El viejo empezó a hablar. El auditorio lo escuchaba y todos babeaban. El auditorio olía a perfume fino y a sonrisa posada, y el viejo, a monte y a sol. El auditorio estaba lleno de dignatarios, unos menos dignos que otros. Y los esperaban en sus hoteles los ujieres y las copas y los platos […]
El viejo empezó a hablar. El auditorio lo escuchaba y todos babeaban. El auditorio olía a perfume fino y a sonrisa posada, y el viejo, a monte y a sol. El auditorio estaba lleno de dignatarios, unos menos dignos que otros. Y los esperaban en sus hoteles los ujieres y las copas y los platos de los menús escritos en francés. El viejo que hablaba, parecía cualquier pensionado de esos que matan la tarde en pantuflas con un periódico al lado en un sillón de cualquier corredor de cualquier barrio. El viejo y los dignatarios (unos menos dignos que otros, y otros indignados) apoyaban sus brazos, en una mesa traída de Cuba, y solo ese transporte había costado unos ocho mil dólares. El viejo hablaba de la mesura, del consumismo, de la falsedad de las apariencias, de la pobreza, de la miseria, de la hipocresía de su clase, y los dignatarios que sudaban colonia y eructaban calamares mediterráneos y trufas austriacas, sonreían con sus dientes sucios de saliva cansada.
«Humildemente podría hablar de la pobreza en mi país, de la indigencia en mi país. Yo no me siento orgulloso, me siento con pesadumbre, de que en mi país quede un medio por ciento de indigentes, y un diez por ciento de pobres, porque no debería haber nadie», decía, y el auditorio lo auditaba desde las sillas alquiladas en las que se sentaron por unas cuantas horas, para demostrar cuán preocupados estaban por los seiscientos millones de almas latinocaribeñas de la América no sajona.
El viejo hablaba de la historia de un subcontinente cuyo pecado mayor es la desigualdad, y jugueteaba con los anteojos entre sus dedos. «Hay gente que tendría que vivir doscientos treinta años y consumir un millón de dólares por día, para consumir lo que posee».
El silencio y la dureza de las caras de los escuchadores eran absolutos. El viejo los veía casi con lástima, y a quemaropa les espetó cuán natural e inherente a lo humano es la corrupción, para recomponer la esperanza con una máxima que bien pudo sacar de una postalita de cereal, pero que en su boca sonaba a verdad verdadera: «He visto hombres y mujeres capaces de entregar la vida por un sueño, y eso no se compra, porque eso no se vende».
Poco faltó para la lágrima derramada en alguna cara de los escuchantes. Ese día, el viejo pronunció uno de los últimos discursos que daría como uno de los últimos presidentes que aún asombra; sin embargo, entendía que estaba allí hablándole a sombras, porque las sombras son solo la proyección oscura y sin sustancia, en el espacio donde un cuerpo real se antepone a la luz.
A esta hora nadie sabe, si el viejo hablaba solo para esperar ser escuchado, o si en realidad tenía esperanza en que su mensaje calara en algún lado. Tantas veces había dicho lo mismo, y el mundo seguía viéndolo con la admiración pasajera que genera la rareza sin que algo tangible pasara.
Al final, el viejo terminó de hablar. Había dicho suficiente por ese rato. Había hablado en contra de ellos, los había expuesto, les había señalado sus pecados y su fetidez, los había dejado en evidencia en su estúpida apariencia de gente bien, en su farsa, y el viejo sonreía triste, al ver, como uno a uno, todos los que había señalado, se levantaban para aplaudirle.
Entonces, en medio del estropicio del silencio que es el aplauso, al viejo le pareció oler en el aire un añejo aroma a napalm.
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El viejo empezó a hablar. El auditorio lo escuchaba y todos babeaban. Sí, esos que olían a perfume fino y eructaban calamares mediterráneos y trufas austríacas. El viejo terminó de hablar, y todos -aquellos mismos- se levantaban para aplaudirle de pie.
«A esta hora nadie sabe, si el viejo hablaba solo para esperar ser escuchado, o si en realidad tenía esperanza en que su mensaje calara en algún lado.»
¿Nadie sabe?
Digamos que algunos de los que no saben, y no sabrán nunca, es porque no quieren saber: está todo bien así, ¿para qué complicarlo?
¿Podría ser que alguien que verdaderamente quisiera acabar con el privilegio, la injusticia y el saqueo pensara que sus ideas pudieran calar en los privilegiados, los injustos y los saqueadores?
¿Qué opinan ustedes?
Eso es lo importante: qué opinan ustedes. Ahora viene qué opino yo, que es lo no importante, de modo que lo aconsejable sería que dejaran de leer y se quedaran pensando.
Prosigo escribiendo, pero ahora solo para mí.
Creo que Mujica no esperaba convertir en revolucionarios a esos chupasangres. Quería mostrar cómo es capaz de decirles en la cara esas cosas, para que Esteban Mata en la Revista Paquidermo se «asombre» y le siga el juego.
Como se lo seguían los atildados dignatarios que celebraban que se pudiera levantar aquellas banderas y lograr que todo continúe como estaba. O peor, en términos de organización, de conciencia: «la izquierda no sirve para edificar un mundo distinto».
Blancos y colorados no lo harían tan bien. Es más: no lo hicieron. Necesitaron de los militares y la dictadura, y la jugada pudo salir muy mal, pero no… gracias a los Mujica, los Tabaré Vázquez, los Fernández Huidobro.
¿Qué estarían anhelando esas personas, los escuchantes? Voy a arriesgar mi opinión (puede fallar).
«Ojalá hubiera muchos como él.»
Fuente original: http://www.revistapaquidermo.