Waldheim (segundo de izquierda a derecha), en una pista de aterrizaje en Podgorica, ciudad de la Yugoslavia ocupada por los nazis, en 1943 Foto: Ap El papa Juan Pablo II recibió a Waldheim en audiencia privada hace 20 años, cuando el ex secretario de la ONU ya era presidente de Austria; durante su mandato sólo […]
Waldheim (segundo de izquierda a derecha), en una pista de aterrizaje en Podgorica, ciudad de la Yugoslavia ocupada por los nazis, en 1943 Foto: Ap |
El viejo rufián ha muerto.
Es todo lo que pude decir cuando me enteré, este jueves, de que Kart Waldheim, un mentiroso tan consumado como Tony Blair, había llegado por fin al término de sus días. Pasé meses, años investigando su oscuro pasado en lo que hoy llamamos Bosnia, cuando él -digámoslo sin rodeos- formaba parte del Bosnien-Kampfrgruppen del grupo E del ejército de la Wehrmacht, a cargo del general Loehr, el cual combatía a los terroristen (sí, de veras, los nazis los llamaban terroristas, así como hablaban de los Terroristenfliegen de la Real Fuerza Aérea) en los Balcanes. Waldheim había sido secretario general de Naciones Unidas, había dado conferencias a funcionarios de la ONU en Líbano sobre las «lecciones» del terrorismo y, bueno, sabía de lo que hablaba, ¿no?
Recuerdo que, cuando era presidente de Austria, Waldheim se apareció en Jordania, donde el reyezuelo valiente Mark I (el rey Hussein, quien gustaba de gobernar una Jordania británica) lo recibió en el aeropuerto de Ammán. Yo estaba ahí cuando este repulsivo hombrecillo se colocó en posición de firmes frente a la guardia de honor jordana, chocando los tacones con demasiada rapidez, de la misma forma, me pareció, en que saludaba a sus amos en Yugoslavia durante la Segunda Guerra Mundial.
Waldheim -a sus amigos no les gustará leer esto- estaba asignado a una ciudad mercado llamada Banja Luka, donde serbios, judíos y croatas comunistas fueron asesinados en masa, colgados como tordos de las horcas o violados una y otra vez en el cercano campo de exterminio de Jasenovac, hasta que morían. El quiso hacernos creer que nada supo de eso, que no era más que un oficial de inteligencia del grupo E del ejército de la Wehrmacht, cuyo comandante, Loehr, quién sabe por qué habrá sido juzgado por crímenes de guerra.
Fue un periodista austriaco quien me alertó sobre Waldheim: un reportero cuyo padre combatió en la Wehrmacht y sobrevivió a la evacuación de Noráfrica. «Busque la ‘W'», me dijo el periodista, la letra que se ponía después de cada interrogatorio, cada comando aliado capturado por la Gestapo, cada prisionero que había que extinguir por nacht und nebel: noche y niebla. No, Waldheim no ordenó esas muertes. Ni siquiera entrevistó a los comandos británicos capturados -o eso dijo-; sólo «ordenó» los registros. Sus oficiales menores hicieron las entrevistas (mejor no pensemos qué significaba eso). Luego los prisioneros británicos desaparecieron en la noche y la niebla.
Recuerdo haber encontrado los documentos alemanes del interrogatorio de un británico muy joven a quien se capturó cuando trataba de huir de Yugoslavia durante la guerra. Estaban en los archivos de la Oficina del Registro Público de Kew (o «Archivos Nacionales», ahora que lord Blair de Kut al-Amara los ha reclamado) y eran una dolorosa prueba de lo que los nazis eran capaces de hacer. Sí, reconoció ser agente británico, llevaba uniforme británico y sí -allí estaba la «W» en toda su simetría- fue interrogado por Waldheim. Luego se lo llevaron, lo ejecutaron, y a Waldheim -cuyos colegas (que desde luego no fueron secretarios generales) salvaron la vida de prisioneros británicos- no le importó un bledo su destino.
Visité Bosnia en 1990 para investigar el pasado de Waldheim. Contó al mundo que escribió una tesis de doctorado en los años finales de la guerra y que nada sabía de la subyugación nazi de los Balcanes. Que fue herido en el frente ruso. Pero había allí cierta manipulación de la verdad. Se le envió a Yugoslavia, donde fue oficial de inteligencia del grupo «E» del ejército, con base en Banja Luka. Años antes de que esa ciudad se volviera la capital de los serbios bosnios en la escandalosa guerra entre musulmanes y cristianos, yo visité su antiguo cuartel, donde los serbios me mostraron sus archivos, que aún tenían la envoltura transparente de la Wehrmacht. Hasta estuve en la oficina de interrogatorios, ubicada a un lado del paredón en el que a diario se masacraban serbios y judíos. ¿Será que los disparos de rifle no perturbaban la concentración de Kart Waldheim? ¡Ah, qué magnífico debió de ser tener la paz y silencio de la sede de Naciones Unidas en el East River de Nueva York!
Monty Woodhouse, quien fue jefe de Operaciones Especiales Ejecutivas del Reino Unido durante la guerra, persiguió a Waldheim durante años, junto con un académico judío de inmenso valor. Waldheim publicó un «libro blanco» en el que decía probar su inocencia de crímenes de guerra (más tarde se radicó en el hotel Angleterre de Atenas). No sabía, dijo. Y sus amigos hicieron notar con discreción que fue su esposa la que era miembro del partido nazi en Austria en los treintas; él era sólo un funcionario civil que -en las palabras condenatorias del académico judío- «ayudó a dar un empujón a la rueda».
¿Qué recuerdos se llevó Waldheim a la tumba? Durante la guerra, partisanos griegos de Woodhouse capturaron a un gitano que espiaba a sus colegas por cuenta de los italianos. Woodhouse decidió que se le colgara. Le pregunté qué sintió al hacer tal cosa; al cometer lo que, supongo, podría llamarse un crimen de guerra. Woodhouse respondió -y tengo enfrente sus palabras escritas con mi propia mano-: «Fue terrible. Sentí horrible. Todavía hoy recuerdo la escena. Era un joven infortunado. No dijo mucho en realidad. Yo estuve en la ejecución; lo colgaron de un árbol. Eramos como cien hombres o más, en los primeros días de la ocupación. Si lo hubiéramos dejado ir les habría dicho a los italianos».
Cuando salí de Bosnia en 1988, terminadas mis investigaciones sobre Waldheim, llamé a mi editor de noticias extranjeras, Ivan Barnes, de The Times, para decirle que veía muchos paralelos entre la Yugoslavia moderna y Líbano en vísperas del conflicto de 1975, y que me parecía que iba a estallar una guerra civil en Bosnia. Los serbios, por ejemplo, me insultaron por llegar al antiguo cuartel de Waldheim con un chofer croata. «Ya lo informaremos si sucede», rugió Barnes en el teléfono. Y sí, en 1992 informé sobre la guerra en Bosnia… para The Independent.
¿Y Waldheim? El Estado austriaco lo defendió. Apareció en estampillas. Fue a la ópera. Se le prohibió la entrada a Estados Unidos, cuando ya no necesitaba ir allá. Publicó su libro blanco. Sus ex colegas de la ONU cacarearon mucho sobre su hipocresía. Y recuerdo que quien fue su número dos en la ONU me dijo que siempre supo que «KW» era un «desgraciado», apenas tres días antes de que encontrara yo un ejemplar de segunda mano de las memorias de Waldheim en la librería Waterstones de Piccadilly, en cuyo frontispicio ese mismo hombre elogiaba a Waldheim como un «hombre de principios».
En 1987, el rey Hussein llevó a Waldheim a las alturas de Um Queiss, desde donde se domina Cisjordania, ocupada por Israel, y le concedió la medalla Hussein bin Ali, nombre del abuelo de Hussein. El reyezuelo valiente encomió el patriotismo, la integridad, la sabiduría y los «nobles valores humanos» del austriaco. Debo añadir que el general Loehr, el superior de Waldheim en Yugoslavia, fue colgado por crímenes de guerra.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya