Me refiero al referéndum convocado para el próximo 20 de febrero sobre el tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Votaría sí sin ninguna duda si lo que se sometiera a consulta popular fuera lo que se sugiere en la campaña institucional que está haciendo el Gobierno, en la cual por radio y […]
Me refiero al referéndum convocado para el próximo 20 de febrero sobre el tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Votaría sí sin ninguna duda si lo que se sometiera a consulta popular fuera lo que se sugiere en la campaña institucional que está haciendo el Gobierno, en la cual por radio y televisión nos leen unos pocos y elegidos artículos de los 448 de que consta dicho tratado. Votaría a favor de los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, tal como lee Emilio Butrageño. Votaría a favor de la paz, la seguridad, el desarrollo sostenible del planeta, la solidaridad y el respeto mutuo entre los pueblos, el comercio libre y justo, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos que recita Johan Cruyff. Daría un sí rotundo al derecho a la libertad de expresión tal como invoca el tratado y leen Iñaki Gabilondo y Luis del Olmo, y también a que la Unión Europea fomente la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los Estados miembros, respete la riqueza de su diversidad cultural y lingüística y vele por la conservación y el desarrollo del patrimonio cultural europeo, como explica Loquillo.
Sucede que no es eso lo que se somete a referéndum, por mucho que lo sugiera la engañosa y manipuladora campaña gubernamental. Todo eso ya lo tenemos aprobado. Está incluido en el Tratado de la Unión Europea que se concluyó en 1992 en Maastricht y que fue reformado posteriormente en 1997 por el Tratado de Ámsterdam y en 2001 por el Tratado de Niza.
Tampoco se somete a votación, aunque algunos puedan pensarlo así debido a la campaña de desinformación a la que nos vemos expuestos, si debe existir o no la Unión Europea, que ya existe y no dejará de existir aunque votemos no; ni si vamos a seguir perteneciendo a ella, que vamos a seguir perteneciendo en todo caso. Ni si vamos a seguir percibiendo fondos europeos, que triunfe el sí o el no los vamos a percibir en mucha menor medida que hasta ahora, porque desde el año pasado ya no somos quince sino veinticinco a repartir y no se prevé un aumento del presupuesto de la Unión. Tampoco la pregunta es si la integración en las instituciones europeas ha sido positiva o no; porque la pregunta se refiere al futuro y no al pasado.
Lo que se nos pregunta ahora es si estamos de acuerdo con el tratado internacional concluido en Roma en octubre de 2004 (que no Constitución, en sentido estricto, como reconoce cualquier jurista y ha dicho expresamente el Tribunal Constitucional) que refundiría y sustituiría al Tratado de la Unión Europea y al primer Tratado de Roma que estableció la Comunidad Europea. Este nuevo tratado recoge muchos de los contenidos de los anteriores tratados; y muchos de esos contenidos, como los que se leen en la campaña de propaganda oficial, son difícilmente impugnables. Todos, o casi todos, estamos de acuerdo con ellos. Pero debemos leerlos dentro del contexto completo.
La pregunta que debemos hacer es: ¿qué aporta de nuevo el tratado ahora sometido a consulta popular? ¿Qué cambios supone en la organización y en la futura acción de la Unión Europea? Porque será lo que cambia, y no lo que permanece, lo que justifique optar en un sentido o en otro a la hora de votar.
Entre lo que cambia, hay que reconocer que hay algunos contenidos positivos. Se dota a la Unión Europea de personalidad jurídica, se unifican y simplifican los tratados anteriores (aunque no suficientemente, el nuevo texto sigue siendo largo y farragoso); eleva la carta de derechos fundamentales al rango constitucional, aunque no establece mecanismos de garantías nuevos ni superiores a los ya existentes; refuerza el papel del Parlamento Europeo y el control por los parlamentos nacionales de la política común; reduce el poder de veto de los Estados con el mecanismo de doble mayoría de estados y de población.
Pero los hay también negativos. Mantiene el sistema de reforma propio de los tratados internacionales, por unanimidad de los Estados miembros, sin participación de los ciudadanos europeos como tales a través del Parlamento Europeo o de referéndum del conjunto de la Unión, lo que aleja la posibilidad de tener una verdadera Constitución. Afirma y blinda un modelo económico neoliberal de libre mercado basado en la competitividad y en la liberalización (leáse privatización) de servicios; reafirma el pacto de estabilidad en torno al déficit cero; las políticas sociales y fiscales están sujetas a la unanimidad, y por lo tanto al derecho de veto, lo que dificulta una convergencia de derechos sociales. Establece una política exterior potencialmente militarista, subordinada a los Estados Unidos y a la OTAN.
Sin duda, el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa es un paso más en la construcción europea. Pero, a mi entender, un paso escorado en una dirección que no es la correcta, y que si es seguido por otros pasos en la misma dirección nos desviará y alejará de una Europa plenamente democrática y solidaria, de la Europa social y de los ciudadanos a que aspiramos muchos. Por eso voy a votar que no.