Del 22 al 24 de febrero próximos tendrá lugar la Jornada Latinoamericana y Caribeña de Integración de los Pueblos en Foz do Iguaçú, en el vértice entre Argentina, Brasil y Paraguay conocido como la Triple Frontera.
El objetivo del cónclave, que estima reunir cerca de cinco mil militantes de distintos puntos de la región, es establecer un diálogo para debatir acerca de la crisis sistémica del capitalismo, las amenazas para la paz, la soberanía de los pueblos, y realizar un diagnóstico económico, político y cultural acerca de los desafíos de Nuestra América en un contexto de avanzada de las derechas a nivel global.
El encuentro es convocado por una diversidad de redes y articulaciones de movimientos populares, campesinos, sindicales, estudiantiles, feministas, de pueblos originarios y afrodescendientes, de comunicadores, juventudes, defensores de Derechos Humanos y ambientalistas, artistas, académicos e intelectuales y contará como invitados especiales con referentes políticos de la región como el presidente de Brasil, Lula Da Silva, y el expresidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, entre otros.
La Jornada, más allá del evento, se propone retomar el proceso de construcción de un proceso de unidad de organizaciones sociales en la huella del movimiento regional que llevó al rechazo al ALCA, proceso que tuvo mucho que ver con la ascensión posterior de gobiernos progresistas y de izquierda. Esta unidad en la diversidad continental se considera un elemento fundamental en la actualidad para cerrar el paso a las corrientes de la ultraderecha, la derecha y el imperialismo que pugnan por recuperar o conservar el poder político y detener los procesos de integración soberanos.
La integración, tan cerca y tan lejos
Los pueblos suelen percibir la integración entre los países de América Latina y el Caribe como algo lejano, que poco tiene que ver con su cotidiano vivir. Y a primera vista, no les asiste poca razón.
Sucesivas cumbres en las que representantes se reúnen detrás de murallas levantadas por agentes de seguridad, largas declaraciones colmadas de buenas intenciones que pocos leen y cuyos efectos positivos son difíciles de apreciar, entre otros aspectos, constituyen barreras difíciles de transponer para los ciudadanos de a pie, mucho más preocupados y ocupados en mantenerse a flote en el naufragio social sistémico global.
La comunicación sobre la integración de los estados, lejos de centrarse en la transmisión de sus beneficios tangibles para la población, suele reducirse a fotos institucionales, en las que los mandatarios exhiben una obligatoria formalidad que contrasta con el caos creciente en el que se desenvuelven los habitantes de las barriadas latinoamericanas y caribeñas.
Muy probablemente, la desconexión entre los intentos de convergencia interestatal y el ciudadano de a pie, no sea sino una proyección del creciente divorcio que existe entre las modalidades de una democracia devaluada, que a todas luces aparece como insuficiente para resolver carencias y ajustarse a los anhelos populares de desarrollo humano.
Sin embargo, algo positivo han de tener estos empeños de colaboración entre naciones hermanas, si se observa el desmedido y por demás ilegítimo afán que hacen múltiples agencias del Norte por desarticularlos, impidiendo así cualquier atisbo de soberanía.
Y es que hay una enorme diferencia entre las instancias tuteladas por una invasiva y no solicitada injerencia de los Estados Unidos de América en los asuntos internos de América Latina y el Caribe y aquellas surgidas al calor de la ola emancipadora posneoliberal en el siglo XXI.
La OEA, creada en 1948, operó como brazo ejecutor de la estrategia capitalista, liderada por los Estados Unidos, para impedir la expansión socialista en la región. Esta organización fue y es la encargada de velar por el “buen comportamiento” de los gobiernos de la región. Conducta que fue, durante largas décadas sinónimo de sometimiento a los dictámenes de la política exterior estadounidense. Los rebeldes serían sometidos, en caso de transgresiones, al escarnio mediático, a bloqueos devastadores para las necesidades populares o, lisa y llanamente, a expuestos o subrepticios golpes de Estado para quebrar su resistencia al modelo capitalista.
No es por nada que la valiente Cuba fue excluida de ese foro en 1962, luego de fracasar la intentona contrarrevolucionaria de Bahía de los Cochinos. Décadas después, esta vez por propia voluntad, los gobiernos de Venezuela y Nicaragua elegirían retirarse de ese ámbito, al verse repetidamente menoscabados en su soberanía por la actitud beligerante de la organización, encabezada por su funcionario principal, el secretario Luis Almagro.
De allí que, con posterioridad a la victoria popular conseguida en 2005 en rechazo al ALCA – justamente durante la IV Cumbre de las Américas organizada por la OEA -, emergieron como alternativas válidas de concertación soberana la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y algo más tarde, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
Este proceso fue duramente combatido por los estrategas geopolíticos del Norte que consiguieron éxitos parciales al paralizar la UNASUR, digitando el retiro de varios de sus miembros durante el reflujo conservador a mediados de la pasada década y eviscerando mediante consensos forzados a la CELAC de sus aristas más contestatarias y antiimperialistas.
El actual momento de indefinición y tibieza en los rumbos integradores, invita a ser considerado como un tiempo de redefiniciones, de rejuvenecimiento y regeneración, a fin de acometer un nuevo ciclo con respuestas efectivas a las aspiraciones populares. Pero para ello, es preciso identificar el elemento transformador que lo haga posible: la participación del pueblo como protagonista principal.
El eslabón perdido de las revoluciones y la integración
La actual crisis multidimensional tiene como factor principal, en el campo socioeconómico, la inescrupulosa actividad de acumulación financiera y de poder de las corporaciones transnacionales. El tamaño de estas empresas y de los fondos de inversión que las controlan, superan en muchos casos la capacidad individual de los estados nacionales de establecer y mantener políticas sociales redistributivas.
En la exclusión estructural de las grandes mayorías y en la creciente disolución de lazos solidarios promovida por un individualismo acérrimo, en conjunto con la debilidad o inoperancia de los gobiernos para resistir esas tendencias, reside el caldo de cultivo para el avance de las derechas y los fundamentalismos de mercado.
La reivindicación sectorial acotada a las fronteras nacionales resulta ante este embate poco efectiva, dadas las características globalizadas y estructurales de la crisis.
Por otra parte, el antiguo paternalismo consistente en la delegación de los destinos populares en manos de líderes individuales, ya no tiene la consistencia suficiente para lograr cambios. Entre otras cosas, porque esos mismos líderes o lideresas son blanco fácil del ataque concertado de medios hegemónicos, jueces o fiscales corruptos, agentes de inteligencia y diplomáticos hostiles, que se ocupan de neutralizarlos mediante una brutal persecución.
Por lo que la única respuesta posible se encuentra en la participación protagónica de los pueblos y en su integración a escala regional e internacional, para poder dar respuestas conjuntas que salvaguarden el futuro colectivo.
Este es el motivo por el cual las organizaciones sociales son hoy, como durante las dictaduras del siglo pasado, el principal objeto del ataque corporativo encarnado por testaferros ultraliberales, empecinado en destruir cualquier conato de rebeldía que provenga de la reconstrucción del tejido en la base social.
Reconstrucción que, además, deberá dar una imagen clara, contundente, novedosa y revolucionaria, poética pero también eficiente, que concentre una fundada esperanza orientadora de cambio para el pueblo.
¿Qué significa entonces la integración de los pueblos?
Además de suministrar una dirección estratégica vital para complementar luchas diversas y gestar un nuevo modelo social ante la evidente decadencia capitalista, proclamar la integración participativa y protagónica de los pueblos significa la conversión de una falsa democracia en una democracia real, refundando los actuales modelos políticos y devolviendo al verdadero soberano, el pueblo, la capacidad de decidir su destino.
Significa también que no habrá extranjeros en NuestrAmérica, que todas y todos son bienvenidos con iguales derechos y oportunidades. No se extenderá así el “todos contra todos” que se pretende imponer, ni tampoco la aparición de chivos expiatorios – migrantes, minorías o maleantes de poca monta – que desvíen la mirada del crimen social y medioambiental del gran capital. Integrar es, por otra parte, derribar muros y fronteras para que las personas circulen y elijan libremente su lugar de residencia.
La integración de los pueblos comporta la defensa irrestricta de la paz, la resolución no violenta de conflictos entre pueblos hermanos, a diferencia del estado de guerra permanente que impulsa el imperio para incrementar las utilidades de las corporaciones armamentistas.
Consiste, al mismo tiempo, en reclamar en unidad el justo resarcimiento por quinientos años de expoliación, de esclavitud, de discriminación e imposición cultural y por dos siglos de imperialismo, injerencia y explotación neoliberal.
Esa integración conduce al fortalecimiento de un gran polo latinoamericano y caribeño desde el Sur para debatir en condiciones más igualitarias las injustas normas e instituciones diseñadas por el Norte global.
La integración participativa y protagónica de los pueblos implica la recuperación y la convergencia de identidades culturales sumergidas por el colonialismo, pero también el surgimiento de nuevos valores que colaboren con la recomposición del tejido comunitario en reemplazo de la competencia y el individualismo.
Asimismo, conlleva desplegar los mejores elementos del rico tesoro espiritual de las culturas americanas en lugar de asumir los vacíos del sinsentido consumista o los rituales y creencias impuestas a fuerza de violencia y vejación. La mejor espiritualidad para este nuevo tiempo será la que ayude a cada ser humano a encontrar en la profundidad de sí mismo, vías hacia la bondad, la compasión y el encuentro con los demás.
La integración de los pueblos entraña complementar capacidades existentes para que, hasta el último habitante de estas tierras, tenga la mejor atención sanitaria y educación, vivienda y servicios de calidad por el solo hecho de haber nacido y pueda gozar la vida sin tener que deslomarse día tras día por un mendrugo de pan. Impele, del mismo modo, a retomar el proceso histórico de solidaridad y hermandad, asumiendo el desafío de construir juntos nuevos modelos de sociedad hoy imprescindibles.
Significa alimentación sana, pudiendo aprovechar, compartir e intercambiar las dotes de la magnífica tierra latinoamericana y caribeña, pródiga en recursos suficientes para todas y todos. Por eso, la integración popular comprende también el cuidado medioambiental, para que los territorios estén a salvo de la depredación insaciable de las corporaciones multinacionales.
El rumbo de la integración de los pueblos, en un planeta de sofisticadas tecnologías, es asegurar la soberanía tecnológica, aprovechando las capacidades intelectuales y creativas acuñadas por nuestros esfuerzos colectivos en educación e inversión pública.
Y para que todo ello sea posible, es fundamental que la comunicación esté en manos del pueblo, que sea comunitaria, democrática, descentralizada, diversa y no concentrada en pocos grupos monopólicos mercantiles que articulan un relato monocorde en defensa de la desigualdad y la violencia establecidas.
En síntesis, la integración de los pueblos latinoamericanos y caribeños es un paso hacia un nuevo mundo, un mundo donde las personas sean el valor y la preocupación central. Un mundo humanista.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
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