Con la actual correlación de fuerzas, «más Unión» representa más neoliberalismo, más poder para los poderes oligárquicos, más expansionismo exterior. El desenlace en la última crisis política griega evidencia la bancarrota de la opción pretendidamente «europeísta» de abordar la superación del orden neoliberal en Europa. La situación actual no proviene de una coyuntura desfavorable, ni […]
Con la actual correlación de fuerzas, «más Unión» representa más neoliberalismo, más poder para los poderes oligárquicos, más expansionismo exterior.
El desenlace en la última crisis política griega evidencia la bancarrota de la opción pretendidamente «europeísta» de abordar la superación del orden neoliberal en Europa.
La situación actual no proviene de una coyuntura desfavorable, ni de un mal Tratado de Lisboa (o del intento frustrado de Tratado Constitucional Europeo). Por el contrario, ésta hunde sus raíces en la propia naturaleza de un proceso de integración regional europeo, inaugurado en 1957 con las Comunidades Europeas, como instrumento del capital monopolista europeo-occidental y expresión de la alianza económica y política entre sus componentes.
Este proceso se desarrolló de forma acelerada con el Acta Única Europea y el Tratado de Maastricht (rechazado en su día por el PCE e IU), los cuáles instituyeron al neoliberalismo como núcleo ideológico de la Unión Europea, y enterrando de paso los consensos democráticos y sociales construidos sobre la derrota del nazi-fascismo tras la II Guerra Mundial.
Por ello, la aceptación de este proceso de integración regional por buena parte de las fuerzas políticas a la izquierda de la socialdemocracia (así como por bastantes Partidos Comunistas europeos), en suplantación de una integración solidaria entre los pueblos del continente, que sigue siendo más que necesaria, no debiera de haberse producido nunca; perseverar en ello puede acabar indicando ceguera voluntaria.
Parece que está últimamente de «moda» el decretar anticipadamente el fin de los Estados: desde luego, en apariencia es esto lo que ocurre cuando se observan las imposiciones de la llamada «Troika» sobre los países del sur.
Sin embargo, la UE sigue siendo una construcción netamente estatal, en la que su naturaleza, objetivos, políticas y estructuras siguen estando regidos por Tratados internacionales firmados por los Estados (el TUE y el TFUE), en la que los órganos decisorios fundamentales (Consejo Europeo y Consejo de la UE) están conformados por los Estados, y en los que, en la práctica, las determinaciones estratégicas son y siguen siendo desarrolladas a partir de los consensos alcanzados dentro de un directorio de grandes potencias (Alemania, Francia y Reino Unido). Resulta imprescindible comprender que las directrices de la UE (y en especial aquellas que contienen medidas antipopulares), no son la imposición de órganos técnicos ajenos a los Estados, sino que provienen de los acuerdos entre gobiernos, que luego se escudan en que las medidas «vienen impuestas desde Bruselas».
Pero no sólo el conjunto abrumador de los Estados (con el liderazgo de los países del núcleo de la UE, no sólo de Alemania), sino también el grueso de las fuerzas políticas y económicas que constituyen el Consenso de Bruselas (conservadores, liberales y socialdemócratas), se han conjurado con notable éxito al objeto de eliminar la resistencia planteada por el pueblo griego frente a la estrategia de salida antisocial a la crisis desarrollada en la Unión Europea.
En consecuencia, no nos engañemos sobre las propuestas «federalistas», como vías de superación de esta situación en la actualidad: aquellas opciones con alguna oportunidad concreta de implantación no van orientadas especialmente hacia una mayor democratización de la UE, sino, paradójicamente, hacia la destrucción del resto de derechos sociales aún conservados en los distintos planos estatales. Con la actual correlación de fuerzas, «más Unión» representa más neoliberalismo, más poder para los poderes oligárquicos, más expansionismo exterior.
Desgraciadamente, se verifican unas crecientes divergencias dentro de la izquierda transformadora europea acerca de la estrategia a seguir respecto a la UE, definidas cada vez más a partir de la localización geográfica de las distintas organizaciones en el núcleo o en la periferia de la Unión.
Es comprensible que los partidos centroeuropeos tengan concepciones propias, fruto de las circunstancias políticas y sociales presentes en sus respectivos países; sin embargo, la defensa (en ocasiones casi a ultranza) que demuestran respecto a la necesidad de la existencia de la UE, y su insistencia en que la única vía de cambio es el impulso interno de un conjunto de reformas limitadas en la Unión (tales como la ampliación del papel del Parlamento Europeo o la reforma del BCE), no deberían plantearse, en la práctica, a costa de las necesidades apremiantes de los pueblos del sur de la UE.
Dicho de otro modo, la salvaguarda de lo poco que queda de «pacto social» en el centro y norte de Europa no debería garantizarse, de facto, a cambio de una aceptación pasiva del orden geoeconómico europeo, de manera que el conjunto del ajuste estructural, aun suavizado, siga recayendo sobre los pueblos periféricos. En definitiva, cuando ni siquiera la alternativa teórica cuestiona el fondo, difícilmente se puede hablar de alternativa real.
A la luz de la situación griega, resultan ya evidentes dos conclusiones: una, que la oligarquía europea no está dispuesta a variar la vía del ajuste estructural en la periferia (y está unida en este propósito); y dos, que seguir las normas y reglas de negociación de las instituciones de la UE aboca necesariamente a derrotas catastróficas para los derechos y aspiraciones de las capas populares (que es lo que significa la aprobación del tercer Memorándum en Grecia).
Ello coloca al conjunto de fuerzas populares ante la necesidad, ahora sí apremiante, de la ruptura de los países de la periferia con la UE (dentro de lo cual se incluye la cuestión del euro); la otra opción es que las fuerzas de la izquierda transformadora se conviertan en una alternativa residual (dejando sin articulación la resistencia social frente al poder neoliberal), o que se erijan en nuevos gestores del sistema, replicando el papel histórico desempeñado por las fuerzas socialdemócratas en el sur de Europa. En este sentido, e independientemente de las razones esgrimidas en los últimos tiempos por SYRIZA, se hace preciso señalar que quien se hace responsable de la implantación del Memorándum, también ha de hacerse corresponsable de sus efectos.
Ello nos coloca, colectivamente, una vez más, en qué hacer en nuestro país. En España, la única solución para la mayoría social es el desarrollo del Proceso Constituyente, que disponga los pasos necesarios para la salida social a la crisis. Y el medio para ello se encuentra en la recuperación (previo cambio en la correlación política de fuerzas) de la Soberanía Popular, tanto hacia el interior (frente a los poderes oligárquicos en España), como hacia el exterior (frente a la alianza de las grandes potencias occidentales representadas por la UE y la OTAN).
A partir de ahí, será posible recomponer el tejido productivo destruido, el intercambio comercial y financiero internacional (ahora limitado) y la puesta en marcha de políticas económicas antineoliberales que sirvan para comenzar el camino inverso de la destrucción de las conquistas sociales y democráticas, en la construcción de un futuro mejor por y para la mayoría trabajadora del país y en el conjunto del continente.
El resultado actual de la crisis griega, y la actuación de las fuerzas que apoyan la UE en este contexto, refuerzan aún más si cabe la necesidad y la urgencia de esta determinación: como afirmase el Secretario General del PCE, J. L. Centella, en el discurso pronunciado en nombre de la dirección del Partido en el mitin central de la Fiesta del PCE 2015, «en el marco del euro no hay alternativa».
Sólo en el camino de la rebeldía nos encontraremos.
*Juan de Dios Villanueva es Secretario de Relaciones Internacionales del PCE; Iván de la Blanca es miembro del Cómite Federal del PCE.