La discusión llevada a cabo estos días en torno al ingreso o la no admisión de Turquía en la Unión Europea ha copado, en gran medida, la información cubierta durante las últimas semanas por nuestros media. La sección internacional de diferentes informativos, tanto en prensa como en radio o TV, presentaba un controvertido debate en […]
La discusión llevada a cabo estos días en torno al ingreso o la no admisión de Turquía en la Unión Europea ha copado, en gran medida, la información cubierta durante las últimas semanas por nuestros media. La sección internacional de diferentes informativos, tanto en prensa como en radio o TV, presentaba un controvertido debate en el seno del Parlamento Europeo, donde las críticas hacia la aceptación de la nación turca llovían desde el lado del PPE, y donde el planteamiento sobre el «choque de civilizaciones» salía nítidamente a la luz, sin ser debidamente analizado. Por un lado, diputados conservadores aludían a la incompatibilidad religiosa entre la UE que ahora hay y el país en vías de aceptación, hecho que refleja la tendencia cristiana derivada de aquellos parlamentarios presuntamente laicos. Aunque Turquía anuló la ley que otorgaba al islam carácter de religión de Estado allá por 1905.
Desde otra perspectiva, el primer ministro turco y ex alcalde de Estambul, Recep Tayyip Erdogan, resaltaba sin cesar la «europeidad» de su patria, que incluye la vocación por integrar a Turquía en la UE desde 1963, cosa ratificada por De Gaulle o Adenauer cuando se asumió tal cometido. O el ambicioso proyecto de importar los caracteres occidentales una vez finalizada la I Guerra Mundial, labor emprendida por el padre de la Turquía moderna, Kemal Atatürk.
Berlusconi, tras el 11-S, hablaba de «civilizaciones inferiores a los valores predicados por Occidente». El comisario Frits Bolkestein llegó a declarar que si Turquía era admitida «la liberación de Viena en 1683 habría sido en vano». Viena fue asediada por los turcos hasta ese mismo año.
La argumentación histórica y el contexto geográfico dan pie a acaloradas conversaciones acerca de la aceptación o no de Turquía por parte de los países potenciales, que son los que a la larga decidirán por los pequeños. La incursión del Imperio Otomano, heredero del Bizantino, en Europa fue constante a lo largo de los siglos. Su dominación de los Balcanes, así como de ciertas zonas al norte del Mediterráneo no impide que países como Croacia o Albania, vestigios de aquel Imperio, vean cuestionada su futura adhesión. La costa Egea, donde se localiza Troya, ha sido cuna de nuestra civilización. Las Islas Canarias, por otra parte, ubicadas en la parte noroccidental del continente africano no suponen impedimento geográfico alguno para pertenecer a la Unión. Ni la Guyana Francesa, o la Isla de Reunión. Cuando el Imperio Otomano estaba en sus últimas, fue denominado el «hombre enfermo de Europa». Nótese ese «de Europa».
Pero lejos de estas cuestiones, ningún medio de comunicación con amplia repercusión nacional dedica, al menos en España, espacio informativo alguno a la formulación de preguntas que a buen seguro replantearían una nueva conversión del actual debate a seguir: ¿qué intereses se esconden tras las pretensiones de ingreso turcas? ¿Qué beneficios hay en disputa?
Es indudable que el gobierno ha efectuado reformas más democráticas, legislando contra la pena de muerte o sancionando los «crímenes de honor», entre otras labores regidas desde el poder ejecutivo. La voluntad de modificar el código jurídico y abrirlo al exterior es aceptable. La pretensión en cambio de separar la religión de los asuntos públicos es más que dudosa, no menos que la temible propuesta del ex presidente Aznar y compañía para añadir en el proyecto constitucional una mención a los valores cristianos que históricamente venían conjugándose en Europa.
A diferencia de los países del Este, que recientemente ingresaron en la UE, Turquía era y es un país capitalista que ha contado con el apoyo de EEUU para socavar en lo posible el «peligro comunista» que versaba sobre Oriente Próximo. Sus índices de pobreza asimismo cotizan al alza para un país que cuenta con 70 millones de habitantes. Su respeto hacia los derechos humanos ha permanecido convenientemente oculto gracias a la benevolencia y complicidad que los medios han designado a este polémico punto.
Nuevamente, el interés geoestratégico que posee la zona en conflicto supera todas nuestras expectativas. Partiendo desde el Mar Cáucaso hasta la parte centro occidental de Europa, atraviesan tierras turcas importantes salvoconductos destinados a abastecer aún más los recursos de naciones con pretensiones tan hegemónicas como Alemania, cuyo perverso papel en los antiguos países del Este (incluida la ex RDA, es decir, la propia Alemania) desprende en el presente dramáticos resultados para la población.
Mientras el gobierno de Helmuth Kohl apoyaba la autodeterminación de minorías existentes en Croacia, en Bosnia o en Eslovaquia, vendía éste armas a Turquía para aplastar a su vasta, pero también minoría, población kurda, la cual conoció una etapa de represión y opresión sin tregua que originó la pérdida de sus derechos más vitales y elementales. Los sucesivos gobiernos turcos tampoco han reconocido la existencia del genocidio armenio, acaecido a finales del siglo XIX e inicios del XX.
Alemania, a sazón de la fuerte inmigración que escapa hacia Occidente a causa de las humillantes condiciones de vida que determinan la situación de los países pobres capitalistas, cuenta dentro de sus fronteras con cuatro millones de turcos, pudiendo de ellos ejercer el derecho a la nacionalidad germana apenas una octava parte. De esta forma Alemania, elevada al nivel de paraíso terrenal para los foráneos, se asegura una mano de obra dócil y barata.
La posición de Turquía en el Mediterráneo sin duda es envidiable, y además el norte del país aparece colindante con el Mar Negro. El control de las rutas marítimas, o el aprovisionamiento de las riquezas yacentes en esa región, se tradujeron en una fuerte cooptación anglo-norteamericana hacia Turquía. No en vano, a principios de los años cincuenta el país se incorporó a la OTAN. Hoy es EEUU el principal valedor de la candidatura turca para ingresar en la Unión Europea.
¿Y qué pasa con Chipre? Bajo el pretexto de defender a la minoría turco-chipriota que habita el norte de la isla, Turquía lleva 30 años ocupando la misma posición. «No podemos tolerar que 600.000 greco chipriotas decidan el futuro de 70 millones de turcos», ha resaltado Erdogan, pero la realidad es un tanto más compleja. En su comentario, el primer ministro evocaba el pasado referéndum sobre la reunificación del sur de la isla con el norte, rechazado por los primeros. ¿Por qué se rechazó? Es evidente, si leemos el plan de paz elaborado por la ONU, que las condiciones que imponía la aceptación de los turcos chipriotas exigían a la mayoría griega una unión perjudicial e injusta. Otros dos planes de Naciones Unidas fueron otrora rechazados por Turquía. El plan de la ONU para los grecos chipriotas era incompleto, por tanto, y no satisfizo a más del setenta por ciento de sus habitantes.
En España, estamos llamados a votar el próximo 20 de febrero en referéndum para aprobar o refutar el futuro proyecto constitucional, el cual, de aprobarse, entrará en vigor en 2009. La nueva Constitución no modifica, ni en lo sustancial ni en lo básico, las leyes de inmigración y extranjería que desprotegen a los 20 millones de no europeos contribuyentes a la prosperidad del continente.
No, el ingreso de Turquía no es un acontecimiento menor, pero temo que las informaciones que estén por llegar, de la misma forma que sucede con la campaña destinada a movilizar a la gente sirviéndose de toda clase de artimañas para dar el sí en el próximo plebiscito, acaben por desconcertar del todo a la ciudadanía, ajena a la dependencia económica sobre la cual se guían nuestros hiper influyentes y dañinos medios de comunicación.