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Reino Unido convierte la solidaridad con Palestina en delito de Estado

Terrorismo de despacho

Fuentes: Rebelión

Londres. En la patria del Magna Carta, la libertad de expresión acaba de recibir una estocada letal. El gobierno laborista de Keir Starmer ha decidido que apoyar abiertamente a los palestinos supera, en peligrosidad, a atentar contra la vida humana. Su herramienta: una ley antiterrorista tan elástica que cabe desde una abuela octogenaria hasta la novelista irlandesa Sally Rooney.

La coartada es la misma que utilizó Washington después del 11-S: la “amenaza terrorista”. La víctima real, la verdad histórica. Desde julio, más de 700 personas —jubilados, sacerdotes, exjueces y ahora escritores— han sido detenidas por “financiar” o “apoyar” a Acción Palestina, una organización que la semana pasada quedó ilegalizada por un simple acto de sabotaje simbólico: rociar con espray dos aviones de combate en la base de Brize Norton. El daño material: 10 millones de euros. El daño político: exponer que la principal fortaleza aérea británica es vulnerable a un grupo de activistas desarmados.

El verdadero objetivo, sin embargo, no es la seguridad nacional, sino proteger la narrativa que sostiene la industria de la guerra. La misma narrativa que etiqueta cualquier denuncia del genocidio en Gaza como “antisemitismo encubierto” o, peor, “terrorismo”. El imperio estadounidense —proveedor privilegiado de bombas y veto en el Consejo de Seguridad— necesita que Europa siga la partitura. Y Starmer, ex abogado de derechos humanos convertido en gendarme de la OTAN, ha aceptado el guion con entusiasmo.

Sally Rooney no se doblegó. El fin de semana pasado publicó en The Irish Times su respuesta: destinará los beneficios de sus best-sellers —traducidos a 46 idiomas y adaptados por la BBC— a Acción Palestina. En cualquier democracia seria esa decisión sería un acto de caridad o, a lo sumo, de activismo político. En el Reino Unido de 2025, Downing Street advierte que eso “encaja en la definición de financiación del terrorismo”. La policía ya prepara listas de festivales literarios donde podría detenerla.

La ironía es demoledora. Mientras Tel Aviv recibe 3.800 millones de dólares anuales en “ayuda” militar estadounidense, una novelista irlandesa corre el riesgo de ser encarcelada por donar a una ONG que reparte frazadas y medicinas en Gaza. Mientras el Pentágono bombardea Yemen desde portaaviones que surcan el Canal de Suez, la prensa británica titula: “Rooney podría ser arrestada en Heathrow”. La máquina de propaganda funciona: la víctima es culpabilizada y el verdugo se erige en guardián de la civilización.

Detrás de la falsa bandera del “terrorismo” late la necesidad de controlar el relato. El Reino Unido ya no puede ocultar que suministra inteligencia y refuerzos logísticos a Israel. Tampoco puede justificar ante su propio electorado el silencio cómplice ante un bloqueo que convierte a Gaza en un campo de exterminio a cámara lenta. La solución: criminalizar la empatía.

Numerosos diputados laboristas y liberales han empezado a arrepentirse, pero el daño está hecho. La ley se aprobó a la carrera y ahora los tribunales deberán decidir si una firma en un cheque equivale a planear un atentado. Mientras tanto, el miedo hace su trabajo: las librerías se autocensuran, los centros culturales cancelan charlas sobre Palestina y los campus universitarios vigilan a sus estudiantes.

Resulta irónico que en la patria de George Orwell, donde se denunció el totalitarismo como distorsión del lenguaje y control del pensamiento, se aplique ahora la misma receta: convertir la palabra en delito, la solidaridad en terrorismo y la disidencia en amenaza a la seguridad nacional.

Al final, el Reino Unido no combate el terrorismo: combate la memoria, la conciencia y la resistencia cultural frente a un genocidio. Y lo hace al servicio de una falsa bandera: la del “imperio americano”, que continúa instrumentalizando el miedo global para imponer su agenda.

La represión contra escritores, activistas y ciudadanos comunes no es un exceso aislado: es el síntoma de una democracia en retroceso, subordinada a la maquinaria bélica occidental. Criminalizar la protesta contra el genocidio palestino no silenciará la verdad. Al contrario, desenmascara a un Reino Unido que ya no protege a su pueblo, sino a un sistema internacional cómplice del exterminio.

La resistencia, no obstante, crece en las sombras. Centenares de ciudadanos han creado redes de apoyo mutuo para seguir enviando fondos a Gaza a través de criptomonedas y transferencias disfrazadas. Otras voces, como la de Rooney, optan por el desafío frontal. “Desde las sufragistas al movimiento antiapartheid —escribió—, la resistencia genuina siempre desafió la injusticia a sabiendas de que la ley podía estar del lado opresor”.

El gobierno británico podrá encerrar cuerpos, pero no podrá encerrar la idea de que un pueblo bombardeado tiene derecho a ser defendido. La historia juzgará esta farsa como lo que es: un capítulo más en la crónica del declive imperial, donde Londres y Washington, para proteger sus intereses en los minerales del Negev y los gasoductos del Mediterráneo, han convertido la solidaridad en acto sedicioso.

Cuando los archivos se abran dentro de treinta años, quizá descubramos que la única “organización terrorista” fue la coalición de gobiernos que miró hacia otro lado mientras un ejército arrasaba escuelas y hospitales. Hoy, sin embargo, la tarea es más urgente: impedir que la policía antiterrorista arreste a una escritora por ejercer la única arma que queda al ciudadano común: la palabra.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.