mantuvo durante décadas. Por consiguiente, las relaciones de fuerza entre las clases sociales que surgieron de la guerra fueron favorables a la clase trabajadora en toda Europa. Las constituciones antifascistas reflejan estas relaciones de fuerza y asumen una mediación pluralista entre las fuerzas políticas y los intereses de clase que representan. Por algo J. P. Morgan, en 2013, sostuvo que eran incompatibles con la UEM. Aunque dejan a salvo el predominio de las relaciones de producción capitalistas, poco a poco se amplían la presencia estatal en la economía y el área de producción de servicios públicos fuera del mercado. Aunque la clase dominante detenta el poder político, es un poder limitado por el carácter democrático y popular de la soberanía, que en Italia tiene su expresión en la forma parlamentaria de gobierno y en el sistema electoral proporcional, en cuyo seno operan los partidos organizados y de masas de los trabajadores. Pero no tardan en aplicarse medidas que tienden a limitar la soberanía democrática, como sucede en Francia donde, además de la elección directa del presidente de la república, se implantan sistemas electorales mayoritarios que ponen coto a la fuerza electoral del PCF.

Europa como instrumento de la lucha contra la soberanía democrática y popular

Pero es la integración europea la que, ya desde antes del cese de las hostilidades bélicas, se considera el mejor antídoto contra las relaciones de fuerza favorables a la clase trabajadora y sobre todo al auge de las fuerzas comunistas. Esta intención se aprecia claramente incluso en el Manifiesto de Ventotene de Altiero Spinelli, Ursula Hirschman, Eugenio Colorni y Ernesto Rossi, que se considera el punto de referencia del europeísmo de izquierdas: «Una situación en la que los comunistas fueran la fuerza política dominante no supondría un desarrollo en sentido revolucionario, sino el fracaso de la renovación europea». El Manifiesto de Ventotene está basado en las ideas económicas de Alfred Hirschman, hermano de Ursula y cuñado de Eugenio Colorni. Hirschman era un judío alemán que emigró a EEUU, donde llegó a ser un alto funcionario de la FED. A su juicio, el nazismo es fruto de la política de potencia basada en la expansión comercial exterior, basada a su vez en la soberanía económica nacional. Por tanto la solución es eliminar la soberanía nacional, sustituyéndola por la Europa del comercio libre. Era una idea coherente con los objetivos de reconstrucción del mercado mundial e inclusión de Europa en el sistema de relaciones dominado por Estados Unidos, y no en vano opuesto a cualquier intento de abolir la propiedad privada y estatizar la economía, a los que define, respectivamente, como «principio totalmente doctrinario» y «primera forma utópica» de las luchas obreras, destinadas inevitablemente a degenerar en un sistema opresivo burocrático.

Pero el manifiesto, en realidad, propone una solución equivocada a un problema equivocado, porque se refiere a una situación ya vieja, eliminada justamente por la guerra. La forma de capitalismo que emerge de la Segunda Guerra Mundial y recibe el impulso de la reorganización estadounidense de la acumulación mundial ya no es la autárquica de los imperios nacionales cerrados de los años treinta y cuarenta. Al término de la Segunda Guerra Mundial se reanuda la expansión del mercado mundial, tras la interrupción causada por las dos guerras mundiales del siglo XX. Durante toda una etapa del capitalismo, la acumulación de las empresas, incluso de las que ya eran multinacionales, se produjo sobre todo a nivel doméstico. A partir de finales de los ochenta, en cambio, la acumulación se lleva a cabo mediante economías de escala y cadenas del valor a nivel global. De todos modos, aunque quisiéramos dar por buena la tesis de Hirschman a pesar de su desfase, la potencia que era blanco de su crítica, Alemania, es justamente la que ha reafirmado su hegemonía, aunque esta vez lo ha hecho eliminando la soberanía económica nacional a nivel europeo. Paradójicamente, la integración europea, al fomentar el modelo neomercantilista alemán basado en las exportaciones, ha acabado consolidando la política de potencia mediante el comercio exterior, justo lo contrario de lo que quería Hirschman.

La lucha contra las relaciones de fuerza y políticas establecidas en la posguerra se relaciona estrechamente con la defensa de la alianza con Estados Unidos y por tanto con la OTAN. Joseph Retinger, fundador del Movimiento Europeo, promotor de la Unión Europea, fue también el inspirador del Grupo Bilderberg, organización de las élites atlánticas (Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental), que los medios sensacionalistas suelen presentar como un mero grupo conspirativo. Pero el Bilderberg es más que eso, pues se trata de una organización que engloba a algunos representantes destacados del capitalismo transnacional, responsables políticos (sobre todo jefes de estado y de gobierno y ministros económicos), directivos de grupos industriales multinacionales e instituciones financieras, amén de intelectuales de las universidades privadas y «laboratorios de ideas» vinculados a corporaciones, para dar orientaciones que permitan afrontar, desde su punto de vista, problemas de importancia vital.

El informe de la conferencia del Bilderberg celebrada en Buxton en 1958, revelado por Wikileaks, demuestra que ya entonces los mecanismos aplicados después por la UEM eran el objetivo político de las élites económicas del momento. Por Italia participaron en la conferencia, entre otros, Gianni Agnelli, Alberto Pirelli y Guido Carli; este último sería uno de los padres del euro.

Uno de los mayores obstáculos con que tropieza la Comunidad Económica Europea es el de la coordinación de las políticas monetarias. (…) Como ha puntualizado uno de los participantes, la integración de los Seis requiere coordinación en todos los campos de las políticas económicas. Esta es, se mire como se mire, la mayor debilidad del Tratado. La política monetaria está estrechamente relacionada con los presupuestos nacionales, y la disciplina presupuestaria es notoriamente difícil de alcanzar. Los ministros de Hacienda suelen ser más razonables y en ocasiones podrían aceptar presiones externas, pero es mucho más difícil convencer a los parlamentos nacionales. El que habla duda de que a largo plazo pueda resolverse el problema sin un mecanismo institucional apropiado. Otro participante también aborda este aspecto y propone una moneda común como solución definitiva.

Queda claro, pues, que se trata de modificar la relación entre los poderes del Estado, sorteando el poder de los parlamentos y favoreciendo el de los ejecutivos. Porque mientras los primeros, mediante el sufragio universal, expresan los intereses del «pueblo» y por tanto, aunque con limitaciones, también los de las clases subalternas, la formación y la acción de los segundos los hace más permeables a los intereses de las élites capitalistas. Lo que está en juego, en sustancia, es la gobernabilidad o más bien de su falta, asunto que fue el leitmotiv del debate político italiano desde finales de los años setenta hasta los noventa, centrado en la crítica a la Primera República. También es un asunto central en el planteamiento de la Trilateral, organización «hija» del Bilderberg fundada en 1973 por personajes del calibre de Gianni Agnelli, David Rockefeller y Henri Kissinger. Para entender mejor lo que sigue, recordemos que estamos en una época (la comprendida entre finales de los años sesenta y mediados de los setenta) en que los movimientos sociales y juveniles están a la ofensiva en todos los países avanzados. En 1975 la Trilateral celebró su conferencia anual en Tokio. Michel Crozier por Europa y Samuel Huntington, futuro teórico del choque de civilizaciones, por Estados Unidos, redactaron el documento introductorio de significativo título Crisis de la democracia.

La democracia está en crisis -se dice en este documento- porque hay un «exceso de democracia»: las clases populares han conquistado un poder excesivo y sus demandas, cada vez mayores, disparan el gasto público. Se hace necesario, por tanto, reducir la democracia y la participación en la vida política de las clases subalternas, para las que se propone una sana apatía política, traducida en abstención de votar:

La democracia solo es uno de los modos en que se establece la autoridad, y no tiene por qué ser un método aplicable universalmente. (…) Las esferas en que los procedimientos democráticos funcionan bien son limitadas. (…) El funcionamiento eficaz de un sistema político democrático requiere, por lo general, cierta dosis de apatía y falta de compromiso de ciertos grupos.

La edición italiana tiene una introducción de Gianni Agnelli sobre la gobernabilidad. Porque la solución para el exceso de democracia es la gobernabilidad, o sea, la preponderancia de los ejecutivos sobre los parlamentos. Pero ¿cómo llevar a cabo «una transformación del modo de gobierno y el modo de control social» en la situación europea, donde los mecanismos de la soberanía democrática y popular son mucho más fuertes que en Estados Unidos y donde la intervención pública en la economía y en la sociedad se reforzó, justamente, entre los años sesenta y setenta? La respuesta de Crozier a esta pregunta es el proceso de unificación europeo y la reducción del poder del Estado central:

La interdependencia europea obliga a las naciones europeas a afrontar el imposible problema de la unidad. Una Europa unida ha sido durante mucho tiempo el ideal que ha permitido mantener el impulso para superar los modos de gobierno obsoletos que prevalecen en los sistemas estatales nacionales. Pero los promotores de la unificación europea titubearon demasiado frente al grave obstáculo del poder del Estado central, que las crisis actuales han reforzado, para que quepa esperar esta unificación en un futuro inmediato. No obstante, la apuesta por una capacidad europea común sigue siendo indispensable no solo para el progreso de Europa en su conjunto, sino también para la capacidad de superar sus propios problemas.

Fue así como desde los años ochenta el vínculo europeo fue un instrumento para aprobar medidas a las que las instituciones nacionales no habrían dado su visto bueno. Significativamente, varios años después de la Conferencia de Tokio y como confirmación de lo que proponía Crozier, Guido Carli, ministro de Comercio Exterior y sobre todo gobernador, durante quince años, del Banco de Italia, se expresaría así: «La Unión Europea ha sido una vía alternativa para la solución de unos problemas que no lográbamos afrontar por las vías ordinarias del gobierno y el parlamento».

Pero fue con la introducción de la moneda única que la soberanía democrática y popular quedó fuertemente restringida, hasta reducirse a la mínima expresión y desaparecer. El mecanismo institucional creado, la moneda única y el Banco Central Europeo, hurta el control de la política monetaria a los Estados y les obliga a una disciplina presupuestaria cuyos límites están establecidos en los tratados europeos. En estas condiciones y ante semejante cerrojo, los parlamentos han quedado de hecho despojados de gran parte de sus poderes. Por si fuera poco, la obligación del equilibrio presupuestario se ha introducido en la constitución italiana con el artículo 81 que, de hecho, está en contradicción flagrante con otras partes de la carta magna.

Un aspecto que confirma hasta qué punto el euro es, sobre todo, un proyecto político y como tal la concreción del plan urdido por la Trilateral para lograr la gobernabilidad es el papel preponderante de los ejecutivos nacionales en los mecanismos de gobernanza europea. En las instituciones europeas la función decisiva corresponde al Consejo Europeo, formado por los jefes de gobierno y de Estado de la UE, que define las orientaciones generales y las prioridades políticas de la Unión, decide la política exterior y nombra y elige a los candidatos a cargos de alto nivel, como los de la Comisión Europea y el Banco Central Europeo. El Consejo de la Unión Europea, en cambio, es la sede donde debaten los ministros de los gobiernos nacionales competentes en el asunto que está en discusión. El proceso legislativo pone de manifiesto la centralidad del ejecutivo europeo, la Comisión Europea (cuyos miembros son nombrados por el Consejo Europeo), que prepara las proposiciones de ley. Leyes que se tramitan en el Consejo de la Unión Europea y el Parlamento Europeo, este último con unas funciones mucho más limitadas, por tanto, que cualquier parlamento nacional: no propone leyes, se limita a aprobarlas. Además comparte con el Consejo su facultad de aprobar el presupuesto de la UE. Una UE que, de hecho, es sobre todo una organización intergubernamental y depende de las relaciones de fuerza que se establecen entre los ejecutivos nacionales, que representan los intereses de la élite capitalista internacionalizada.

Las funciones económicas que se delegan son las referentes a la política monetaria y la política presupuestaria y por tanto económica que, según los tratados, es competencia de la UE. En realidad, dadas las condiciones de falta de autonomía presupuestaria y monetaria, un país no puede desarrollar una auténtica política industrial independiente. En sustancia, las funciones delegadas a las instituciones europeas permiten eliminar justamente ese exceso de democracia que las élites europeas señalaban como un peligro para la gobernabilidad y para el control presupuestario y de la política económica, evitando así influencias democráticas inconvenientes. En este sentido la UE es una jaula que obliga a los gobiernos, en el caso de que tomasen iniciativas contrarias a los tratados, a respetar su sustancia.

Frente a la delegación de estas funciones económicas, hay otras funciones, decisivas para la caracterización de un Estado como tal, que no se delegan a escala europea sino que, como mucho, se coordinan de un modo casi siempre poco eficaz y limitado. Me refiero, en particular, a las funciones de ejercicio de la fuerza y a la política exterior, elementos fundamentales de la soberanía nacional. Pese a algunas formas embrionarias en las fuerzas armadas, con un valor más que nada propagandístico, y pese a algunas posiciones a nivel de la UE sobre la política internacional, los Estados nacionales mantienen su actuación en el campo militar, diplomático y de inteligencia dentro de estrictos límites de autonomía. Prueba de ello es el caso de Francia, muy autónoma en su activismo reciente, sobre todo militar en Libia y el África subsahariana, y sobre todo diplomático frente a Rusia y Estados Unidos.

A mi entender, una unión estatal europea completa no es nada conveniente, porque estaría sometida al gran capital europeo y desembocaría en un superestado imperialista. Pero es una posibilidad muy improbable, porque la construcción europea obedece a otros objetivos, internos y de clase, de los Estados europeos. La UEM no supone el fin del Estado nacional, que incluso refuerza algunas de sus funciones, sino, si acaso, su modulación. Es el instrumento para resolver definitivamente, en beneficio de las élites capitalistas, el problema de la soberanía democrática, y por tanto para volver a definir a su favor, de una vez por todas, las relaciones políticas de clase. Esta condición es necesaria para reorganizar la acumulación capitalista, que lleva ya tiempo en una fase estructural de crisis «secular» debido al exceso de acumulación de capital y tiene que lidiar con un mercado capitalista mundial cada vez más competitivo.

La salida de la UEM y la UE no es ningún factor de regresión histórica, como piensan los que confunden el terreno de la UE con el terreno progresista de la construcción del internacionalismo y el fin del nacionalismo. Es la Unión Europea la que representa la mayor regresión histórica desde la época de la Restauración. El concepto de soberanía da un salto atrás, salta dos siglos de historia y se sitúa en las democracias censitarias, dominadas por las élites económicas, o incluso directamente en el ancien régime, con una vuelta a la época de la soberanía absoluta. Una soberanía absoluta que se zafa del control popular gracias a los mecanismos del mercado, en apariencia automáticos, y a la preponderancia de los ejecutivos nacionales, elegidos a menudo con sistemas fuertemente mayoritarios.

Traducción de Juan Vivanco

Fuente: http://www.elviejotopo.com/articulo/soberania-estado-y-relaciones-entre-clases-en-la-epoca-del-euro/