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Todo sin el pueblo

Fuentes: La República

Llamativo resulta que a nadie parezca interesar en estas horas la opinión de quienes en 2005 se inclinaron por disentir del tratado constitucional de la Unión Europea. Al calor de los hechos de los últimos días, y merced a una versión abreviada de ese tratado, se nos ha repetido hasta la extenuación, por lo demás, […]

Llamativo resulta que a nadie parezca interesar en estas horas la opinión de quienes en 2005 se inclinaron por disentir del tratado constitucional de la Unión Europea. Al calor de los hechos de los últimos días, y merced a una versión abreviada de ese tratado, se nos ha repetido hasta la extenuación, por lo demás, que han quedado resueltos, por arte de magia, los problemas que la UE venía arrastrando.

Tiene su sentido que hagamos, sin embargo, un poco de memoria. Hace algo así como cuatro años las fuerzas vivas que alimentan la Unión

decidieron darle prestancia a un buen puñado de tratados que con el paso del tiempo se habían ultimado, y se inclinaron por acopiarlos de la mano de un texto general que recibió el pomposo, y equívoco, nombre de «Constitución». Para hacer las cosas más atractivas, no le hicieron ascos a una ceremonia que en varios casos, y con resultados previstos de antemano, asumió la forma de referendos populares. A la operación correspondiente se sumó, no sin patetismo, la gran familia socialista, que -sino de los tiempos- no apreció males mayores al amparo de un texto de marcada impronta neoliberal.

Sabido es que la jugada salió mal. Luego de algún espectáculo tan irrelevante como poco edificante -así, un referendo español en el que se alentó con descaro que la ciudadanía respaldase un texto que ignoraba por completo- llegaron los referendos francés y holandés. Curioso resultó que los dos países que acogieron debates serios y abiertos fuesen los únicos en los cuales la ciudadanía se inclinó por rechazar lo que, hablando en propiedad, convenía llamar tratado constitucional de la UE. Para rizar el rizo, en fin, varios miembros de la Unión que habían previsto organizar consultas populares decidieron aplazarlas a la vista de que los resultados bien podían no ser los deseados. Por efecto de todo ello, la UE entró en una crisis, bien que relativa: todo seguía funcionando -o no- como hasta entonces.

No era difícil imaginar que esas fuerzas vivas que acabamos de invocar buscarían una salida como la que ha cobrado cuerpo los últimos días. En sustancia se trata de recoger lo realmente importante, lo novedoso, del viejo tratado para configurar uno más breve y, en términos de presentación, más modesto, renunciando en paralelo a las parafernalias, para que de esta suerte no se mosqueen en demasía en Francia y en Holanda, y para que salgan airosos, de paso, quienes en su momento aplazaron sus referendos. Conviene subrayar cuantas veces sea preciso, sin embargo, lo que se barrunta en el núcleo de la fórmula finalmente abrazada: ésta recupera en su integridad un código de conducta que ha estado de siempre en la construcción de la UE, y que se asienta en la firme convicción de que las cuestiones importantes las deben dirimir en exclusiva los responsables políticos.

En último término lo que se nos está diciendo -es una forma de hablar, porque nadie se atreve a afirmar tal cosa- es que fue un craso error permitir que, al menos en algunos países, el tratado constitucional fuese sometido a consulta popular. Nada peor para la Unión Europea, en otras palabras, que la perspectiva de que la ciudadanía se informe, discuta y, en su caso, disienta. Lo he dicho muchas veces: cuando a menudo se ha señalado que no había motivo mayor, en 2005, para rechazar el tratado constitucional, arguyendo al respecto que un 80% de éste lo conformaban textos ya aprobados en el pasado por la UE, se olvidaba subrayar que al calor de los referendos celebrados cobró aire por vez primera la posibilidad de que los ciudadanos hiciesen valer su disensión con respecto al contenido, de siempre incuestionable, de muchos de esos textos ultimados por políticos, tecnócratas y burócratas.

No nos engañemos: el problema mayor hoy no es el vinculado con la letra del tratado original o del minitratado que a la postre se ha abierto camino. El problema principal es la realidad material de la UE de estas horas, de la mano de una rotunda primacía de lo económico-mercantil, de un visible retroceso en el terreno de lo social, de la condición dudosamente democrática de tantas prácticas e instituciones o de la general inmundicia de la política exterior. Lo que pesa hoy como una losa en la Unión Europea es la certificación de que se ha deshecho el hechizo y sus miserias están a la vista. Eso se lo debemos al tratado constitucional que promovieron, años atrás, quienes nunca se equivocan, los mismos que saben, a ciencia cierta, que no hay nada peor que alentar un debate franco sobre cuestiones delicadas.