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Entrevista con Stéphane Hessel, luchador de la Resistencia, redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

«Sólo una parte de la población se atemoriza ante la inmigración»

Fuentes: Ojalá/SanchoPanzaLab

Stéphane Hessel es de los que echaron a los nazis de Francia con la metralleta en una mano y la dinamita en otra. Después, fue de los que tuvo que fugarse in extremis de un campo de concentración del Reich moribundo para no ser ahorcado. Y luego fue redactor de la Declaración Universal de los […]

Stéphane Hessel es de los que echaron a los nazis de Francia con la metralleta en una mano y la dinamita en otra. Después, fue de los que tuvo que fugarse in extremis de un campo de concentración del Reich moribundo para no ser ahorcado. Y luego fue redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la ONU en 1948.

Ahora, a sus 91 años, este embajador honorario de Francia, nacido en 1917 en Berlín, ha hecho suyo otro combate. Apadrina a la Red Educación Sin Fronteras (RESF), que ha entrado en disidencia y hasta en la clandestinidad para proteger a los sin papeles de una legislación cada vez más impropia de un Estado de Derecho.

He leído que pudo fugarse de un campo de concentración nazi al final de la guerra haciéndose pasar por un camarada que iba a morir. ¿Es cierto eso?

Me metieron, con otros 36 deportados, en Buchenwald. Pensábamos que la guerra se acababa, era agosto de 1944. Estábamos seguros de que ya todo iba a ir bien. Todo cambió cuando se llevaron a 16 de los nuestros y los ahorcaron. Así que buscamos una solución y fuimos a ver a un católico austríaco y él encontró una solución. Nos dijo que había llegado al campo un grupo de franceses enfermos sin curación por el tifus. Ellos no sabían que iban a morir, pero su médico sí. Y el médico estaba dispuesto a enviar a tres de ellos a los hornos crematorios, en el momento de la muerte, con la identidad de tres deportados ingleses y franceses.
Gracias a eso, mi nombre figura entre los nombres de los muertos de los crematorios de Buchenwald. Y el joven Michel Boitel, que nunca supo nada, que yo vi sólo en lo que era el último día de su vida, un día que yo temía que no llegara antes del de mi ejecución, me salvó la vida. Todavía tuve, después, que evadirme de otro campo… Pero todo eso es una historia muy larga que no es la que nos ocupa hoy.

En su larguísima historia de inmigraciones e integraciones, Francia atraviesa un momento particular. Parece que hay una obsesión contra los inmigrantes. Tenemos un largo recorrido de historia de inmigración. Siempre ha habido en Francia xenofobia y deseo de proteger la cultura contra supuestas invasiones extranjeras, contra la llegada masiva, pongamos, de los polacos, italianos o españoles. Pero siempre sólo es una fracción de la población la que se atemoriza. La mayoría siempre logra superar ese rechazo, ese fantasma. Y por eso Francia logra acoger e integrar cada generación a oleadas de inmigración que se convierten en un preciado componente de esta curiosa nación francesa. Ése es el curso normal de Francia.

¿Cómo definiría usted este momento histórico?

Ahora, el señor Sarkozy, con mucha habilidad política, ha intentado obtener el apoyo de la extrema derecha. No creo que él sea xenófobo. Al fin y al cabo, él mismo es descendiente de inmigrantes. Pero sí ha estimado que había que endurecer aún más la legislación sobre inmigración, que ya estaba endureciéndose mucho desde 1973.

Es el año del primer choque petrolero, y año en que Francia ordena el fin de sus oficinas para buscar trabajadores en el Magreb y África.

Es la fecha simbólica del cambio de actitud. Hasta ese momento, sea por las necesidades del Ejército francés, por las necesidades de reconstrucción de postguerra o por el crecimiento exponencial de los 30 años gloriosos, Francia necesitaba afluencia. Francia iba a buscar trabajadores, por ejemplo a Marruecos. A partir de los ochenta, ministros de Interior e Inmigración dicen: stop a la inmigración y especialmente a la inmigración clandestina.

El gran argumento de la derecha es que la inmigración ha cambiado de naturaleza y ahora es capaz de poner en peligro Europa. ¿Usted cuestiona ese análisis?

Cuando el Gobierno francés afirma que la regularización de cientos de miles de sin papeles, por ejemplo en España, crea un efecto llamada, es algo completamente falso. No ha habido ningún efecto llamada, ni en España ni en Italia ni en Francia. Por el contrario, lo que sí es cierto es que el empuje de la pobreza y el empuje de la tiranía política tienen un papel importante en numerosos países del Sur. La voluntad de emigrar, por lo tanto, es fuerte.

De ahí, quizá, la negativa de muchos países a seguir aceptando las regularizaciones tal como existían desde hace décadas.

La regularización es una necesidad, a menos que se quiera transformar esa corriente migratoria constante en una corriente hacia la delincuencia. El riesgo no es tener cada vez más inmigrantes viviendo en Europa. El riesgo es que, si se les deja en posición ilegal, si se instaura una política de expulsión sistemática con objetivos cifrados, se está fabricando deliberadamente una delincuencia. Y en ese caso el inmigrante irregular se ve confinado, con la gente más frágil de la sociedad, en zonas de dificultad social, como nuestras Banlieues francesas.

En el Pacto Europeo de Inmigración impulsado por París, no hay nada sobre ese problema de la dificultad social.

No tenemos, de momento, desgraciadamente, una buena política europea de inmigración, que tome en consideración tanto las necesidades de los países de origen como las de los países de acogida. No hay un proyecto humano, inteligente y… digamos simplemente lógico. Y, sin embargo, la necesitamos cada vez más, porque, a las causas tradicionales de la afluencia de extranjeros -pobreza y tiranía-, mañana va a sumarse una nueva fuente de inmigración, mucho más difícil de controlar. La degradación del planeta, el cambio climático. Va a haber zonas del planeta donde será imposible vivir. La gente estará obligada a irse.

En Bruselas, hace diez días, los países europeos aprobaron un blindaje suplementario de la frontera exterior, con un registro de entradas y salidas informatizado, y un sistema electrónico de autorización de viaje…

Europa, desde hace ya unos quince años, vive con el temor de una inmigración no suficientemente controlada. Ese temor ¿es totalmente falaz o tiene parte de veracidad? La inmigración forma parte de los dominios que cada Estado puede considerar como su competencia soberana. Y basta con que surja un simple episodio de integración difícil, relacionado con la inseguridad, para que inmediatamente aparezca la idea de la inmigración como peligro. Los Gobiernos ceden a esa tentación.

Ciertas personalidades importantes afirman que con la Directiva Retorno, la UE se inscribe ya claramente en una lógica de negar derechos inscritos en la Declaración Universal, de la misma manera que lo hace Estados Unidos.

Estoy completamente de acuerdo. La directiva de la vergüenza va contra el respeto de derechos humanos fundamentales. Es algo que las asociaciones han documentado suficientemente. Y tuve el gran placer de ver que varios Estados latinoamericanos también han protestado, señalando que ésa no es una vía para encarar las relaciones
euro-americanas.

Hay que resignarse a constatar que se violan muchísimos derechos fundamentales en todas partes del mundo, en nombre de temores y miedos. Es el miedo de los dirigentes a que su autoridad sea cuestionada, que su soberanía pueda ser puesta en jaque. Contra eso tenemos que rebelarnos: contra el miedo de los dirigentes a que se cuestione la autoridad de sus Estados respectivos y su soberanía.

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Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.