Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.
En el Reino Unido los políticos responsabilizan a los inmigrantes de la crisis habitacional, el desempleo y el caos del Sistema Nacional de Salud (NHS). El Gobierno británico insinúa que estarían haciendo turismo de prestaciones sociales y afirma que su reticencia a integrarse o a aprender inglés ha hecho que los británicos se sientan molestos. Si encuentran trabajo, nos están robando los empleos. Si no lo encuentran, están viviendo a costa de nuestro estado de bienestar.
Mientras el foco mediático está puesto en los hombres, mujeres y niños que escapan de Siria, el Daily Mail ha vuelto su atención hacia los británicos que viven en el extranjero y cómo les afecta la crisis, según puede observarse en uno de sus titulares del pasado 27 de mayo: «¿Cuántos más puede acoger Kos? Miles de personas llegadas en embarcaciones desde Siria y Afganistán establecen un campo de inmigrantes en esta popular isla griega; los turistas califican la situación de ‘asquerosa'».
Además de creer que los inmigrantes son los responsables de todos nuestros problemas (desempleo, vacaciones horribles), otro mito que se escucha a menudo es que la inmigración en el Reino Unido es un fenómeno reciente. Sin embargo, parte de lo que hace que este país sea el crisol étnico que hoy celebramos, es toda la gente que se ha ido estableciendo aquí a lo largo de la historia.
La inmigración en el Reino Unido está documentada desde el tiempo de los romanos, los cuales permanecieron en Britania casi 400 años. Tras la caída del Imperio romano llegaron las tribus anglas, sajonas y jutas procedentes del norte de la actual Alemania. Los vikingos, los normandos, los hugonotes y los irlandeses han formado parte de nuestra historia, y estas y otras comunidades han determinado numerosos aspectos de nuestra lengua, nuestra literatura y nuestra arquitectura.
Cuando nos conviene fomentamos activamente o forzamos la inmigración. Entre los siglos XI y XIX un total de 30 millones de esclavos cruzaron el Atlántico para ayudar a construir el Imperio británico trabajando en los campos y las plantaciones de las colonias. Muchos de los edificios que pueden verse actualmente en Londres, Liverpool y Bristol fueron levantados con dinero del comercio de esclavos.
Después de la Segunda Guerra Mundial el Reino Unido tendió la mano primero a Europa y luego a sus colonias, y animó a miles de personas del Caribe, la India, Pakistán y las Indias Occidentales a venir al país y contribuir a la reconstrucción de la economía. Irónicamente, muchas de esas personas eran pobres como resultado de la explotación colonial británica.
Sin embargo, cuando no nos conviene ponemos freno a la inmigración. Así, mientras que a los trabajadores procedentes de las Indias Occidentales se les concedió la entrada en el Reino Unido al terminar la Segunda Guerra Mundial, a los supervivientes del Holocausto se les limitó por no ser «asimilables». A pesar de ello, está muy extendida la opinión de que este país hizo todo lo que pudo para ayudar a los judíos en aquel momento.
Para poner freno a las solicitudes de asilo de determinados grupos, en los últimos 30 años el Reino Unido ha impuesto restricciones en la concesión de visados a los siguientes países: en 1985 a Sri Lanka para disuadir a los tigres tamiles; en 1989 a Turquía para desalentar a los kurdos; en 1992 a los ciudadanos de la antigua Yugoslavia para contener el flujo de víctimas de la guerra; en 1995 a Sierra Leona para controlar a las víctimas de la guerra civil que buscaban refugio; en 2002 a Zimbabwe para restringir el asilo político. Hay muchos más.
Con todo esto en mente, la «tolerancia» británica que defienden los políticos resulta un concepto vacío. Asimismo, son falsas las declaraciones de que el sistema de prestaciones sociales del Reino Unido está generando un «efecto llamada» que fomenta la llegada de refugiados. El Reino Unido acoge tan solo a un 1% de todos los refugiados del mundo, mientras que los países más pobres albergan al 80%.
El lenguaje de la inmigración es fundamental. Al definir al Reino Unido como una sociedad tolerante -si bien es cierto que la sociedad está haciendo frente a la llegada de personas que buscan un poco de tranquilidad- el Gobierno puede permitírselo todo: aprobar recortes atroces en las prestaciones sociales, por ejemplo, o no ofrecer un lugar seguro para vivir a los refugiados sirios que el país debe acoger según la cuota asignada.
Lo que nos devuelve a la isla de Kos y a los sirios y afganos que están perturbando las vacaciones de los turistas británicos. Hay miles de ciudadanos británicos viviendo en Grecia; algunos utilizan el sistema sanitario de aquel país, algunos no hablan griego. Pero a ninguno se les acusa de estar robando prestaciones a las comunidades locales porque ellos son expatriados, no inmigrantes.
Expatriado es un término reservado para los occidentales y evoca superioridad, bienestar económico y privilegios, mientras que la palabra inmigrante se utiliza para describir a los africanos, árabes y asiáticos, y está asociada a inferioridad y pobreza. El primero alude a alguien que contribuye a la economía, en tanto que el segundo lo hace a una persona que quiere vivir a costa del sistema.
Los medios se refieren constantemente a las miles de personas que cruzan el Mediterráneo y llegan a lugares como Kos como inmigrantes, y en el proceso olvidamos que se trata de hombres, mujeres y niños que tienen familias y vidas. Al despojarles de sus nombres hemos conseguido deshumanizarlos, tanto que estamos dejando que se ahoguen. Nunca permitiríamos que los expatriados corrieran la misma suerte.