La imagen de Aylan, el niño dormido que no se despertará llorando, proporciona a las izquierdas una buena ocasión para que nos mostremos regañones y acusatorios. Están los que justamente recuerdan el naufragio endémico en las costas de Europa y los 14.000 niños asesinados en Siria en los últimos años. Están los que justamente corresponsabilizan […]
La imagen de Aylan, el niño dormido que no se despertará llorando, proporciona a las izquierdas una buena ocasión para que nos mostremos regañones y acusatorios. Están los que justamente recuerdan el naufragio endémico en las costas de Europa y los 14.000 niños asesinados en Siria en los últimos años. Están los que justamente corresponsabilizan a nuestros gobiernos de las situaciones que se viven en los países de origen; y también los que, injustos e hipócritas, se vuelven tan fraudulentamente selectivos como aquellos a los que regañan y culpan a la OTAN (sic) de la violencia en Siria, olvidando que esos 14.000 niños fueron asesinados por el régimen de Bachar Al-Assad, responsable también del 90% de las muertes de civiles en el último año. Y están, por último, los que justamente se escandalizan o deprimen por la indiferencia crónica y la intensa sensiblería intermitente y denuncian el uso -y los efectos- de la imagen del niño Aylan definitivamente pacificado en una playa de Turquía.
A Rousseau no le gustaba el teatro porque le irritaba emocionarse ante situaciones en las que no se puede intervenir. A Aristóteles, por el contrario, esta emoción le parecía ya una intervención, al menos sobre uno mismo. Lo malo de nuestra reacción ante la imagen de Aylan, el niño muerto en una playa turca, el niño dormido que no se despertará llorando, no es que sea enfermiza o insana; es moralmente razonable y emocionalmente ajustada al estímulo. ¡El problema es que no estamos en el teatro! El problema es que el mundo se ha convertido en un teatro frente al cual podemos intervenir «poéticamente» sobre nosotros mismos -para purificarnos- pero en el que no podemos intervenir materialmente para cambiarlo. Incluso los izquierdistas regañones y acusatorios apenas hacemos otra cosa que marcar conciencia -como otros paquete- en Facebook y Twitter. El mundo es un teatro no porque se nos presente en forma de imágenes manipuladas ni porque nuestras reacciones frente a ellas sean erróneas o impuras sino porque, como se irritaba Rousseau, lo que caracteriza al drama representado en un escenario -a un metro infranqueable de nuestras narices- es que no podemos intervenir en él. El mundo es un teatro porque, como en el teatro, nosotros somos meros espectadores. Cuando digo «nosotros» me refiero a todos -sirios normales y españoles normales-, cuyos papeles son en realidad intercambiables; me refiero a todos, sí, salvo al Pentágono y al Estado Islámico, por citar dos de las pocas fuerzas, casi todas perversas, que no se limitan a mirar.
¿De quién es la culpa? ¿A qué atribuir esta alternancia paralizadora de indiferencia crónica y sentimentalismo intermitente?
A la estructura tecno-mercantil del mundo que impone un nihilismo espontáneo de la percepción y convierte el dolor ético en un placer alimenticio y casi sexual. Vale.
A la natural indiferencia del hombre ante las largas distancias, donde ocurren cosas que nos afectan poco. Bueno.
A la contradicción entre la afirmación de derechos y principios y la imposición de hecho de un mundo presidido sin escapatoria por jerarquías soberanas entre las Naciones-Estado, por el neocolonialismo y el intercambio desigual, por el despojo de recursos y el intervencionismo a pequeña y gran escala, por la defensa de intereses, en definitiva, que solapan la geopolítica y los privilegios de clase. Sin duda.
A la voluntad concreta de los gobiernos capitalistas que explotan la estructura tecno-mercantil del mundo, la pereza humana para las largas distancias y el realismo geopolítico a fin de violar o sortear sus propios compromisos humanitarios y desplazar las responsabilidades hacia los más débiles o los más amenazados. Claro que sí.
En todo caso no creo que debamos perder mucho tiempo en denunciar la reacción mayoritaria ante la imagen de Aylan, el niño dormido que no se despertará llorando, ni su consumo mediático. Al contrario. Es bueno, es esperanzador, que los seres humanos más perezosos, los más manipulados, los más privilegiados, nuestras clases medias trabajadas por el hedonismo de masas y tentadas por el racismo y la xenofobia, sigan reconociendo -a través de la pequeña rendija por la que se asoman al mundo- la diferencia «niño». Lo malo no es nuestra emoción sino nuestra inacción. Ese sobresalto selectivo de sensibilidad selecciona bien, en realidad, su objeto.
Nos puede parecer cabreante la indiferencia rutinaria ante la muerte de niños sin nombre y sin foto, ante los miles de náufragos en los últimos 20 años, ante el «genocidio estructural» en nuestras fronteras. Lo cierto es que una combinación de emergencia humanitaria, azar trágico y consumismo mediático nos ha entregado al niño Aylan, muerto en una playa de Turquía, y con él una oportunidad para deconstruir el sentido común xenófobo imperante: ese niño muerto, digamos, hará más difícil tratar mal a sus padres vivos.
Vivimos en un mundo muy fantasioso en el que la imaginación, al contrario, ha quedado bloqueada o colapsada y con ella la posibilidad de las representaciones particulares de los vínculos entre cuerpos. Los niños concretos -los que vemos y reconocemos- son poderosísimos viveros de imaginación; los nuestros (que, no lo olvidemos, llegaron a casa como «extranjeros») nos ayudan a reconocer a los «extranjeros» como nuestros. Seamos sinceros: en el mundo de hecho los humanos, por su sola condición humana, no tienen derechos; «derechos humanos» sólo los disfrutan los que poseen un pasaporte fuertemente «soberano». Esto sirve para todos, salvo para los niños, extranjeros compartidos, humanos sin fronteras, cuya «diferencia» universal reconocemos todos por igual, madres de todos los sexos y de todas las naciones, con la única excepción de los fascistas.
Ahora bien, no es lo mismo un xenófobo que un fascista. A los xenófobos y racistas hay que desarmarlos y educarlos, y Aylan puede servir a este propósito; a los fascistas hay que combatirlos y, desde luego, echarlos del gobierno. Es el caso, por ejemplo, de Viktor Orban, el primer ministro de Hungría, o de Peter Bucklitsch, diputado inglés del partido eurófobo UKIP, que ha escrito en un tuit: «El niño sirio estaba bien vestido y bien alimentado. Murió porque sus padres codiciaban una vida mejor en Europa. Son los costes de intentar colarse». Como vemos, también tenemos en Europa, gobernando o con posibilidades de hacerlo, a nuestros propios «Estados Islámicos» europeos y cristianos.
Pero recapitulemos. ¿Por qué no podemos hacer otra cosa que mirar? ¿Realmente no podemos hacer otra cosa que mirar?
Están los principios y los derechos, recogidos en Cartas y Acuerdos que todos firman y todos incumplen. Según esos acuerdos, cualquier individuo del planeta tiene derecho a desplazarse con entera libertad sin tener que explicar sus motivos ni enseñar ninguna herida. La distinción entre turistas, emigrantes y refugiados es artificial e ilumina ya la desigual distribución culpable de riqueza, soberanía y protección a escala planetaria.
Están después los hechos, resultado del capitalismo global, las pugnas geopolíticas y la desigualdad soberana entre Estados-Nación. Turistas, emigrantes y refugiados son hechos recíprocamente solicitados y discriminados por políticas estructurales -acompañadas de intervenciones económicas y militares- de las que los gobiernos europeos son en buena parte responsables.
Están finalmente las voluntades: la de los gobiernos que trampean sus propias leyes para regatear derechos y formatear nuestra voluntad; y nuestra propia voluntad, atrapada en la pereza empática y el nihilismo mediático, pero todavía viva.
¿No se puede hacer nada más que mirar -o pasar al acto en algún «Estado Islámico», musulmán, laico o cristiano?-. Digámoslo con claridad. No podemos conformarnos con menos que con el derecho universal al movimiento, el reconocimiento performativo de lo humano y el efectivo cumplimiento de las Cartas de Derechos, individuales y sociales. Ese debe ser el motor inmóvil de nuestros análisis y nuestras intervenciones. Se trata, sin embargo, de una larga batalla -al mismo tiempo contra la percepción nihilista y contra la «civilización» subyacente- que no ha hecho más que empezar y en la que no vamos ganando. Entre tanto, desde ese motor inmóvil del Derecho nombrado y malogrado hay que aceptar y transformar los hechos y las voluntades. Y cada crisis inmediata es de manera simultánea una urgencia, una oportunidad y una etapa. ¿Qué podemos hacer en este caso?
Al menos tres cosas.
- Exigir a nuestros gobiernos el cumplimiento y ampliación de las políticas de asilo. Como demuestran los datos, la aplicación de las cuotas de la UE por parte de España obligaría a asumir 802 refugiados en Madrid, 682 en Barcelona o 12 en Soria, cantidades muy alejadas de la imagen de «invasión» intencionadamente alimentada por nuestro ministro del Interior.
- Pedir ayuda a Aylan, el niño dormido que no se despertará llorando, para desarmar la xenofobia y revertir la representación dominante de los extranjeros en general y de los emigrantes y refugiados en particular. La voluntad es también un hecho que hay que cambiar como condición de ulteriores cambios políticos. La fantasía -de la superioridad racial o nacional- sólo se combate con la imaginación.
- No votar a políticos protofascistas o neoliberales. A los que piensan que votar es inútil hay que recordarles la iniciativa de los «ayuntamientos del cambio», con Ada Colau y Manuela Carmena a la cabeza, iniciativa que cuestiona de hecho (con hechos contrarios) las cicateras y miserables políticas de asilo del Gobierno central al mismo tiempo que convierte la solidaridad -la reversión del imaginario xenófobo- en un hecho contagioso. La combinación de imaginación social y solidaridad institucional es, lo estamos viendo, potencialmente transformadora.
Escribía hace poco que es muy difícil captar el momento -el punto sin retorno- de una civilización en decadencia, pero si tuviéramos que aventurar una imagen sería sin duda la de los náufragos en el mediterráneo, la de los refugiados en la alambrada húngara, la de Aylan ahora dormido para siempre en una playa. O Europa encuentra una respuesta democrática y de derecho a los que vienen a pedir ayuda -les reconoce, digamos, su humanidad al margen de los hechos- o sucumbirá a los «Estados Islámicos», musulmanes, cristianos o laicos, de dentro y de fuera. Los humanos van a seguir viniendo y sólo podríamos evitarlo acelerando nuestra autodestrucción. No hay alternativa: hay que reafirmar los principios, reconstruir los hechos y reeducar las voluntades.
Todo eso pasa, desde luego, por cambiar de gobiernos.
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su última obra publicada es Islamofobia. Nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015).
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