La violencia terrorista que se abatió sobre Moscú el pasado 29 de marzo vuelve a poner en primer plano de la actualidad las repercusiones que un hecho de esa naturaleza puede proyectar sobre los derroteros de la política en cualquier país. La primera consecuencia que varios analistas rusos destacan es la ausencia de dimisiones entre […]
La violencia terrorista que se abatió sobre Moscú el pasado 29 de marzo vuelve a poner en primer plano de la actualidad las repercusiones que un hecho de esa naturaleza puede proyectar sobre los derroteros de la política en cualquier país. La primera consecuencia que varios analistas rusos destacan es la ausencia de dimisiones entre los altos dirigentes que se consideran responsables de una de las más importantes funciones de cualquier Estado: garantizar la seguridad personal de sus ciudadanos.
Pero la historia del terrorismo tiene ejemplos claros en el mismo sentido. Sin ir más lejos, cuando en España el recién nombrado presidente del Gobierno perdió la vida en un espectacular atentado terrorista en 1973, el que entonces era el principal responsable de la seguridad del Estado como ministro de la Gobernación no solo no fue destituido sino que fue promovido al mismo cargo que ostentaba el que había sido asesinado.
Muy atinadamente un conocido comentarista político ruso nos ha hecho recordar que allí donde los gobernantes se consideran realmente funcionarios elegidos para prestar servicios a su pueblo, un suceso de ese tipo suele llevar consigo «un rápido cambio en el poder político» o, al menos, el cese de los principales responsables de la seguridad, así como «importantes medidas para evitar que actos parecidos puedan repetirse con facilidad; a veces, ambas cosas se producen a la vez».
La realidad suele ser otra. En muchos países -incluida Rusia- donde la democracia puede ser nominal pero tiene poco de real, las acciones terroristas suelen servir para recordar a los gobernantes que han sido incapaces de cumplir con una de sus principales responsabilidades. En consecuencia, se sienten impulsados a aprovecharse del terrorismo para, por lo menos, asegurar y reforzar sus mecanismos de poder e intensificar el control que ejercen sobre los ciudadanos. Eso fue precisamente lo que hizo Bush II tras los atentados del 11-S, arbitrando medidas que, con el pretexto de mejorar la seguridad pública, redujeron notablemente los derechos y libertades básicas de la ciudadanía. Esto, sin contar con el efecto amedrentador que fue sistemáticamente manipulado desde los órganos del Gobierno de EEUU, a fin de llevar a la práctica el conocido aforismo de «ciudadano asustado, ciudadano obediente». Recordemos la vergonzosa campaña del ántrax, la retórica de la «cruzada» y la definición del «eje del mal», como muestra de algunos de los elementos manejados para mantener en tensión al pueblo estadounidense y forzarle a aceptar lo que en condiciones normales hubiera sido rechazado por la mayor parte de la ciudadanía.
También en Rusia, bajo la presidencia de Putin, varias acciones terroristas llevaron consigo la adopción de progresivas restricciones a la libertad de prensa y, como se leía hace poco en Novaya Gazeta, con el pretexto de proteger a Rusia contra el terrorismo «Putin transformó el sistema político de modo que apenas mejoró la seguridad de la población pero sí mejoró mucho su propia seguridad». Tras cada nuevo atentado terrorista los rusos se preguntan no lo que sus gobernantes van a hacer para que vivan más seguros, sino qué nuevas medidas restrictivas van a adoptar aduciendo que con ellas se aumenta la seguridad del Estado».
Ahora la incógnita reside en Medvedev, nuevo en estas lides. Pero a pesar de sus repetidas declaraciones en las que siempre se había postulado como el defensor de la legalidad y del Estado de derecho, su reacción a los atentados de Moscú de la pasada semana no difiere mucho de lo que fue habitual en Putin: más que aludir a la necesidad de encontrar, apresar y juzgar a los terroristas con arreglo a la Ley, su manifiesto deseo de «encontrarlos y destruirlos» está más en la línea de las bravuconadas de Putin y de Bush que en lo que se espera de un gobernante atento a la misma legalidad que dice defender.
Con vistas a futuros desafíos electorales, puede resultar provechoso adoptar la imagen populista de proclamar la aniquilación sin miramientos de cualquier brote terrorista, aun a riesgo de que a la vez que se extermina a los asesinos mueran también personas inocentes, en su ya tristemente conocida función de «víctimas colaterales». De eso, los españoles también sabemos algo, en la larga contienda contra el terrorismo etarra. Pero eso no es lo peor: pretender aplastar sin control y mediante la violencia ilegal a la insurgencia que crece en algunos países del norte del Cáucaso, donde surge el terrorismo que ha herido a los rusos en varias ocasiones, llevará inevitablemente a crear nuevos héroes entre las minorías que se sienten oprimidas por Moscú, lo que lejos de acabar con el terrorismo producirá nuevas generaciones de terroristas cuyo campo de operaciones seguirá siendo Rusia.
Publicado en CEIPAZ el 6 de abril de 2010