El gobierno de los multimillonarios, ante el resultado para él alarmante de la manifestación en París del 1 de diciembre, hizo todo lo posible para atemorizar a la población diciendo que este 8 de diciembre, en el acto 4 del conflicto con los Chalecos Amarillos, éstos irían a París para «destruir y matar». Inculcó además […]
El gobierno de los multimillonarios, ante el resultado para él alarmante de la manifestación en París del 1 de diciembre, hizo todo lo posible para atemorizar a la población diciendo que este 8 de diciembre, en el acto 4 del conflicto con los Chalecos Amarillos, éstos irían a París para «destruir y matar».
Inculcó además pánico entre los policías, que pidieron que interviniera el ejército, y estimuló el cierre y el acorazamiento de todos los negocios de los Champs Elysées, movilizó 89 mil robotcops y los blindados de la Gendarmería y, cuando estalló el movimiento de los estudiantes secundarios (los lycéens), los reprimió con detenciones masivas y teniendo esposados y de rodillas o arrodillados con las manos sobre la cabeza a decenas de adolescentes entre 12 y 15 años. Macron preparó así la opinión pública para una grave restricción de la libertad de manifestar y de las libertades democráticas y para una militarización del territorio.
París desde hace 50 años es una vitrina para el turismo de lujo, una ciudad conservadora y rica, un nuevo Versalles ajeno a la vida cotidiana de los franceses. Esa ciudad hostil y carísima que expulsó a los obreros, los artesanos, el pequeño comercio, los estudiantes pobres, los trabajadores en general a los suburbios mucho menos caros donde ellos se mezclan hoy con los desocupados, los trabajadores inmigrados y los bajos fondos.
La Francia popular que vive en las zonas rurales o en las ciudades medias donde las clases todavía están entremezcladas aunque en barrios diferentes no tiene nada que ver con ese París al que ahora trata de rescatar para cambiar el rumbo del país. Esa Francia profunda recuerda y reclama los Estados Generales y los Cuadernos de Reivindicaciones que precedieron la Revolución Francesa en 1788 y, en las ciudades medianas -como Narbonne, Marsella, Lyon- recuerdan también las insurrecciones de 1830, 1848 y la Comuna de París, que intentaron replicar, o 1936 y 1968, con sus grandes conquistas. Es una Francia que sabe que las conquistas se logran en la calle, no en las negociaciones en frío. El ex banquero Macron no comprende que en el ADN del pueblo francés están sobre todo las insurrecciones populares. Como mira hacia las clases dominantes y la alta pequeñoburguesía, que añoran la monarquía, sus oropeles y sus modales, cree poder moverse como un nuevo Bonaparte. Olvida que el pueblo francés de a pie no toma como modelo al Antiguo Régimen sino a los sansculottes que cortaron la cabeza al rey, parásito y traidor a la Nación trabajadora.
Al dejar fuera de juego a las municipalidades del norte (organizadas como comunas) o del sur (que fueron muchas veces repúblicas independientes), prescinde brutalmente de instrumentos de mediación, de amortiguadores sociales. Como no tiene un partido sino un mero instrumento electoral transitorio y, además, pasa por encima del Parlamento y hasta de sus ministros, tampoco tiene contacto con los electores y las élites locales.
Con su desprecio por la gente y su arrogancia, terminó así por reunir a todos contra su persona: desde los jueces, abogados, guardia-cárceles y alcaldes hasta los trabajadores industriales, de los servicios (transporte, escuelas, sanidad), los jubilados, cuya situación empeoró, y los empleados públicos, pues amenaza con despedir 150 mil. Políticamente, se opone a la derecha y la extrema derecha, que son nacionalistas y están contra la Unión Europea, al centroizquierda (Verdes y socialistas) y a los comunistas y los socialistas más radicales de la Francia Insumisa.
Ahora debe hacer frente a una crisis económica que él provocó, a una crisis social profunda y a una crisis política que debe enfrentar sin nadie atrás, ni partido, ni popularidad (que cayó al 25 por ciento). Su única carta fuerte consiste en que los Chalecos Amarillos recién ahora están coagulando sus reivindicaciones económicas y políticas heterogéneas y carecen de organización y de dirigentes políticos capaces de orientar el movimiento hacia una alternativa democrática al régimen y social al sistema capitalista recuperando la vieja solidaridad obrera, las soluciones colectivas y el odio al Estado que el comunismo de Maurice Thorez y Stalin o la socialdemocracia de León Blum, François Mitterrand y François Hollande trataron de enterrar.
¿Qué puede hacer Macron cuando cada sábado tendrá una nueva oleada de Chalecos amarillos en París? Ya tuvo que ceder con el impuesto al diésel y varios de sus proyectos y, si quiere ser por lo menos escuchado, deberá conceder de inmediato un aumento salarial concreto y anular sus planes más impopulares. Podrá intentar salvar la cara y no reintroducir el impuesto a la renta dirigido contra los muy ricos, pero deberá recurrir a tasas a las empresas que reemplacen los impuestos indirectos a todos los trabajadores que deberá eliminar. No podrá seguir defendiendo al gran capital diciendo al mismo tiempo que no es ni de izquierda ni de derecha porque quien trata de sentarse entre dos sillas se da un porrazo.
Con el odio popular que se ha granjeado deberá ahora enfrentar la rabia de los capitalistas, que se sentirán engañados y traicionados. Además, el movimiento de los Chalecos Amarillos es contagioso y en Bélgica, Holanda y Bulgaria ya está activo en medio de una crisis que amenaza a la U.E., con la Merkel que se va y con su propio prestigio por los suelos y en una economía mundial al borde de una nueva precipitación como la de 2008 de la cual Francia comenzaba a levantarse, y también al borde de una profunda crisis ambiental mundial con riesgos, por si fuera poco, de guerra atómica.
Macron pudo llegar al gobierno aprovechando la profunda derrota de los trabajadores y su debilitamiento por la desindustrialización desde los años 90. Ahora involuntariamente prepara las bases para la reconquista del terreno perdido por los oprimidos y un nivel de conciencia superior de éstos que recurrirá a la memoria profunda popular y a las grandes tradiciones históricas de Francia. Entramos en un período confuso y peligroso pero que podría ser también prometedor.
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