La victoria de Nicolás Sarkozy en las elecciones francesas no sorprendió a ninguno. Estaba dentro de lo previsto. Francia es un país donde predomina el pequeño comerciante, donde el tendero de barrio impone su voluntad política. El buen francés que acude a la panadería y sale con su baguete bajo el brazo, mezclando sudores y […]
La victoria de Nicolás Sarkozy en las elecciones francesas no sorprendió a ninguno. Estaba dentro de lo previsto. Francia es un país donde predomina el pequeño comerciante, donde el tendero de barrio impone su voluntad política. El buen francés que acude a la panadería y sale con su baguete bajo el brazo, mezclando sudores y apetitos, es determinante en las urnas. Esos cautelosos ahorradores están hartos de la ola de inmigrantes. Sarkozy prometió acabar con ellos.
París está lleno de negros africanos, de magrebinos, de musulmanes que en el metro, los parques y las avenidas venden baratijas. Cinturones, carteras, sandalias, monederos, mochilas, son expuestos en las aceras. Los burgueses se quejan. Ellos pagan impuestos y los inmigrantes reciben los beneficios de la seguridad. Las francesas se cuidan de tener familias limitadas para darles todo el bienestar posible y las inmigrantes paren libremente y sus familias enormes se tragan la asistencia estatal. Otra preocupación, los inmigrantes ocupan puestos de trabajo que corresponderían a los franceses y lo hacen con salarios más bajos.
Esa tarea de higiene demográfica es la que los franceses conservadores esperan que haga Sarkozy. Ninguno se plantea que si los inmigrantes vienen al primer mundo es porque viven en la miseria en sus propias tierras, porque esa es la herencia que dejó allí el colonialismo. Nadie se preocupa por revisar sus antiguos imperios coloniales que proporcionaron la materia prima y los mercados para que ahora el primer mundo tenga una posición de afluencia económica.
De otra parte, nadie quiere hacer las tareas duras. Cuando el invierno castiga en las calles son los inmigrantes quienes dan pico y pala en las obras del acueducto mientras los franceses toman chocolate y ven televisión en sus cálidos hogares. Sarkozy va a lanzar oleadas de inspectores, hará redadas masivas, exigirá papeles legales y emprenderá una vasta campaña de deportaciones. Eso temen los inmigrantes que al conocerse el triunfo de Sarkozy se lanzaron, esa misma noche, a protestar en agitados motines en las principales ciudades de Francia. Es otro peligro. Nadie espera que los magrebinos y musulmanes se dejen capturar sin resistencia: habrá levantamientos, revueltas, asonadas.
Francia retornará al tradicionalismo, a los valores morales, a la ampliación de la fe. La lucha ideológica se va a exacerbar. Los liberales y socialistas no quedaron muy maltrechos, obtuvieron una aceptable votación; reorganizarán sus fuerzas y darán combate.
Muchos franceses creen que Francia ha entrado en los últimos años en un período de declinación. Sarkozy ha prometido que devolverá a los galos sus brillos perdidos, que va a restaurar a Francia sus galones de líder mundial. Otros creen que Sarkozy, dados sus excelentes vínculos con Estados Unidos y su acatamiento a Bush, se convertirá en un polichinela dócil, un símil de Aznar.
Un punto de vulnerabilidad extrema: su esposa, la española Cecilia, le abandonó hace dos años por otro hombre y huyó a Nueva York, hace algún tiempo. El rival de amores no era otro que Richard Atias, director de Publicis, la más grande empresa de propaganda francesa. Eso dejó a Sarkozy vulnerable, burlado, risible. Villepin ironizaba: «Pretende seducir a los franceses y es incapaz de retener a su propia esposa». No obstante, los galos votaron por él pero quedó ese vacío por llenar, ese déficit moral que deberá ser colmado durante su tiempo en el Elíseo.
Con una reputación de Maquiavelo de bolsillo, el ex alcalde de Neuilly ha sido diestro en sus maniobras políticas y demostró su astucia en el aplastamiento de sus rivales: Balladur, Raffarin, Villepin y hasta el propio Chirac a quien se ha enfrentado en diversas ocasiones y ha sabido traicionarlo y serle fiel, simultáneamente. Su táctica favorita es aparecer donde no es esperado. Su reputación de anguila inquieta, sus artes de maquinador e intrigante, le han pagado bien.
Como Ministro del Interior se convirtió en el primer policía de Francia, intensificando los servicios de inteligencia y seguridad. Como jefe del partido de gobierno tensó las teclas de la maquinaria electoral y se apoderó de los recursos comiciales y de la estructura de su agrupación. Declaró que se sentía más protegido por la policía que por los militantes de su partido.
Con Sarkozy se abre una nueva era en Francia de conservadurismo extremo, moderación económica, xenofobia oficial, rígido autoritarismo y agresividad política.