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Lo que dice la constitución sobre los servicios públicos

Fuentes: Rouge

Traducido para Rebelión por Juan Vivanco

Nos prometen que ahora los servicios públicos están reconocidos en los tratados. ¡Caramba, y los asalariados y usuarios de France Télécom, EDF-GDF, Correos… sin enterarse!

En Europa los servicios públicos van a estar como gallinas en un gallinero: libres, pero con una zorra en el corral. Con el tratado constitucional, ¿cuánto tiempo va a durar lo que queda de los servicios públicos? Varios años, como mucho. ¿Qué dicen los textos? El tratado de Amsterdam (1997) había confirmado la expresión, ambigua a más no poder, de «servicios de interés económico general» (presente desde 1957) «dado el lugar que ocupan entre los valores comunes de la Unión» y su importancia para su cohesión social. La ambigüedad no radica tanto en la ausencia del término «servicio público» (noción «francesa») como en la palabra «económico». En efecto, dado que la Unión surgió en el campo de la economía y sus «leyes» (competencia libre, etc.), no admite que una actividad pueda obedecer a criterios como el bien común o la protección pública de una actividad contra los efectos implacables del mercado. Para la Unión, que en esto asume la ideología de la Organización Mundial del Comercio, todo bien económico es el resultado de una actividad de «empresa» para dispensar asistencia médica, jubilaciones, energía, etc. Por eso, cada vez que los tratados hacen un amago de proteger valores públicos generales, a renglón seguido introducen varias barreras de prohibiciones que anulan los alcances no mercantiles de la lógica de gestión. De entrada, cuando el tratado Giscard enumera los «valores» de la Unión en sus primeros artículos, se las arregla para que la noción de «valor común», reconocida en Amsterdam, se convierta en «servicios a los que todos conceden valor en la Unión» (artículo III-122 del proyecto). Como un «valor concedido» no es lo mismo que un «valor común», puede variar de un país a otro… Pero también se añade que todo esto debe aplicarse «sin perjuicio de los artículos I-5, III-166, III-167 y III-238». Pues bien, estos artículos son precisamente los que (artículo III-166) no toman ni mantienen «ninguna medida contraria a la Constitución», en particular (III-161) las que «ofrezcan a las empresas la posibilidad de eliminar la competencia». También es «incompatible con el mercado interior» otorgar ayudas «que falseen o amenacen falsear la competencia, favoreciendo a determinadas empresas» (III-167). Todo queda, pues, atado y bien atado. Cada artículo elogiado como «un avance» por los valedores del tratado es pulverizado por otros, vigías del libre comercio. En la práctica, como bien sabemos, todo se somete a la competencia y luego se privatiza cuando la gestión se ha vuelto tan privada que sólo queda esa «solución» frente a la mundialización. Es así como pasamos del servicio público a la competencia de todos contra todos, en una palabra, al capitalismo puro y duro.