Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.
La cumbre de la UE que se celebrará mañana [12-07-2015] sellará el destino de Grecia y de la eurozona. Cuando escribo estas líneas, Euclides Tsakalotos, mi querido amigo, camarada y sucesor como ministro de Finanzas griego, se dirige a la reunión del Eurogrupo que decidirá si se alcanza un acuerdo de última hora entre Grecia y nuestros acreedores, y si dicho acuerdo contiene el nivel de alivio de la deuda que podría hacer viable la economía griega dentro del la zona euro. Euclides lleva consigo un plan de reestructuración de la deuda moderado y bien pensado que sin duda es ventajoso tanto para Grecia como para sus acreedores. (Intentaré publicar los detalles del mismo en este blog el lunes [13-07-2015], cuando haya pasado la tormenta). Si esta modesta propuesta de reestructuración de la deuda es rechazada, como ha anunciado el ministro de Finanzas alemán, la cumbre de la UE tendrá que decidir entre expulsar a Grecia de la eurozona ahora o mantenerla un poco más, en un estado de creciente miseria, hasta que decida marcharse en un futuro próximo. La cuestión es: ¿Por qué se resiste el ministro de Finanzas alemán, Dr. Wolfang Schäuble, a una reestructuración de la deuda sensata, leve y mutuamente beneficiosa? El siguiente artículo de opinión, publicado el 10 de julio de 2015 en The Guardian, ofrece mi respuesta. [Por favor téngase en cuenta que el título que aparece en The Guardian no era el que yo elegí. El mío es el que encabeza esta entrada: El trasfondo de la negativa alemana a aliviar la deuda griega]. Puede leerse el artículo en el diario británico aquí o…
El drama financiero griego lleva cinco años acaparando titulares por una razón: la obstinada negativa de nuestros acreedores a ofrecer un imprescindible alivio de la deuda. ¿Por qué, en contra del sentido común, en contra del juicio del FMI y en contra de la práctica diaria de los banqueros ante deudores en una situación difícil, se resisten a una reestructuración de la deuda? La respuesta no está en la economía sino en las profundidades de la laberíntica política europea.
En 2010 el Estado griego se volvió insolvente. Se presentaron dos opciones compatibles con la continuidad de Grecia como miembro de la zona euro: la sensata, que recomendaría cualquier banquero decente: reestructurar la deuda y reformar la economía; y la opción tóxica: conceder nuevos préstamos a una entidad en bancarrota y aparentar su solvencia.
La Europa oficial escogió la segunda opción, anteponiendo el rescate de los bancos franceses y alemanes expuestos a la deuda pública griega a la viabilidad socioeconómica de Grecia. Una reestructuración de la deuda habría supuesto pérdidas para los banqueros poseedores de deuda griega. Para evitar confesar a los parlamentos que los contribuyentes tendrían que pagar una vez más a los bancos mediante nuevos préstamos insostenibles, los funcionarios de la UE presentaron la insolvencia del Estado griego como un problema de falta de liquidez, y justificaron el «rescate» como un caso de «solidaridad» con los griegos.
Con el fin de plantear la cínica transferencia de las pérdidas privadas irrecuperables a los contribuyentes como algo que se hacía «por su propio bien», se impuso a Grecia una austeridad sin precedentes, que provocó que su ingreso nacional -con el que debían devolverse las viejas y las nuevas deudas- disminuyera en más de la cuarta parte. Bastan los conocimientos matemáticos de un chico listo de 8 años para darse cuenta de que este proceso no podía terminar bien.
Una vez completada la sórdida operación, Europa dispuso automáticamente de otra razón para negarse a discutir la reestructuración de la deuda: ¡ahora afectaría al bolsillo de los ciudadanos europeos! Y en consecuencia fueron administrándose dosis crecientes de austeridad mientras aumentaba la deuda, obligando a los acreedores a conceder más préstamos a cambio de más austeridad todavía.
Nuestro Gobierno fue elegido con el mandato de romper este círculo vicioso; de exigir la reestructuración de la deuda y de poner fin a la catastrófica austeridad. Las negociaciones han alcanzado un punto muerto muy publicitado por una simple razón: nuestros acreedores continúan descartando cualquier reestructuración concreta de nuestra deuda impagable al tiempo que insisten en que la devuelvan «paramétricamente» los griegos más débiles, sus hijos y sus nietos.
En mi primera semana como ministro de Finanzas recibí la vista de Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo (los ministros de Finanzas de la eurozona), quien me planteó una dura disyuntiva: o aceptáis la «lógica» del rescate y renunciáis a cualquier exigencia de reestructuración de la deuda o vuestro acuerdo de préstamo «se estrellará», con la consecuencia implícita del cierre de los bancos griegos.
Siguieron cinco meses de negociaciones bajo condiciones de asfixia monetaria y una fuga de depósitos inducida, supervisada y administrada por el Banco Central Europeo. El aviso estaba claro: a menos que capitulásemos, pronto nos veríamos enfrentados a controles de capital, cajeros automáticos fuera de servicio, bancos cerrados y, en última instancia, el Grexit.
La amenaza del Grexit ha sido una historia llena de altibajos. En 2010 sembró el temor en las mentes y los corazones de los financistas, puesto que sus bancos estaban repletos de deuda griega. Incluso en 2012, cuando el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, decidió que los costes del Grexit eran una «inversión» que valía la pena como forma de disciplinar a Francia y a otros, esa perspectiva seguía causando espanto a casi todos los demás.
En el momento en que Syriza llegó al poder el pasado mes de enero, y como para confirmar nuestra denuncia de que los «rescates» no tenían nada que ver con rescatar a Grecia (y todo con proteger a la Europa del norte), una gran mayoría dentro del Eurogrupo -bajo la tutela de Schaüble- había elegido el Grexit, ya fuera como su resultado deseado o como el arma preferida contra nuestro Gobierno.
Los griegos, con razón, tiemblan ante la idea de ser separados de la unión monetaria. Salir de una moneda común no se parece en nada a cortar un tipo de cambio fijo, como hizo Gran Bretaña en 1992, cuando se decía que Norman Lamont cantó en la ducha la mañana que la libra esterlina abandonó el Mecanismo Europeo de Cambio (ERM, por sus siglas en inglés). Lamentablemente, Grecia no tiene una moneda cuya paridad con el euro se pueda cortar. Su moneda es el euro: una moneda extranjera totalmente administrada por un acreedor contrario a la reestructuración de la insostenible deuda de nuestro país.
Para salirnos tendríamos que crear una nueva moneda a partir de cero. Para introducir nuevo papel moneda en el Iraq ocupado se necesitó casi un año, unos 20 Boeing 747, el despliegue del poderío militar estadounidense, tres compañías de impresión y cientos de camiones. Sin esos recursos, el Grexit equivaldría al anuncio de una gran devaluación con 18 meses de antelación: una receta para liquidar el capital social de Grecia y transferirlo al exterior por cualquier medio disponible.
Con el Grexit reforzando la fuga de depósitos inducida por el BCE, nuestros intentos de volver a poner sobre la mesa de negociación la reestructuración de la deuda cayeron en saco roto. Una y otra vez nos dijeron que este era un asunto para un futuro indeterminado, al que se llegaría cuando «se completara con éxito el programa»: una formidable paradoja (Catch 22) ya que el «programa» nunca podría tener éxito sin una reestructuración de la deuda.
Este fin de semana llega el momento cumbre de las negociaciones, mientras Euclides Tsakalotos, mi sucesor, intenta una vez más poner el caballo delante del carro: convencer a un Eurogrupo hostil de que la reestructuración de la deuda es un prerrequisito del éxito de las reformas griegas, no una recompensa a posteriori por ello. ¿Por qué es tan difícil entender esto? Se me ocurren tres razones.
Europa no supo cómo responder a la crisis financiera. ¿Debía prepararse para una expulsión (Grexit) o para una federación?
Una es que la inercia institucional es difícil de superar. Una segunda, que la deuda insostenible otorga a los acreedores un poder inmenso sobre los deudores, y el poder, como es sabido, corrompe incluso a los mejores. Pero es la tercera la que me parece más pertinente y, de hecho, más interesante.
El euro es un híbrido entre un sistema de tipo de cambio fijo, como el ERM de los años ochenta, o el patrón oro de los años treinta, y una divisa estatal. El primero mantiene su integridad por el miedo a la expulsión, mientras que la divisa estatal incluye mecanismos para reciclar los excedentes entre Estados miembros (por ejemplo, unos presupuestos federales, bonos comunes). La eurozona está entre ambos modelos: es más que un sistema de tipo de cambio y menos que un Estado.
Y ahí está el problema. Europa no supo cómo responder a la crisis de 2008-2009. ¿Debía preparar el terreno para al menos una expulsión (es decir, el Grexit) con el fin de reforzar la disciplina? ¿O convertirse en una federación? Hasta el momento no ha hecho ninguna de las dos cosas, y su angustia existencial es cada vez mayor. Schäuble está convencido de que, tal como están las cosas, necesita un Grexit para despejar la situación de un modo u otro. De repente, una deuda pública griega permanentemente insostenible, sin la cual el riesgo del Grexit se desvanecería, ha adquirido una nueva utilidad para Shäuble.
¿Qué quiero decir con esto? Basándome en meses de negociaciones, mi convicción es la de que el ministro de Finanzas alemán quiere que Grecia sea expulsada de la moneda única para meter miedo a los franceses y obligarles a aceptar su modelo de una eurozona disciplinada.