Los europeos, alarmados por la escalada de tensiones en Ucrania, son los grandes ausentes en las negociaciones entre Moscú y Washington. Al alinearse con Estados Unidos, París y Berlín han empujado a Rusia a tratar directamente con Washington. Y han permitido que el Viejo Continente vuelva a ser un campo de batalla entre las dos potencias.
El ruido de botas a las puertas de Europa mantiene en alerta a las cancillerías occidentales. En un intento de obtener garantías para la protección de su integridad territorial, Rusia ha presentado a los estadounidenses dos proyectos de tratado destinados a reformar la arquitectura de seguridad en Europa, al tiempo que ha concentrado tropas en la frontera ucraniana. Moscú exige que la OTAN se comprometa oficialmente a paralizar su expansión hacia el Este, así como a retirar las tropas occidentales de los países de la Europa oriental y a repatriar a Estados Unidos las armas nucleares estadounidenses desplegadas en Europa. Dado que no pueden satisfacerse tal y como están planteadas, estas exigencias en forma de ultimátum abren la puerta a la amenaza de una intervención militar rusa en Ucrania. Existen dos interpretaciones opuestas: para algunos, Moscú está subiendo la apuesta para obtener concesiones por parte de Washington y los europeos. Otros, por el contrario, consideran que el Kremlin quiere poder usar la falta de respuesta a sus demandas como pretexto para actuar en Ucrania. En ambas hipótesis se plantea la cuestión del momento elegido por Moscú para entablar esta lucha de poder. ¿Por qué jugar a este juego tan arriesgado, y por qué ahora?
Desde 2014, las autoridades rusas han incrementado considerablemente la capacidad de su economía para hacer frente a un fuerte impacto, especialmente en el sector bancario y financiero. Se ha reducido el peso del dólar en las reservas del banco central. Una tarjeta de pago nacional, Mir, se encuentra ahora en el monedero del 87% de la población. Y en caso de que Estados Unidos cumpla su amenaza de desconectar a Rusia del sistema occidental Swift, como hizo con Irán en 2012 y 2018, las transferencias financieras entre bancos y empresas rusas pueden hacerse ahora a través de un sistema interbancario de mensajería local. De este modo, Rusia se siente mejor preparada para afrontar sanciones severas en caso de conflicto. Por otra parte, la movilización precedente del ejército ruso en las fronteras ucranias en la primavera de 2021 desembocó en la reactivación del diálogo ruso-estadounidense sobre cuestiones estratégicas y de ciberseguridad. Ahora, de nuevo, el Kremlin ha considerado manifiestamente que la estrategia de la tensión es la única forma de hacerse oír en Occidente y que la nueva administración estadounidense estará dispuesta a hacer más concesiones para poder centrarse en la creciente confrontación con Pekín.
En todo caso, el presidente Vladímir Putin parece querer poner fin a lo que considera como el proyecto occidental de convertir a Ucrania en una “anti-Rusia” nacionalista (1). De hecho, el líder ruso contaba con los acuerdos de Minsk, firmados en septiembre de 2014, para obtener un derecho de inspección sobre la política ucrania a través de las repúblicas del Donbass. Ha sucedido lo contrario: no solo su aplicación se encuentra en un punto muerto, sino que el presidente Volodymyr Zelenski, cuya elección en abril de 2019 había dado al Kremlin la esperanza de reconciliarse con Kiev, ha intensificado la política de ruptura con el “mundo ruso” emprendida por su predecesor. Y lo que es peor, la cooperación técnico-militar entre Ucrania y la OTAN sigue intensificándose, mientras que Turquía, también miembro de la alianza atlántica, ha entregado drones de combate que hacen temer al Kremlin que Kiev se vea tentada de emprender una reconquista militar del Donbass. Por lo tanto, se trataría para Moscú de volver a tomar la iniciativa mientras aún esté a tiempo. Pero, más allá de los factores coyunturales que están en el origen de las tensiones actuales, es preciso constatar que Rusia no está haciendo más que actualizar las exigencias que viene planteando desde el final de la Guerra Fría sin que Occidente las considere aceptables ni aun legítimas.
El malentendido se remonta al colapso del bloque comunista en 1991. En buena lógica, la desaparición del Pacto de Varsovia debería haber llevado a la disolución de la OTAN, una organización que se creó para hacer frente a la “amenaza soviética”. Lo conveniente habría sido proponer nuevos formatos de integración para esa “otra Europa” que aspiraba a acercarse a Occidente. El momento parecía tanto más oportuno en cuanto que las élites rusas, que probablemente nunca habían sido tan prooccidentales, habían accedido a la liquidación de su imperio sin oponer resistencia (2). Sin embargo, las propuestas en este sentido, formuladas sobre todo por Francia, fueron enterradas bajo la presión de Washington. Al no querer verse despojado de su “victoria” sobre Moscú, Estados Unidos impulsó entonces la ampliación hacia el Este de las estructuras euroatlánticas heredadas de la Guerra Fría para consolidar su dominio sobre Europa. Para ello, los estadounidenses contaban con un fuerte aliado: Alemania, que buscaba recuperar su influencia sobre la Mitteleuropa.
La OTAN, una alianza ofensiva
Ya en 1997 se decidió la ampliación de la OTAN hacia el Este, aunque los líderes occidentales habían prometido a Gorbachov que esta no se produciría (3). En Estados Unidos, destacadas personalidades manifestaron su desacuerdo. George Kennan, considerado como el arquitecto de la política de contención de la URSS, predijo las consecuencias de tal decisión, tan lógicas como perjudiciales: “La ampliación de la OTAN sería el error más fatal de la política [exterior] estadounidense desde el final de la Guerra Fría. Es previsible que esta decisión despierte las corrientes nacionalistas, antioccidentales y militaristas de la opinión pública rusa; que reavive una atmósfera de Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste y que encamine la política exterior rusa en una dirección que ciertamente no será la que deseamos” (4).
En 1999, la OTAN, que celebraba su 50 aniversario con gran pompa, realizó su primera ampliación hacia el Este (Hungría, Polonia y la República Checa) y anunció que continuaría el proceso hasta las fronteras rusas. Además, la Alianza Atlántica entró simultáneamente en guerra contra Yugoslavia, transformando la organización de un bloque defensivo en una alianza ofensiva, todo ello en violación del derecho internacional. La guerra contra Belgrado se emprende sin el aval de la ONU, lo que impide a Moscú utilizar uno de los últimos instrumentos de poder que le quedan: su poder de veto en el Consejo de Seguridad. Las élites rusas que tanto habían apostado por la integración de su país en Occidente se sintieron traicionadas: Rusia, presidida entonces por Boris Yeltsin, que había actuado en pro de la implosión de la URSS, no fue tratada como un socio al que había que recompensar por su contribución al fin del sistema comunista, sino como el gran perdedor de la Guerra Fría, que debía pagar el precio geopolítico.
Paradójicamente, la llegada al poder de Putin al año siguiente corresponde más bien a un periodo de estabilización de las relaciones entre Rusia y los occidentales. El nuevo presidente ruso multiplicó los gestos de buena voluntad hacia Washington tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Aceptó la instalación temporal de bases estadounidenses en Asia Central y ordenó, en el mismo periodo, el cierre de las bases heredadas de la URSS en Cuba, así como la retirada de los soldados rusos presentes en Kosovo. A cambio, Rusia pretendía que los occidentales aceptaran la idea de que el espacio postsoviético, que Moscú define como su “extranjero cercano”, entraba dentro de su esfera de responsabilidad. Pero, mientras que las relaciones con Europa eran bastante buenas, especialmente con Francia y Alemania, aumentaban los desencuentros con Estados Unidos. En 2003, la invasión de Irak por las tropas estadounidenses sin el aval de la ONU supuso una nueva violación del derecho internacional, denunciada por París, Berlín y Moscú. Esta oposición conjunta de las tres principales potencias de la Europa continental confirmó los temores de Washington respecto a los riesgos que un acercamiento ruso-europeo supondría para la hegemonía estadounidense.
En los años posteriores, Estados Unidos anunció su intención de instalar elementos de su escudo antimisiles en Europa del Este, contraviniendo el Acta Fundacional sobre Relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad Rusia-OTAN (firmada en 1997), que garantizaba a Moscú que los occidentales no instalarían nuevas infraestructuras militares permanentes en el Este. Además, Washington ponía en cuestión los acuerdos de desarme nuclear: Estados Unidos se retiró del Tratado sobre Misiles Antibalísticos (ABM, siglas en inglés, 1972) en diciembre de 2001.
Parálisis europea
Temor legítimo o complejo obsidional, Moscú percibe las revoluciones de colores que se producen en el espacio postsoviético como operaciones destinadas a instalar regímenes prooccidentales a sus puertas. De hecho, en abril de 2008, Washington ejerció una fuerte presión sobre sus aliados europeos para que ratificaran el deseo de Georgia y Ucrania de incorporarse a la OTAN, a pesar de que la gran mayoría de los ucranios se oponía entonces a esa adhesión. Al mismo tiempo, Estados Unidos impulsó el reconocimiento de la independencia de Kosovo, ello constituyó una nueva violación del derecho internacional, puesto que, en ese momento, jurídicamente continuaba siendo una provincia serbia.
Cuando los occidentales abrieron la caja de Pandora del intervencionismo y del cuestionamiento de la intangibilidad de las fronteras en el continente europeo, Rusia respondió interviniendo militarmente en Georgia en 2008 y, más tarde, reconociendo las independencias de Osetia del Sur y Abjasia. Con ello, el Kremlin señalaba que haría todo lo posible para impedir una nueva ampliación de la OTAN hacia el Este. Pero, al cuestionar la integridad territorial de Georgia, Rusia violaba a su vez el derecho internacional.
El resentimiento ruso ha llegado a un punto de no retorno con la crisis ucrania. A finales de 2013, europeos y estadounidenses dieron su apoyo a las manifestaciones que condujeron al derrocamiento del presidente ucranio Víktor Yanukóvich, cuya elección en 2010 había sido reconocida por ajustarse a los estándares democráticos. Para Moscú, los occidentales estaban apoyando un golpe de Estado para conseguir, a toda costa, la adhesión de Ucrania al campo occidental. Desde entonces, el Kremlin presenta las injerencias rusas en Ucrania –la anexión de Crimea y el apoyo militar extraoficial a los separatistas del Donbass– como una respuesta legítima al golpe de fuerza prooccidental en Kiev. Las capitales occidentales, por su parte, denuncian este hecho como un desafío sin precedentes al orden internacional surgido tras la Guerra Fría.
Los acuerdos de Minsk, firmados en septiembre de 2014, dieron a Francia y Alemania la oportunidad de recuperar el control para encontrar una solución negociada al conflicto del Donbass. Fue necesario el estallido de un choque armado en el continente para que París y Berlín salieran de su parálisis. Pero siete años después, el proceso se encuentra estancado. Kiev sigue negándose a conceder la autonomía al Donbass, tal y como establece el texto. Ante la falta de reacción de París y Berlín, acusadas de alinearse con las posiciones ucranias, el Kremlin busca negociar directamente con los estadounidenses, a quienes considera los verdaderos patrocinadores de Kiev. Del mismo modo, Moscú se sorprendió de que los europeos aceptaran sin reaccionar todas las iniciativas estadounidenses, incluso las más cuestionables. Como, por ejemplo, la retirada de Washington del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, siglas en inglés) en febrero de 2019, que debería haber suscitado su oposición, dado que son potencialmente los primeros objetivos de este tipo de armamento. Según la investigadora Isabelle Facon, Rusia “considera sistemáticamente y con un perceptible malestar que los países europeos son irremediablemente incapaces de mantener una autonomía estratégica frente a Estados Unidos y que se niegan a asumir su responsabilidad en el deterioro de la situación estratégica e internacional” (5).
Más sorprendente aún es el hecho de que, cuando rusos y estadounidenses retomaron el diálogo sobre cuestiones estratégicas con la prórroga de cinco años del tratado New START (Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, siglas en inglés) –que limita el número de cabezas nucleares desplegadas por Rusia y Estados Unidos– seguida de la cumbre Biden-Putin celebrada en Ginebra (Suiza) en junio de 2021, la Unión Europea, lejos de impulsar una distensión con Moscú, rechazó la idea misma de una reunión con el presidente ruso. Esta negativa al diálogo contrasta con la actitud de los europeos hacia el otro gran vecino de la UE, Turquía: a pesar de su activismo militar (ocupación de Chipre del Norte y de una parte del territorio sirio, envío de tropas a Irak, Libia y el Cáucaso), el régimen autoritario de Recep Tayyip Erdoğan, que también es aliado de Kiev, no es objeto de ninguna sanción. En el caso de Rusia, por el contrario, los europeos no tienen otra política más que la de amenazar regularmente con una nueva batería de sanciones, en función de las maniobras del Kremlin. En cuanto a Ucrania, la política de la Unión queda reducida a repetir la doxa de la OTAN de la puerta abierta, a pesar de que las principales capitales europeas, encabezadas por París y Berlín, ya hayan manifestado en el pasado su oposición y no tengan intención de integrar a Ucrania en su alianza militar.
La crisis de las relaciones entre Rusia y Occidente demuestra que la seguridad del continente europeo no puede estar garantizada sin Rusia –y aún menos contra ella–. Por el contrario, Washington se esfuerza en promover esta exclusión, puesto que refuerza la hegemonía estadounidense en Europa. Por su parte, los europeos del oeste, con Francia a la cabeza, han carecido de la visión y el coraje político necesarios para bloquear las iniciativas más provocadoras de Washington (por ejemplo, la declaración del secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, el pasado mes de junio, a favor de la adhesión de Ucrania a la OTAN) y para proponer un marco institucional inclusivo que impida la reaparición de las líneas de fractura en el continente. Como resultado de este seguidismo atlantista, Estados Unidos ha puesto en apuros a franceses y europeos. La retirada desordenada de Afganistán, al igual que el establecimiento de una alianza militar en el Pacífico sin la opinión de París, son los últimos episodios de esta actitud descarada. Los europeos observan ahora como espectadores las negociaciones ruso-estadounidenses sobre la seguridad del Viejo Continente, con el trasfondo de la amenaza de una guerra en Ucrania.
Notas:
(1) Cf. Vladímir Putin, “De l’unité historique des Russes et des Ukrainiens”, portal de la Embajada de la Federación de Rusia en Francia, 12 de julio de 2021, https://france.mid.ru/fr
(2) Véase Hélène Richard, “Cuando Rusia soñaba con Europa”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2018.
(3) Véase Philippe Descamps, “‘La OTAN no se ampliará ni un milímetro hacia el Este’”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2018.
(4) George F. Kennan, “A fateful error”, The New York Times, 5 de febrero de 1997.
(5) Isabelle Facon, “La Russie et l’Occident: un éloignement grandissant au cœur d’un ordre international polycentrique”, en Regards de l’Observatoire franco-russe, L’Observatoire, Moscú, 2019.
David Teurtrie. Investigador asociado en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales (Inalco, París), autor de Russie. Le retour de la puissance, Armand Colin, Malakoff, 2021.