Me escribe Pierre, un viejo amigo parisino: «Aunque no te lo creas salvo que un desastre natural, una invasión alienígena o un milagro esencialmente democrático lo impida (y ni siquiera está claro en ninguna de las tres variables que te propongo), todo apunta a que Nicolás Sarkozy puede convertirse en el nuevo presidente de esta […]
Me escribe Pierre, un viejo amigo parisino: «Aunque no te lo creas salvo que un desastre natural, una invasión alienígena o un milagro esencialmente democrático lo impida (y ni siquiera está claro en ninguna de las tres variables que te propongo), todo apunta a que Nicolás Sarkozy puede convertirse en el nuevo presidente de esta República sumida en plena crisis de identidad». Parece que es verdad. Si nada ni nadie lo remedia, la cuarta potencia mundial del planeta (dicen), la patria histórica de los derechos humanos y también del jacobinismo, el país de más de cinco millones de funcionarios, tres millones de parados y unos sueños de grandeza imperial nunca postergados, puede ver sentada en el trono de su Elíseo la irrefrenable ambición de un ultraconservador de 52 años. Pero ¿quién es Nicolás Sarkozy, este neogaullista de origen húngaro con cara de pocos amigos, sonrisa de postal e imagen de postexistencialista en tarde de domingo en la Rive Gauche?
Efectivamente, se trata del famoso ministro del Interior que prometió (y cumplió) responder con «mano dura» en noviembre de 2005 cuando miles y miles de jóvenes de los barrios periféricos de las grandes ciudades francesas («escoria», en sus palabras) se hicieron visibles al resto del mundo quemando coches y conciencias. Y el mismo que ahora, en plena campaña electoral para la primera vuelta de este domingo 22, habla sin reparos del «determinismo genético» de los pederastas y de los jóvenes suicidas («el problema es que no sabemos cómo gestionar esta patología»). Sarkozy, el adalid del ultraliberalismo frente a la vieja doctrina republicana, el pope de la «santificación del trabajo», la exclusión en las riberas del Sena, una fiscalidad que proteja abiertamente los intereses de las clases más pudientes o el establecimiento de cuotas de inmigrantes por países y oficios, se puede convertir en el nuevo presidente de un país que vive la política esencialmente por televisión en contraste con su realidad cotidiana. Es lo que hay. Y todo ello en el marco de una campaña en la que lo más interesante, señala la prensa crítica, no es la rivalidad entre Sarkozy y la socialdemócrata Ségolène Royal o la aparición de un centro (François Bayrou) que siempre ha sido residual en el Estado francés. El verdadero interés radica en la disputa del elevado voto de la extrema derecha (15% como tendencia mantenida) entre el propio Sarkozy y el inefable Jean Marie Le Pen… Así están las cosas.
Pero hay más. ¿De dónde le van a llover los millones de votos previsibles a este abogado que adora a Chaban-Delmas, negó a Chirac tres veces para luego volver a su regazo y se elevó a la presidencia de su partido (UMP) en 2004 tras salir indemne de ruidos de corrupción, purgas internas e incluso el fuego cruzado del «mercado rosa» local? Lógicamente de la mayoría de las clases económicas más privilegiadas (la brecha social es la mayor en Francia en las últimas décadas), de buena parte del pequeño y mediano empresariado seducido por su oferta de aumento de las horas de trabajo y la política fiscal, de amplios sectores de la clase media perfectamente integrados en el modelo de consumo y atemorizados por los «ruidos periféricos»… Aunque no sólo de ellos. Un nutrido grupo de la santificada «intelectualidad» francesa ha manifestado públicamente y por primera vez en una campaña de estas características, su apoyo incondicional al candidato de la derecha. Es el caso del escritor Max Gallo (recordemos: portavoz en su día de Mitterrand), el filósofo André Glucksmann (activo y reputado militante maoísta en su juventud), el politólogo Pierre-André Taguieff (antiguo situacionista), el ensayista Pascal Bruckner, el novelista Marc Waitzman, los actores Christian Clavier o Jean Reno (hijo de republicanos españoles), el cantante Johnny Halliday («refugiado» en Suiza para huir del fisco) o Alain Delon, que al menos muestra una mayor «coherencia histórica» con su pasado… ¿Las razones para este apoyo diverso? Son plurales: su atlantismo y proamericanismo en algunos casos, su defensa de la «nación francesa» bien entendida, su discurso liberal, su origen judío y sus posturas pro-israelíes… Existe también una adhesión cuando menos curiosa: se trata del rapero Doc Gyneco, un cantante no especialmente famoso hoy pero que le sirve a Sarkozy para mostrar su apoyo a la juventud de los «barrios difíciles» donde, por cierto, no se le ha ocurrido celebrar ningún acto electoral en estas semanas de captación de voto. El problema es que Gyneco, de padres guadalupeños y con un contrato con Virgin, hace ya mucho tiempo que no vive en los «banlieue» (suburbios)…
Sarkozy, cuyo primer acto de campaña fue realizar una visita a Georges W. Bush en Washington, podría ser el nuevo presidente a partir del 6 de mayo, cuando finalice la segunda vuelta del curioso y restrictivo reglamento electoral francés. No me extraña que mi amigo Pierre y muchas otras personas estén preocupadas por el futuro de un país sumido en la política del miedo. Pero quizá se equivoque y definitivamente no sea un desastre natural o un milagro esencialmente democrático sino una invasión alienígena la que acabe finalmente con la ambición de este hipnótico encantador de serpientes. Una invasión en la que los «extraterrestres» podrían venir de mucho más cerca, digamos que de la periferia de las metrópolis reclamando algo tan sencillo (y hoy por hoy prohibido) como el fin de la discriminación social y laboral por los apellidos, el lugar de residencia, la religión o la cultura… Ya lo decía Paul Éluard: «Hay otros mundos… pero están en éste».