Casi seis meses después de asumir sus funciones el gobierno griego de Syrza sigue enfrentado a la decisión europea de someterlo a un programa de austeridad cuyos resultados, desde su aplicación, en 2010, ha sido el de hundir el país en la pobreza y la caída d 25% su Producto Interno Bruto. Los intentos del […]
Casi seis meses después de asumir sus funciones el gobierno griego de Syrza sigue enfrentado a la decisión europea de someterlo a un programa de austeridad cuyos resultados, desde su aplicación, en 2010, ha sido el de hundir el país en la pobreza y la caída d 25% su Producto Interno Bruto. Los intentos del primer ministro Alexis Tsipras de poner fin a ese programa y de relanzar la economía de su país se ha enfrentado al desafío que representa la caja vacía del Estado, el fraude y la evasión de impuestos y a una deuda externa impagable, que se ha prácticamente duplicado desde la aplicación del plan de «rescate» impuesto por la «troika» conformada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y la Fondo Monetario Internacional (FMI).
Las negociaciones entre el gobierno griego y la Europa conservadora han llegado a un callejón sin salida. Pero, sobre todo, han desnudado las falencias de una Europa en manos de un creciente neofascismo que ha llevado a ese callejón sin salida no solo las negociaciones con Grecia, sino el proyecto europeo mismo, como la advierten las más diversas voces. Entre ellas, la del expresidente de la Comisión Europea, Jacques Delors (1985-95), probablemente el último con una visión de Europa integrada a camino de una cierta igualdad, luego sustituida por una corriente neoliberal que ha promovido la reforma de los tratados constitutivos de la unión y conducido a un aumento de las tensiones que hoy amenazan con poner fin al proyecto.
Firmado en diciembre del 2007 el Tratado de Lisboa se eligió a un político belga conservador, Herman van Rompuy, «desconocido en la Bruselas europea», como presidente. La inglesa Catherine Ashton asumía la dirección de la política exterior, el portugués José Manuel Durão Barroso seguía a cargo de la Comisión Europea. Un cargo que le fue otorgado como retribución por su papel de anfitrión del trío de las Azores -conformado por George Bush, Tony Blair y José María Aznar- cuando, el 15 de marzo del 2003, lanzaron un ultimátum al gobierno de Iraq para que se deshiciera de sus armas químicas. Armas que, como sabemos, no existían. Pero sirvieron de pretexto para la desastrosa invasión del país.
«La renovación de Barroso al frente de la Comisión ya fue una mala señal. La elección ahora de Van Rompuy y Ashton va por el mismo camino, el del provincianismo y la falta de aspiraciones globales en una Europa en manos de los viejos estados-nación», estimó entonces el diario español «Público», en un editorial del 21 de noviembre de 2009.
El drama griego «no es ni será solamente nacional», advirtió, la semana pasada, Delors, fundador del instituto que lleva su nombre. «Tiene y tendrá efectos sobre toda Europa, de la que Grecia es parte tanto por su historia como por su geografía».
Callado, prudente, Delors esperó el desarrollo de los acontecimientos. Cuando la crisis parecía sin solución decidió hablar. Lo hizo en compañía de otros dos miembros del instituto: Pascal Lamy y Antonio Vitorino. Lamy fue director de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Vitorino, excomisario europeo, fue también ministro de Defensa de Portugal.
No se trata -agregó el documento del Instituto Delors- «de medir las consecuencias económicas y financieras más o menos limitadas de una salida de Atenas de la unión monetaria: se trata de ver la evolución de Grecia en una perspectiva geopolítica, como un problema europeo que permanecerá. No es solamente con los microscopios del Fondo Monetario Internacional que hay que mirar a Grecia, sino con prismáticos más amplios, o sea, como un Estado que pertenece a los Balcanes, donde la inestabilidad no necesita ser estimulada en estos tiempos de guerra en Ucrania y en Siria, del desafío terrorista, sin olvidar la crisis migratoria».
Una visión geopolítica que ha estado ausente del debate de quienes solo ven en el gobierno griego una amenaza para la agenda de austeridad que ha hecho imposible encontrar una salida a la crisis financiera que lleva ya más de siete años en la eurozona.
Papel de Alemania
De la mano de Alemania -con el apoyo de los gobiernos conservadores que han aplicado con entusiasmo las medidas de austeridad, como España y Portugal, y de países de Europa del este, como los Bálticos, o Eslovenia- se trataba de imponer la idea de que, sin Grecia, la zona euro sería más estable. Como lo dijo la corresponsal del diario francés Le Monde en Berlín, las consecuencias negativas de una salida del euro deberían ser tales para los griegos que desarmarían cualquier intento de resistencia en otros países.
El papel de Alemania en Europa fue objeto de un libro devastador, publicado en mayo pasado por el eurodiputado del Partido de Izquierda francés y excandidato presidencial, Jean-Luc Mélanchon.
Se trata de «El arenque de Bismark» o «el veneno alemán». Curioso nombre, que deriva de la interpretación de Mélanchon sobre el significado de los diversos gestos de la canciller alemana, Angela Merkel, cuando recibió al presidente francés, François Hollande, en mayo del año pasado a bordo del Nordwind, en el mar Báltico (Nordwind, nombre de la última ofensiva alemana contra Francia en la II Guerra Mundial, recuerda Mélanchon).
«Europa va mal», asegura. «Las finanzas reinan por todas partes, saquean, matan y contaminan». Esto es así porque Alemania «no sabe vivir de otra manera», siempre a la «procura de mano de obra más barata y abundante. De otro modo, ¿quién financiará las pensiones de su población decreciente y cada vez más vieja?»
Para lograrlo, dice Mélanchon, Alemania ha anexionado al «sueño europeo», uno a uno, los países del este europeo, luego de hacerlos pasar por las reformas exigidas para la adhesión a los tratados. Sueño europeo que, mientras tanto, se ha transformado en una «estafa».
«Millones de personas se hicieron entonces disponibles. Desde sus casas, o como trabajadores a destajo, ofrecen la mano de obra de bajo costo que permite lo ‘hecho en Alemania’ financiar sus fondos de pensión».
Mélanchon acusa Alemania de pretender «separar totalmente la economía de la decisión de los ciudadanos» y de hacer de Grecia un laboratorio político para ensayar «como quebrar la resistencia de los que se oponen al ordoliberalismo», modelo económico de extremo liberalismo lanzado por el economista alemán Walter Eucken y la Escuela de Friburgo en los años 30 del siglo pasado.
«Es la doctrina política que Alemania quiere imponer a todos, el triunfo del capitalismo financiero, origen de «los peores conflictos en las naciones y entre ellas en la medida en que inocula a todas su veneno».
Mélanchon concluye afirmando que «el imperialismo alemán está de vuelta». «El modelo alemán es una impostura que reúne los ingredientes de una terrible conflagración». El revólver puesto en la sien de Grecia «amenazada fríamente con la quiebra bancaria y el terrible inicio de una nueva etapa cruel de la historia».
«Sabemos que la moneda única es alemana. Pero ella está amenazada por la misma Alemania. La dictadura de la austeridad puede expulsar en cualquier momento a los países que fueron llevados a la bancarrota. ¿Cuánto vale una moneda cuyas fronteras políticas están amenazadas por una tal inestabilidad?».
Advertencia similar a la lanzada en estos días por economistas como los premios Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, para quien el problema de Europa es Alemania, no Grecia; o Paul Krugman, que la acusó de perjudicar gravemente el proyecto europeo.
Una «guerra sin bombas», como decía el pasado 11 de julio un reportaje de la BBC sobre el acoso alemán a Grecia.
Guerra con bombas
Si, por ahora, se trata de una guerra sin bombas, la historia recuerda como una guerra así se transformó en otra, con bombas.
Con frecuencia uno se pregunta como el mundo llegó a los extremos que llevaron a las guerras mundiales. Parece incomprensible que no se haya parado a tiempo ese proceso. Pero no se hizo.
Hanna Arendt, filósofa alemana que murió en 1975 en Nueva York, analizó en detalle ese proceso. «El odio, que no escaseaba, ciertamente, en el mundo de la preguerra, comenzó a desempeñar un papel decisivo en todos los asuntos, de forma tal que la escena política en los años engañosamente tranquilos de la década de los 20 asumió la atmósfera sórdida y fantástica de una querella familiar», como en las obras del dramaturgo sueco August Strindberg.
Arendt se refería a las naciones europeas: «todo el mundo se alzaba contra todo el mundo, y especialmente contra sus más próximos vecinos -los eslovacos contra los checos, los croatas contra los serbios, los ucranianos contra los polacos».
Analizaba, con especial preocupación, el papel de las nacionalidades, divididas, esparcidas por el territorio de diversas naciones europeas, en particular alemanes que vivían fuera de Alemania, o judíos que no tenían un Estado que los representara.
El interés nacional (en este caso, de la nacionalidad alemana, repartida en diversos Estados) tenía prioridad sobre la ley mucho tiempo antes de que Hitler pudiera declarar que lo justo era lo que resultara bueno para el pueblo alemán.
Las condiciones del poder moderno, decía Arendt, «hacen de la soberanía nacional una burla, excepto por lo que se refiere a los Estados gigantescos».
De cierto modo, los arreglos territoriales de postguerra y la misma creación de la Unión Europea pretendían resolver esos problemas y crear un súper Estado capaz de poner a Europa de nuevo en la primera línea de la política mundial.
Pero no fue así. Una revisión de los planteamientos de Arendt quizás ayuden a entender la gravedad del momento que se vive nuevamente en Europa. Los arreglos a los que hicimos referencia, entre ellos medidas especiales para proteger las minorías nacionales, lejos de garantizar sus derechos dejó en evidencia que «Europa había estado gobernada por un sistema que jamás había tenido en cuenta o respondido a las necesidades de por lo menos el 25% de su población».
Es inevitable ver hoy esa unión europea (o, más delimitada, solo la eurozona) como un Estado con diversas nacionalidades. Pero hay algunas nacionalidades marginales, que pesan menos que otras. Basta ver la contribución de cada país al Mecanismo de Estabilidad Europea, al que Alemania aporta, en cifras redondas, 27%, seguida de Francia, con 20%; Italia, con 18% y España con 12%. Cerca de ¾ del total. Esa es la «nación europea», integrada por 19 países. Los otros 15 aportan en ¼ restante, siendo que los griegos lo hacen con poco menos del 3%.
Cuando quedó roto el precario equilibrio entre la nación y el Estado, decía Arendt, «entre el interés nacional y las instituciones legales, la desintegración de esta forma de gobierno y de organización de los pueblos sobrevino con una aterradora rapidez». Arendt hablaba de «una estructura estatal que, si todavía no era completamente totalitaria, al menos no toleraba oposición alguna y prefería perder a sus ciudadanos que albergar a personas con diferentes puntos de vista». Es esa la sensación que nos da esa «nación europea». Así actúa nuevamente, como denunciaba Mélanchon, esa «nación», cuyo interés nacional es el alemán.
Resultaba claro -decía Arendt- «que la soberanía nacional completa sólo era posible mientras existiera la comunidad de naciones europeas; porque eran este espíritu de solidaridad no organizada y ese acuerdo los que impedían a cualquier gobierno el ejercicio de su completo poder soberano». Pero esa comunidad ha desaparecido y el gobierno alemán ejerce, de nuevo, y de forma prácticamente completa, ese poder soberano.
El grado de lo que Arendt llamaba «infección totalitaria» de un gobierno era la medida en la que utilizaba su derecho de soberanía para decretar la «desnacionalización» de los demás ciudadanos. Como ahora propone hacer con Grecia.
En la Alemania nazi, recordaba, las Leyes de Nuremberg distinguían entre ciudadanos del Reich (ciudadanos completos) y los «nacionales», o ciudadanos de segunda clase, sin derechos políticos. Se «abrió así el camino para una evolución en la que, eventualmente, todos los nacionales de ‘sangre extranjera’ podían perder su nacionalidad. Eso ya lo saben los griegos, a los que el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, miembro de la conservadora Unión Demócrata Cristiana, propuso perder su «nacionalidad europea» por lo menos por cinco años.
«Algo mucho más fundamental que la libertad y la justicia, que son derechos de los ciudadanos, se halla en juego cuando la pertenencia a la comunidad en la que uno ha nacido ya no es algo corriente y la no pertenencia deja de ser una cuestión voluntaria», recordaba Arendt. La imagen, nuevamente, se adapta a la perfección al caso actual, si no tomamos en cuenta literalmente la referencia a «a comunidad en la que uno ha nacido».
En ese caso, «la calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos», como los griegos, que dejan de pertenecer a una comunidad, la europea, que debería haberles garantizado esos derechos.
El peligro estriba -concluía Arendt- «en que una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio, obligando a millones de personas a llegar a condiciones que, a pesar de todas las apariencias, son las condiciones de los salvajes». «Esta moderna expulsión de la Humanidad tiene consecuencias mucho más radicales que la antigua costumbre medieval de la proscripción».
Está claro que la reacción europea ha puesto una pistola en la sien de cada europeo -una figura ya usada por Mélanchon- y les ha dicho: -¡Si se mueven, disparo!
La gravedad de ese hecho no puede ser minimizada. Entre otras cosas, porque no será aceptado por los europeos, lo que tendrá consecuencias gravísimas y evidentes. No hacer nada ante esta evidencia no nos dará derecho, después, a preguntarnos cómo llegamos a la catástrofe. Catástrofe que, cuando ocurra, no nos dará ahora siquiera tiempo de preguntarnos nada.
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