Cariacontecido, el secretario general de la OEA aseguró recientemente, durante una sesión en Washington -precisamente en Washington-, que Cuba no estaba (no está) lista para volver al organismo. Su señoría Luis Almagro Lemes se mostró dolido porque la Isla, por cierto en práctica inquebrantable de su soberanía, de la independencia vertical de una nación en […]
Cariacontecido, el secretario general de la OEA aseguró recientemente, durante una sesión en Washington -precisamente en Washington-, que Cuba no estaba (no está) lista para volver al organismo. Su señoría Luis Almagro Lemes se mostró dolido porque la Isla, por cierto en práctica inquebrantable de su soberanía, de la independencia vertical de una nación en su actividad interior y su política exterior, le denegó el derecho de entrada en el territorio, donde se proponía recibir un premio inventado por un grupúsculo ilegal antipatriótico que opera con la Fundación para la Democracia Panamericana, creada en los días de la VII Cumbre de las Américas, con vistas a «canalizar esfuerzos y recursos contra gobiernos legítimos e independientes» de la región, según una plausible nota del Minrex oreada en público.
Dentro del texto salía a la luz que, urdido en un periplo largo por la capital del Potomac y otras del hemisferio, la estancia pretendida tenía por fin montar en La Habana «una abierta y grave provocación contra el Gobierno Revolucionario, generar la inestabilidad interna, dañar la imagen internacional del país» y, al mismo tiempo, perjudicar «la buena marcha de los nexos diplomáticos» con otros Estados.
Al espectáculo, razonaba el documento, más que posiblemente serían arrastrados el propio Almagro y personajes derechistas que integran la llamada iniciativa Democrática para España y las Américas (IDEA), la cual «también ha actuado de forma agresiva en los últimos años contra la República Bolivariana de Venezuela y otros países con gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina y el Caribe».
El intento, citábamos en anterior comentario, contó con la connivencia y el apoyo de otras organizaciones con abultadas credenciales anticubanas, como el Centro Democracia y Comunidad; el Centro de Estudios y Gestión para el Desarrollo de América Latina (CADAL); y el Instituto Interamericano para la Democracia, del terrorista y agente de la CIA Carlos Alberto Montaner. Además, «desde el año 2015, se conoce el vínculo que existe entre estos grupos y la Fundación Nacional para la Democracia de Estados Unidos (NED, por sus siglas en inglés), que recibe fondos del Gobierno de ese país para implementar sus programas subversivos contra Cuba», precisaba la Declaración.
En medio de una explayada serie de justificaciones y profesiones de fe izquierdizante -¿un verdadero revolucionario desempeñaría el triste papel de líder de una alianza espuria desde la esencia?-, su inefable alteza trasuntó tácitamente el objetivo puesto al desnudo por nuestra Cancillería al afirmar: «Creíamos que era una buena oportunidad de acercar a Cuba determinados principios y valores del Sistema Interamericano que siempre han sido positivos para toda la ciudadanía».
Valores del sistema interamericano (así, con minúsculas, suena mejor). ¿Quién demonios convenció al señor de marras de que este pedazo de suelo pretende ayuntarse a una entidad con un prontuario al que él ha aportado pábulo suficiente para la desconfianza y el rechazo rotundos, ya que el hombre, en muy breve lapso y sin mandato alguno de los integrantes, se ha destacado por una ambiciosa agenda de autopromoción con ataques contra Venezuela, Bolivia y Ecuador? Y durante ese período se han redoblado las arremetidas imperialistas y oligárquicas contra la integración latinoamericana y caribeña y la institucionalidad democrática en varios de los miembros. Transido todo de una ofensiva neoliberal en la que millones de seres han retornado a la pobreza, cientos de miles han perdido sus empleos, se han visto forzados a emigrar o han terminado asesinados o desaparecidos por mafias y traficantes, mientras se expanden en el hemisferio ideas aislacionistas y proteccionistas, el deterioro ambiental, las deportaciones, la discriminación religiosa y racial, la inseguridad y la represión.
Por eso, y más, la ecuación resulta la mar de sencilla: Es precisamente Cuba, a pesar de que, en julio de 2009, amigos contribuyeron a dejar sin efecto la resolución número VI del 31 de enero de 1962, que nos expulsaba del ente, la que mantiene el NO a pertenecer, porque la mismísima OEA no está lista para ese paso. Y al pueblo renuente le basta con adscribirse a entidades de sesgo distinto, tal la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), por ejemplo.
Una posición fundamentada
Ya lo explicó Luis Suárez, profesor del habanero Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI), en atinada Mesa Redonda televisual: La posición de Cuba de rechazo a la Organización de Estados Americanos (OEA) se fundamenta en la historia de crímenes en América Latina y de complicidad ante las acciones nefastas de los Estados Unidos en el área. «Lo de Cuba no es intransigencia, sino historia», expresó epigramáticamente el experto, para seguidamente señalar que ese bloque, el cual en su página web escribe la mentira de que nació inspirado en Simón Bolívar, representa el núcleo político del sistema interamericano, con una activa participación en los programas de dominación imperialista en América Latina.
Recordó Suárez que tal «sistema, con la OEA a la cabeza, ha sido cómplice de los principales crímenes ocurridos en la región en los últimos decenios y legitimó dictaduras militares, intervenciones armadas y las acciones contra la Cuba revolucionaria y socialista». Añadió que en la década del 80 del pasado siglo esa institución entró en crisis por su silencio y apoyo a la invasión británica a las islas Malvinas y la estadounidense a Granada. «En 1991 se lanza la modernización del sistema interamericano para hacer más eficiente la dominación oligárquica». No dijo nada, apostilló, cuando la democracia burguesa, que defiende a ultranza, fue descaradamente violentada por el fraude electoral que benefició a George W. Bush para su primer mandato presidencial en EE.UU. El investigador alertó sobre nuevas formas de intervencionismo de los Estados Unidos, con la implicación de la OEA, como el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, la presencia militar o la Carta Democrática del 2002, de la cual consideró será la gran batalla dentro de la organización.
«Ministerio de Colonias» de EUA no en balde la calificó el intelectual, político y diplomático cubano Raúl Roa García (1907-1982), el archiconocido Canciller de la Dignidad. La OEA surgió en 1948, durante la Conferencia Internacional Americana celebrada en Bogotá, y una de sus primeras acciones fue aprobar una resolución que avalaba la «intervención colectiva regional» en Guatemala en 1954.
Aquella agresión, organizada por Washington, pretendía y logró derrocar al gabinete de Jacobo Árbenz y poner fin a la llamada Primavera de la Democracia, durante la cual se aprobaron la Ley de Reforma Agraria y otras medidas de beneficio popular.
Con el silencio o el beneplácito de la OEA tuvieron lugar los bombardeos contra ciudades cubanas en los primeros años del triunfo de la Revolución de 1959 y la invasión mercenaria a Playa de Girón en 1961, orquestada también por la Casa Blanca. El 3 de enero de 1962 el Tío Sam rompió relaciones con Cuba y ese mismo mes, el día 31, la OEA aprobó una resolución que excluyó a la nación caribeña del cacareado sistema interamericano.
Grosso modo, relacionemos, asimismo, que en el seno de la entidad la Casa Blanca consiguió la aprobación, por un estrecho margen, de una resolución que le permitió intervenir también en República Dominicana en 1965, para impedir el triunfo del movimiento popular constitucionalista. Con su anuencia o complicidad se embistió a la pequeña isla de Granada en 1983 y se produjo la invasión a Panamá en 1989.
La Organización de Estados Americanos «tiene una historia que recoge toda la basura de 60 años de traición a los pueblos de América Latina», señalaba el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, en una de sus reflexiones, publicadas en abril del 2009. En junio de ese mismo año, la Asamblea General del ente, celebrada en San Pedro Sula (Honduras), resolvió eliminar la vergonzosa resolución que en 1962 expulsó a Cuba de ese foro, como apuntábamos. «Habían pasado casi cuatro décadas, la situación en América Latina y el Caribe era diferente y se contaba en la región con gobiernos más comprometidos con sus pueblos y con un mayor sentido de independencia».
Por su parte, el gobierno cubano aseveró en aquella ocasión que el acuerdo de la cita de Honduras de dejar sin efecto la resolución constituía un desacato a la política seguida por Estados Unidos contra su país desde 1959. Sin embargo, ratificó que no regresaría al organismo, que desempeñó un activo papel a favor de la política hostil de Washington, oficializó el bloqueo y estipuló la obligatoriedad de que los países miembros rompieran relaciones con la nación caribeña. Cuestión de principio.
El tema ha vuelto a la palestra en varias ocasiones, entre rumores y evidencias, pero la posición nuestra sigue siendo la misma. «Cuba apuesta por los nuevos mecanismos de integración como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, la Unión de Naciones Sudamericanas o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños», se hace eco Prensa Latina. Para concluir que «fortalecer, expandir y armonizar esos organismos y agrupaciones, es el camino escogido por Cuba; no la peregrina ilusión de regresar a una organización que no admite reforma y que ya fue condenada por la historia».
Y hablando de historia
Medios como el sitio digital del Minrex y el diario Granma se muestran prolijos al respecto del nefasto currículo de la OEA. En artículo en tres partes titulado «La vergonzosa historia de la OEA», el colega Oscar Sánchez Serra aporta significativo expediente del surgimiento y la trayectoria de la alianza; del contexto de su aparición y fundamentos jurídicos, políticos e ideológicos en que se constituyó, y del papel desempeñado en el área.
Rememora el periodista que desde su despegue como nación, los Estados Unidos de América contrapusieron siempre al ideario de unidad e integración latinoamericanas su pretensión de dominación continental, ambición plasmada el 2 de diciembre de 1823 en la conocida Doctrina Monroe, sintetizada en la frase «América para los americanos». No fue hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando esa filosofía pudo explayarse, en momentos en que la industria estadounidense crecía hasta revestir la condición de potencia en acelerado ascenso, con lo cual procuraba no solo la dominación del continente, sino crear las condiciones para lanzarse a una redistribución del mundo.
Ya a finales de 1889, el gobierno gringo llamó a la Primera Conferencia Panamericana, «punto de partida del panamericanismo», en su raíz el dominio económico y político de América bajo la supuesta «unidad continental». Era nada menos que actualizar la Doctrina Monroe en el instante preciso en que el capitalismo norteamericano arribaba a su fase imperialista. José Martí, testigo excepcional del surgimiento del monstruo, se interrogaba a propósito de aquella cita: ¿A qué ir de aliados, en lo mejor de la juventud, en la batalla que los Estados Unidos se preparan a librar con el resto del mundo? Y, como siempre, llevaba razón. Entre 1899 y 1945, en ocho reuniones similares, se fue estableciendo el avance de la penetración económica, política y militar de EE.UU. en América Latina.
El panamericanismo monroísta
Como reza en cualquier texto que rinda honor a la verdad, a finales de la II Guerra Mundial, de la que EE.UU. salió beneficiado, se abre una etapa de auge del Panamericanismo, y del sistema interamericano iniciado en la Conferencia de Chapultepec en 1945, pasa por la creación de la OEA en 1948, y llega a la invasión de República Dominicana en 1965, cuando se consolida la subordinación de los gobiernos del continente a la política exterior de USA.
Así, prosigue el colega de Granma, esa Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y la Paz, de Chapultepec, contó con un objetivo político definido: alinear a los países de la región para enfrentar el proceso que vendría con la creación de la ONU. De resultas, en la conferencia de San Francisco, en abril de 1945, en la cual se funda ese organismo, la diplomacia norteamericana, apoyada por los países latinoamericanos, defendió la «autonomía» para el Sistema Interamericano y se agenció que el artículo 51 de la Carta de la organización mundial preservara la solución de controversias mediante métodos y sistemas «americanos». «La interpretación que le dio el Consejo Directivo de la Unión Panamericana es que dicha Carta nació compatible con el Sistema Interamericano y el Acta de Chapultepec».
Luego, en agosto de 1947, la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro aprobó una resolución de la que se derivó la herramienta que daría vida a la cláusula de permisividad arrancada a la ONU: «el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que reafirmaba el principio de ‘solidaridad’ continental esgrimido por Washington, en función de enfrentar cualquier situación que pusiera en peligro ‘su paz’ en América y adoptar las medidas necesarias, incluido el uso de la fuerza. Con el TIAR se impone la voluntad yanqui en el continente, constituyendo una amenaza permanente para la soberanía» de nuestros países.
A manera de colofón, coincidamos con el analista, entre el 30 de marzo y el 2 de mayo de 1948 la Conferencia Internacional Americana de Bogotá insufla el aliento vital a la OEA. En medio de esa reunión es asesinado el líder liberal colombiano Jorge E. Gaitán, de gran arraigo popular, hecho que motivó la insurrección conocida como Bogotazo, cruentamente reprimida y que sirvió para manipular «los resultados de la Conferencia, al promover EE.UU. la amenaza que significaban para la democracia el ‘auge’ de la Unión Soviética y el comunismo, al que culpaban por las muertes del Bogotazo. Pero tanto la Conferencia de Río como la de Bogotá coincidieron con una agudización de los problemas económicos en América Latina, cuyos países -entusiasmados con el Plan Marshall para Europa- empezaban a demandar uno de asistencia para la región. Mas el propio Secretario de Estado, George Marshall, se encargó de defraudarlos».
Así concluye que de la discusión y adopción de la Carta de la OEA surgió un extenso documento de 112 artículos, firmado sin reservas por los 21 participantes en Bogotá. La Carta hacía suyos algunos de los principios cardinales y justos del derecho internacional; sin embargo, a instancias de Washington, se le introdujeron disposiciones que trasladaron a la OEA los postulados principales del TIAR, por lo cual, desde su cuna, se convirtió en el instrumento jurídico ideal para la dominación estadounidense en el continente. «Su retórica diplomática relativa a los postulados sobre la independencia y soberanía de las naciones y los derechos del hombre y de los pueblos, han quedado como letra muerta».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.