El terrorismo que se abatió sobre Londres el pasado día de San Fermín ha provocado un alud de comentarios y reflexiones en todo el mundo, que puede resultar positivo para ayudar a establecer los parámetros reales en que se mueve y actúa el moderno terrorismo internacional de raíz islamista y, por tanto, para mejor contribuir […]
El terrorismo que se abatió sobre Londres el pasado día de San Fermín ha provocado un alud de comentarios y reflexiones en todo el mundo, que puede resultar positivo para ayudar a establecer los parámetros reales en que se mueve y actúa el moderno terrorismo internacional de raíz islamista y, por tanto, para mejor contribuir a su derrota.
Están muy lejos de ese propósito las recientes declaraciones del señor Rajoy, al comparar en términos sumamente falaces los atentados de Londres y Madrid. Olvidó que si los españoles exigieron entonces al Gobierno de Aznar información «en tiempo real» (sic) de lo sucedido, es porque ese Gobierno estaba difundiendo informes falsos por motivos electorales, que llegaron incluso al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para mayor bochorno de la diplomacia española. Algo así hubiera ocurrido en el Reino Unido si Blair hubiera hecho pública su sospecha de la intervención del IRA o hubiera divagado neciamente sobre los «autores intelectuales» de la barbarie londinense.
Conviene, por tanto, dejar de lado estas mezquinas pugnas partidistas españolas, que poco van a contribuir a la deseable reflexión antes anunciada. Ésta debe comenzar reconociendo que, contra de la retórica de Bush y sus acólitos, el mundo no es hoy más seguro que antes de la invasión de Iraq. Por eso se ha escuchado con satisfacción a Blair anunciar que «los responsables serán llevados ante la Justicia». Decisión muy distinta de la adoptada por su dilecto Bush, quien ante ofensa similar ciegamente se lanzó a la guerra contra Afganistán e Iraq, con lo que contribuyó a fomentar el terrorismo que hoy nos ataca.
Una reflexión con base histórica podría arrojar nueva luz sobre el esfuerzo antiterrorista. Bastaría con analizar cómo el colonialismo de tipo tradicional, que culminó en el primer tercio del siglo XX, ha ido desapareciendo del planeta. No fueron los pueblos colonizados los que con su esfuerzo lo derribaron definitivamente, contra lo que pudiera suponerse a primera vista. Las potencias coloniales aplastaron con violencia durante largos decenios los muchos conatos de rebelión de los pueblos colonizados en India, Argelia, Sudáfrica, etc.
El rejón de muerte al colonialismo lo puso la transformación producida en las mentes de los pueblos colonizadores, cuando empezaron a percibir la perversidad inherente al sistema. Cuando dejaron de creer a pie juntillas en la «noble tarea civilizadora del hombre blanco» o en la necesidad de llevar la religión o la cultura por la fuerza a todos los rincones del planeta. Cuando entendieron que bajo tan nobles designios se ocultaba la más sórdida idea de la explotación de pueblos y recursos ajenos en beneficio propio. El colonialismo entró en vía de extinción cuando se reveló como una práctica repugnante ante los ojos de los mismos pueblos que secularmente lo habían venido apoyando.
No es difícil anticipar que algo parecido podría ocurrir con el terrorismo islamista. Éste deberá ser combatido por todos los medios al alcance de los gobiernos de los países que sufren sus efectos, pero no desaparecerá para siempre en tanto que subsista cierta mentalidad que sacraliza el terrorismo y los atentados suicidas, rodeándolos con un halo de respetabilidad y de ideal religioso. Esto obliga a considerar que habrá de ser dentro del propio mundo musulmán donde se desarrolle y triunfe la mentalidad que acabe para siempre con ese tipo de terrorismo.
Ya es inútil recordar que muchos de los actuales terroristas son herederos de aquellos luchadores antisoviéticos que EEUU promovió y ayudó para que expulsaran a la URSS de Afganistán; y que son otros graves errores de EEUU y de sus más fieles aliados los que han convertido a Iraq en fértil campo nuevo de adiestramiento de terroristas. Se puede pensar que cada pueblo y cada Gobierno han de apechar con sus culpas, pero las consecuencias de su desacertada política nos afectan a todos. Es lícito preguntarse estos días: ¿hasta cuándo habrá que soportar esta amenaza?, ¿qué hacer ante ella?, ¿cómo resistir? De poco sirve recordar las palabras de un miembro del IRA que comentaba la imposibilidad de garantizar una seguridad absoluta a los ciudadanos: «Para eso, los gobiernos deben tener suerte todos los días, pero a los terroristas les basta con tenerla un solo día».
En una civilización abierta y libre como la que se trata de defender, no se pueden cerrar con medidas policiales ni proteger con medios militares las imprescindibles aberturas por las que respira la libertad. Pero habrá que hacer todo lo necesario para ayudar e incitar a los vastos sectores no terroristas de las sociedades islámicas, a fin de que impongan su razón sobre los fanáticos asesinos con los que conviven. No bastan las palabras de repulsa. Se necesitan hechos para impedir que crezca una sensación de rechazo a lo musulmán en los países que sufren el terrorismo. La fatwa que condenó a Salman Rushdie dio la vuelta al mundo; pero todavía estamos esperando a que alguna autoridad islámica de reconocido prestigio emita las debidas reprobaciones que condenen a los asesinos terroristas que, en nombre del islam, exterminan a ciudadanos inocentes en cualquier lugar del mundo.
En los pueblos de los países colonizadores creció el sentimiento anticolonialista que tanto ayudó a liberar a los sojuzgados. Es ahora preciso que del seno de los pueblos mahometanos surja también un vigoroso impulso antiterrorista que ponga fin a esta barbarie. De no ser así, serán ellos los que acabarán sufriendo las más nefastas consecuencias y entonces será ya tarde para lamentarlo.
Alberto Piris es general de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)