1. El fatal apoyo de la CES El apoyo de la Confederación Europea de Sindicatos (CES) al Tratado Constitucional de la Unión Europea (UE) con ser sumamente grave no ha venido sino a subrayar más si cabe una trayectoria de comparsa del «modelo de construcción europea», eufemismo bajo el que se oculta la Europa del […]
1. El fatal apoyo de la CES
El apoyo de la Confederación Europea de Sindicatos (CES) al Tratado Constitucional de la Unión Europea (UE) con ser sumamente grave no ha venido sino a subrayar más si cabe una trayectoria de comparsa del «modelo de construcción europea», eufemismo bajo el que se oculta la Europa del capital. Una vez más, la cúpula de la CES se ha instalado en la conformidad con la Europa dominada por los intereses del gran capital, por las multinacionales y los poderosos grupos empresariales, de cuyos intereses de clase dimanan las políticas explotadoras neoliberales y autoritarias que recortan y cercenan los derechos laborales y sindicales. Porque si ya fue grave el Sí «crítico» a la deriva neoliberal que supuso el Tratado de Maastrich, más lamentable resulta secundar la constitucionalización de aquél que junto a los demás tratados recoge y proclama la mal llamada Constitución europea.
Con ello la CES ha secundado a las burguesías nacionales, y al elenco de partidos parlamentarios _conservadores, liberales, socialdemócratas, incluida la guinda de los Verdes-, todos los cuales de una u otra manera han reflejado las grandes afinidades que les unen y los intereses a los que sirven. Todos ellos han escenificado el reclamo de que el Tratado Constitucional «no es de izquierda ni de derecha, sino de todos», cuando en realidad responde de lleno a los intereses de la derecha a los que se ha subordinado gustosamente la izquierda. Y esto, por la sencilla razón de que estamos en presencia de derechas e izquierdas neoliberales, y en absoluto izquierdas reformistas y menos aún revolucionarias que obviamente no se hubieran prestado a esos consensos.
Por ello, frente al entreguismo de la CES, otras organizaciones sindicales de diversos países europeos se han decantado por la retirada del apoyo. En otros casos por la oposición combativa, en la línea del sindicalismo de lucha de clase, optado consecuentemente por la responsabilidad histórica y por la independencia sindical, que sólo lo es auténtica cuando se combate a las patronales y a los gobiernos capitalistas. Aún estando en la CES, las centrales sindicales CGT y FO de Francia, junto a la CGTP (Portugal), los sindicatos ingleses1 y algunos nórdicos desaprobaron la postura de la cúpula de la CES. Pero ¿cabía esperar de los dirigentes de esta última otra postura que no fuese el entreguismo de los que , por un lado, afirman que el Tratado Constitucional queda por debajo de los mínimos propuestos por la propia CES, mientras por otro, sostienen aceptar lo que hay sobre la mesa, renunciando a la lucha por la Europa alternativa de los trabajadores y los pueblos?
En efecto, la historia de la Confederación Europea de Sindicatos es bastante ilustrativa de su posición, ayer y hoy. No por casualidad, la CES hunde sus raíces en el propio periplo de la propia Unión Europea, desde las lejanas fechas de la Comunidad Económica del Carbón y el Acero (CECA) y del Mercado Común Europeo (1958), en la que fue creado el Secretariado Sindical Europeo. Entonces, un organismo alimentado por los sindicatos de corte socialdemócrata, que estaban a su vez afiliados a la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL). Una organización que al tener por estrategia el anticomunismo, en el marco de la «guerra fría», contaba para ello con el apoyo de Estados Unidos, de rechazo a la Federación Sindical Mundial, que era apoyada por la Unión Soviética y en la que participaban los sindicatos de la Europa del Este, del Tercer Mundo, y de países de la Europa Occidental, como la CGT francesa y la CGIL italiana.
Aquellos eran indudablemente otros tiempos, el pactismo socialdemócrata con la Europa «neocapitalista» -así llamada porque aseguraba haber dejado atrás el capitalismo «salvaje» del siglo XIX- tuvo que esperar a que pasaran las revueltas de los años sesenta para poner en marcha la CES. Hasta febrero de 1973 no se celebró el congreso constitutivo de la CES en Bruselas, a la cual se adhirió en España UGT, dada su afiliación a la CIOSL. Más tarde lo haría la CGIL italiana que abandona la FSM, quedando a la espera en el ingreso otros sindicatos de influencia comunista, como la CGTP (Portugal), Comisiones Obreras (España) y la CGT francesa. Recordemos que allá por 1976, el dirigente comunista de la CGIL, Luciano Lama, explicaba su adhesión a la CES, pese a las carencias que veía en ella, de esta guisa : «Lo que falta todavía _decía Lama- y es un grave punto flaco, es la capacidad de transformar posiciones comunes de política económica y sindical avanzada en movimiento real, en presión de masas sobre los patronos y sobre el poder político de cada país y del conjunto de la Europa occidental»2. Pero después de 30 años no parece que las «flaquezas» de la CES sean circunstanciales.
Por ello hay que valorar en lo que vale la posición adoptada por la CGT francesa, miembro asimismo de la CES y primer sindicato en importancia de Francia. Su Comité Central Nacional ha mostrado el rechazo a «la construcción europea actual marcada por una sumisión de los derechos sociales a las lógicas de la rentabilidad y de la competencia, cuyas principales dimensiones se encuentra en el proyecto de tratado constitucional». No sin añadir un llamamiento al futuro de la resistencia obrera: «La CGT tiene la responsabilidad de combatir la construcción liberal de Europa conducida desde el Tratado de Roma. La CGT puede apoyarse sobre algunos aspectos nuevos introducidos en el proyecto de tratado, a menudo gracias a las luchas sindicales y contribuir a la construcción de una Europa ampliada basada en la expresión democrática de cada pueblo dentro de sus opciones económicas y sociales».
Por último, había que tomar nota de la convocatoria en España del referéndum no vinculante, el 20 de febrero pasado, sobre el Tratado Constitucional, al ser la primera consulta popular realizada en los países socios de la UE. Ante ello, los dos sindicatos españoles mayoritarios, Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores, pertenecientes ambos a la CES, se han plegado por completo a los dictados del Sí. A este respecto el «sector crítico» de Comisiones Obreras , que desde su nacimiento pide un «giro a la izquierda» en el seno de la organización ha levantado la voz y la bandera del No. Su manifiesto titulado: «No a la Constitución europea. Otra Europa es posible: La de los trabajadores y los pueblos» hacía un llamamiento a impulsar el debate entre afiliados y trabajadores. Asimismo se han pronunciado en contra del nuevo Tratado y a favor del No en el referéndum español otros sindicatos menores, a la par que han prosperado numerosos manifiestos de activistas sindicales. Ha faltado, sin embargo, la articulación política y sindical de una gran plataforma unitaria del No que aglutinara los esfuerzos y multiplicara sus eficacia, pese a la coincidencia general de los argumentos utilizados. Asimismo ha sido insuficiente la lucha ideológica respecto a las posiciones entreguistas y demagógicas en la que se han instalado los dirigentes de la CES y sus acólitos. Razón de más para extendernos en ello.
2. ¿Dónde está «el marco europeo mejorado»?
La CES ha esgrimido la «mejora» o el «paso adelante» que comporta el nuevo Tratado respecto a los anteriores sin molestarse en demostrarlo, sencillamente porque resulta bastante indemostrable. En la resolución del pasado 13 de octubre de 2004 se limitaba a hacer una afirmación, que acto seguido tenía que «matizar» trasladándola no al terreno de las aspiraciones sino al terreno más movedizo de las «ambiciones». «La nueva Constitución europea _ decía la resolución- representa una clara mejora con respecto a los tratados actuales que instituyen la Unión Europea. Es, sin embargo, menos ambiciosa y menos eficaz que la propuesta por la CES y queda por debajo de las recomendaciones de la Convención europea. Sin embargo, haciendo abstracción de estas reservas y debilidades, el nuevo Tratado constituye un paso adelante hacia un marco europeo mejorado e incluso sin terminar, merece y requiere el apoyo de la CES».
Nada, por consiguiente, respecto al hecho de que este Tratado, como los anteriores, aunque con mayor motivo y agravante, dado su rango constitucional, haya sido elaborado a espaldas de los ciudadanos de la Unión Europea, que tal era, en primer lugar, lo que la CES tenía que haber denunciado. Porque, tan poca legitimidad democrática tienen las conferencias intergubernamentales que han suscrito todos los tratados internacionales que han ido gestando a la UE, como la Convención encargada de elaborar el texto de este Tratado Constitucional. Sin embargo, pese a la trascendencia antidemocrática del procedimiento utilizado, la Confederación Europea de Sindicatos cree resolver los recurrentes «déficit democrático» invocado durante años, con el eclecticismo de hogaño, al aducir que estamos formalmente en presencia de un Tratado internacional que, a su vez, contiene numerosos rasgos de texto constitucional. Con lo cual evitan denunciar que la llamada Constitución Europea -para no serlo por puro nominalismo- tendría al menos que haber emanado de una asamblea constituyente elegida por sufragio universal directo.
Por tanto, en lugar de la denuncia sustancial del procedimiento antidemocrático utilizado, se ha instalado en la sumisión al orden establecido, al statu quo, esto es, a la Europa del capital acelerada desde el Tratado de Maastricht. Naturalmente hubiese sacado otras respuestas si se hubiese hecho unos cuantos interrogantes. ¿Acaso no ha sido a través de Tratados entre Estados cómo durante medio siglo se ha ido edificando la Unión Europea? ¿ Acaso no es un rasgo dominante de los Tratados el hecho de que tanto su firma, ratificación y revisión sea por los Estados miembros y no por los ciudadanos? Y de todo lo cual se desprende que la Europa del capital no se basa en la soberanía popular, sino en la soberanía estatal. Así, al comienzo del Tratado Constitucional se afirma que «la presente Constitución nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados (art. 1.1.), para acto seguido consagrar el principio de que «las competencias de la Unión son las que le atribuyen los Estados (art.1.9.2).
Otra prueba palpable del carácter antidemocrático es la nulidad del Parlamento Europeo, que siendo la única institución elegida directamente por sufragio universal por los ciudadanos europeos, es en todo este proceso un convidado de piedra, puesto que la llamada «separación de poderes» entre legislativo y ejecutivo no rige en la UE. Es la Comisión Europea la que acapara la iniciativa legislativa y el poder ejecutivo de la Unión Europea. El carácter autoritario adoptado por la construcción y ampliación de la Unión Europea se revela de forma indiscutible en el hecho de que los órganos realmente decisorios de la UE son los no elegibles, esto es el trípode que conforman la Comisión Europea, el Tribunal de Justicia y el Banco Central Europeo, todos los cuales salen reforzados en el Tratado Constitucional. En el caso del Banco Central Europeo, tenemos no sólo que la defensa del euro fuerte sobre el que basa su política monetaria es un obstáculo para una política de pleno empleo, sino que la independencia de éste de todo control político lo convierte en el «rey sol» de la UE. Así en contraste con la «americanización» de Europa llevada a cabo por los fundamentos neoliberales de la UE, el Banco Central Europeo no está controlado por el parlamento, contrariamente a los estatutos del Banco Central Federal norteamericano situado bajo control del Congreso norteamericano3.
Por otro lado, lejos de denunciar el método elitista de elaboración del texto constitucional, la CES ha puesto por las nubes a la Convención encargada de elaborarlo, secundando con ello el uso y abuso derechista del vocablo «convención». Una perversión terminológica, ya señalada en el citado artículo de Laberinto por Francois Chesnais, dado que implica «una referencia fraudulenta a la Revolución francesa…para ocultar la realidad de los objetivos perseguidos». Para corroborar el fraude fue asignado el puesto de presidente de la susodicha Convención a Valery Giscar d´Estaing, representante aventajado de la derecha conservadora francesa, el cual ha llevado la batuta de las deliberaciones. Incluso consiguió imponer en ellas el no votar, lo que no sólo llevó aparejado la obligación de consensuar, sino de reservarse la presidencia la interpretación a la baja de lo consensuado. Sin olvidar, por lo demás que esta «estupenda» Convención de derecha aceptó a disgusto que figurara en el texto el derecho de propuesta ciudadana, pese a que ese derecho no alcanza a ser una iniciativa legislativa popular.
Pero, al parecer tales actuaciones no tienen tanto peso, comparadas al singular evento de que el secretario general de la CES, Emilio Gabaglio, actuara en el entorno convencional, en calidad de observador con «capacidad de intervención y propuesta». Un actuación, a la vista de los resultados, sin ruido ni nueces, pero a la que los sicofantes de la CES le llaman «representar» a los trabajadores, cuando ni de lejos han conseguido sacar adelante una Carta de Derechos Fundamentales que al menos sirva para contrarrestar la ofensiva neoliberal consagrada en el texto. Y no sólo porque en ella están ausentes algunos derechos fundamentales y otros se encuentran bastante debilitados, sino porque para colmo nada o poco obliga a los Estados al cumplimiento de esos derechos.
Recordemos que de los 448 artículos de que consta el Tratado, son 54 artículos los destinados a los derechos fundamentales. Aunque tan sólo diez son los «artículos específicos directamente relacionados con la política social de Europa» a decir del ministro francés Raffarin4, al que lógicamente ya le parecen bastantes. Por no aparecer, no se divisan ni el derecho al trabajo, pese a ser éste una fictio juris en las constituciones burguesas, ahora sustituido por el «derecho a acceder al mercado de trabajo»(ar.II-75), lo cual bajo el capitalismo, más que un derecho es una condena. Tampoco aparecen como tales el derecho a un salario decente, ni el derecho a la salud, ni el derecho a la vivienda, ni el derecho a la huelga a escala europea. Tampoco los inmigrantes reciben mejor trato, sometidos a las leyes de extranjería correspondientes y a la discriminación de las «condiciones laborales equivalentes», que no iguales, con las continuamente recortadas de «que disfrutan los ciudadanos de la Unión»(art. II-75.3). Si bien a estos últimos, no se olvide, se les impone la obligación de ser una «mano de obra adaptable a los cambios del mercado», con lo que evidentemente se constitucionaliza la inseguridad en el trabajo de por vida, esto es, el régimen del trabajo asalariado en precario.
Lejos de la armonización de los derechos sociales se desvirtúan éstos, mediante el pasaje a la privatización, a la misma que induce el vocablo «acceso». De esta manera, en lugar del «derecho a la seguridad social» estipulado en la Carta de Turín de 1961, se habla ahora de «derecho al acceso a las prestaciones de seguridad social» (art.II-94). Con lo cual además de un derecho desvirtuado por devaluación, tenemos que no será esta Constitución ni por asomo la que nos defienda de la privatización de la seguridad social, ni de las privatizaciones de servicios públicos en general. Porque pese a la retórica sobre las «personas» lo que se defiende no es a las personas trabajadoras sino a la tríada capitalista de los «bienes, servicios y capitales» ( preámbulo de la Carta de Derechos Fundamentales). Por ello, donde se pone la libertad de empresa (art.II-16) no se pone nadie. Porque mientras a las personas trabajadoras se le ordena el convertirse en ano de obra adaptable a los imperativos del mercado, se proclama que las empresas tienen completa libertad para hacer lo que quieran. Para remate, a los trabajadores se le da un canto en los dientes, pues como indica el propio Título VII de esta Segunda Parte: «La presente Carta no crea ninguna competencia ni ninguna misión nuevas para la Unión». O sea que no hay derechos justiciables porque no hay derecho social europeo.
Como era de esperar los servicios públicos no podían salvarse de la quema. Los servicios públicos han sido duramente castigados por la ofensiva neoliberal desatada desde hace dos décadas y especialmente por los recortes del gasto público impuesto por el Pacto de Estabilidad. Ahora la lucha de los trabajadores contra las privatizaciones de los servicios públicos sufre una regresión más; en la medida que se plasma en el art. II-96 del nuevo Tratado lo que se ha venido haciendo y lo que se va a redoblar en el futuro. Ahora la denominación de servicio público es sustituida por la de «acceso a los servicios de interés económico general», ya recogida en el Tratado de Ámsterdam (1997). Esto significa la adopción de la jerga de la Organización Mundial de Comercio, con la finalidad de que esos servicios considerados por definición «económicos» han de ser prestados preferentemente por la empresa privada. Con este objetivo, la ya famosa Directiva del comisario europeo Bolkenstein pretende «establecer un marco jurídico que suprima los obstáculos a la libertad de establecimiento de los prestatarios de los servicios y a la libre circulación de los servicios entre Estados miembros». O sea, la liberalización y desregulación de toda la actividad de servicios en Europa. Acicate para ello es la sujeción de las empresas de servicios a la legislación del país de origen, en lugar del país donde se dispensa o efectúa el servicio en cuestión5. Lo que obviamente es una invitación en toda regla a la deslocalización de empresas y a la precarización de las condiciones de trabajo, aprovechando la ampliación de la UE hacia los infortunados países del Este donde reinan los mínimos sociales. Recordemos además que, la entrada de estos países ha sido condicionada a restricciones humillantes, tanto en lo que concierne a la libre circulación de las personas como de cara a la obtención de fondos de ayuda.
Todo ello concuerda a la perfección con el objetivo supremo de una «economía de mercado altamente competitiva» (art. I-3) enraizada en los fundamentos neoliberales de la UE, aquellos sobre los que sus partidarios vergonzantes echan una cortina de humo. Los exegetas de la CES subrayan o enfatizan la importancia de la Parte Primera y la Parte Segunda del Tratado, huyendo de las concreciones de las políticas neoliberales reservada a la Parte Tercera, que es donde se dirimen los «valores» y la escala de valores. Porque para saber a qué comprometen las referencias a los valores y objetivos de «democracia», «dignidad humana», «igualdad», economía «tendente al pleno empleo y al progreso social», eliminación de la pobreza, solidaridad entre los Estados miembros, etc., nada mejor que ir a las medidas políticas que las concretan o implementan. Pues, ni el hecho de reclamarse de la democracia de palabra ha impedido el reiterado déficit democrático de la UE, ni los reclamos de igualdad impiden las discriminaciones y desigualdades más irritantes y crecientes bajo la regresión social a la que asistimos, como lo refleja sin disimulos la negativa a la armonización de derechos sociales en los 25 Estados miembros. Por ello, los elementos aleatorios de la supuesta «Europa social» son engañabobos cuando se aíslan de las políticas neoliberales que los flanquean, por lo demás nada nuevas, puesto que se vienen implementando desde hace años, aunque con el agravante de que ahora, claro está, se constitucionalizan por completo en la Parte Tercera. Y es que, como decía el socialista francés y exprimer ministro, Laurent Fabius, partidario del No condicional al nuevo Tratado, frente a un mención del «pleno empleo» y de la » economía social de mercado», el texto mencione 78 veces el vocablo «mercado» y 27 veces el de «libre competencia»6.
Lo que la fuerza de trabajo proletaria europea puede esperar respecto a su empleo, en general, no es otra cosa que la perspectiva aciaga de la «mano de obra adaptable» al beneficio capitalista, y el endurecimiento por tanto de la flexibilización, de la desregulación y de los recortes sociales. Es lo que señala sin rodeos un texto, en el que la aspiración al «pleno empleo» ha sido sustituida por «un nivel de empleo elevado». Con idéntica precisión ha sido sustituido el «nivel elevado de protección social» por la «protección social adecuada», dado que en este tipo de textos ninguna palabra está puesta al azar. Basta leer el capítulo III de la Parte Tercera, donde se afirma que la Unión y los Estados miembros se esforzarán por «desarrollar una estrategia coordinada de empleo para potenciar una mano de obra cualificada, formada y adaptable, y mercados laborales con capacidad de respuesta al cambio económico» (art.III-203), para entender que son fuertes contradicciones y conflictos los que le prometen las burguesías y los gobiernos de cada nación-Estado a la clase obrera, al proletariado europeo.
Por si hubiese alguna duda, más adelante queda claro que «la ley marco europea no incluirá armonización alguna de las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros» (art. III-207). No es difícil colegir lo que se pretende con la negativa a la armonización de los derechos laborales.
Con ello se trata de agudizar la competencia entre los asalariados, esto es, el enfrentamiento de los trabajadores de unos países con otros, dada las diversas «velocidades» y las desigualdades existentes en los 25 socios de la UE, en general, y la situación derivada de la ampliación a los países del Este, en particular7. Situación de desigualdad, en la que los poderosos grupos empresariales están interesados en desarrollar en nombre de la «competitividad», como lo reflejan los planes de deslocalización de empresas y el dumping social. Pues, el objetivo fundamental de todo el conjunto de políticas neoliberales y privatizaciones es una estrategia de rentabilidad capitalista que pasa por llevar a la baja los mínimos vitales salariales, los derechos laborales y la protección social.
Por otro lado, junto al control y sometimiento de la fuerza de trabajo asalariada en cada Estado, éstos han de propender al déficit público cero, y eso significa la restricción en el gasto de las políticas sociales, con lo cual difícilmente puede combatirse realmente la pobreza o la «exclusión social». Asimismo los Estados han de asegurar la estabilidad en los precios, lo que significa procurar permanentemente la moderación salarial, y con ello la pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios. Sin, por otro lado, dotarse de ninguna contrapartida sólida respecto a la lucha contra el fraude y la evasión fiscal del capital, ni frente a «la economía sumergida». Porque, tocante a estos menesteres, tampoco hay armonización fiscal entre los socios europeos. Cada cual con el fin de captar inversiones de capital y ofrecer la mayor rentabilidad, irá a reducir la fiscalidad y animar con ello a la evasión y la libertad de circulación de capitales, contribuyendo a la deslocalización industrial, en el caso del capital productivo; en otros casos fomentará la especulación financiera y, en todos los casos, reforzarán la explotación y opresión de la fuerza de trabajo asalariada, puesto que la intención y el intento estriba en regresar al capitalismo «salvaje» de siglos atrás.
Todas las restricciones al gasto público y a los reducidos fondos económicos destinados a la convergencia económica, social y territorial de los 25 países _ en este sentido el presupuesto de la UE no rebasa el 1,27 % del PIB comunitario- contrastan con el impulso al gasto militar y a la conversión de la UE en potencia militar. Los defensores del Tratado Constitucional gustan de ver en éste la consagración de la Europa Unida, en paz y sin guerras, merced a lo cual habrían sido superadas las viejas rivalidades que llevaron en el siglo pasado a las dos guerras mundiales promovidas en su suelo. Olvidan que la guerra de Yugoeslavia y la balkanización del Este europeo ha sido bien reciente y desmienten la Europa sin guerras, por mucha que éstas se disfracen de intervenciones «humanitarias». Precisamente en ésta, las grandes potencias de la UE ha tenido su cuota de intervención en la desmembración de los países del Este, instigando los nacionalismos de los pequeños Estados, tras lo cual, ultimada la faena, ahora imponen el respeto a la integridad territorial de los Estados miembros, y suprimen el derecho a la autodeterminación de los pueblos sin Estado.
En consecuencia, no sólo crean una Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares para fomentar la industria bélica, sino que ésta se coloca al amparo de los compromisos de los Estados miembros con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y bajo un enfoque de la «guerra preventiva», con todo lo cual dar mayor respaldo bélico al «imperialismo económico» de la UE. Además de crearse una Fuerza de Intervención dependiente de la OTAN, pese a que ésta, como su nombre indica, tiene poco de europea, ocurre que las tropas de Reacción Rápida de la UE estarán en pié en 2007 con 80.000 soldados para intervenir fuera de su territorio. Y esto es todo un rearme en toda regla, que como todo rearme anuncia y se prepara para la guerra, lo que es del todo incompatible con la cacareada lucha por la paz , a no ser que se trate de la conocida históricamente como paz armada. Por ello aceptar todo esto como bueno, como parte del Sí acrítico al nuevo Tratado, en el que es algo sustancial y no accesorio hacer de la UE una superpotencia armamentística y militar, desautoriza moralmente, por otro lado, para realizar llamamientos y manifestaciones contra la guerra imperialista, a no ser que se admita el ir con manifiesta doblez y hipocresía por la vida.
3. Un falso «punto de partida»
La CES ha pretendido defender lo indefendible esgrimiendo la crisis -como caos y no como partera de un orden nuevo- que sobrevendría del rechazo al Tratado Constitucional, cuando justamente para los trabajadores se trata de ponerlo en cuestión con el fin de desatarse la soga al cuello que el nuevo Tratado significa. Porque negarse a aceptar el nuevo Tratado no significa ningún caos, ni «paralización de la Unión Europea». Porque ésta seguiría, como tiene previsto, con el Tratado de Niza, así como los tratados anteriores seguirían en vigor hasta el año 2009 y algunas disposiciones hasta el 2014. Aunque indudablemente el rechazo significaría una situación cualitativamente nueva que obligaría a los Gobiernos a la reconsideración y a las concesiones en la reforma del articulado.
Otro de los pretextos esgrimidos para dar el apoyo ha sido el de invocar que un rechazo al proyecto constitucional significaría «hacerle así el juego a los numerosos oponentes de la UE que querrían verle debilitarse y no tener proyecto». Cierto que para proyectos como éste no necesitan alforjas las organizaciones afiliadas a la CES, pero por la boca muere el pez, y es sumamente llamativo, cuando menos, que la CES se preocupe tanto de los enemigos de la UE, y nada de los enemigos de clase de los trabajadores.
Pero hay que agarrarse porque llegan curvas. No satisfechos con pedir el Sí a la Constitución Europea caen en el absurdo que implica abogar al mismo tiempo por una reforma posterior sine die, dando por sentado que aquella está inconclusa, que es «un punto de partida de un largo proceso». Conforme a ello en la CES se proponen hacerle unos cuantos remiendos tales como » presentar propuestas para fortalecer la Europa social, los derechos sindicales transnacionales, mejorar la coordinación económica y la gobernanza , introducir el voto a la mayoría cualificada en la política social y fiscal, armonizar la Parte III con la Parte I respecto al compromiso de lograr el pleno empleo, la economía social de mercado y la cláusula horizontal y actualizar las disposiciones antiguas».
El problema de estas enmiendas es que, en primer lugar, no constituyen un serio programa en defensa de los trabajadores y, en segundo lugar, no tienen credibilidad alguna. La dirección de la CES no ha logrado variar el rumbo neoliberal de ningún tratado anterior y tampoco lo hará con éste, por mucho que apele nada menos que a una tercera Convención. Saben perfectamente que el nuevo Tratado no sólo tiene vocación constitucional sino la pretensión de serlo por mucho tiempo. Unos 50 años de duración era la cifra barajada por el presidente de la Convención, Valery d´Estaing, en concordancia con el blindaje de un texto, cuya reforma exige, como es sabido, la unanimidad de los Estados miembros, con el agravante ahora incorporado de que si antes eran menos Estados, ahora con la UE ampliada a 25 Estados será mayor la dificultad de ser unánimes y con ello, se comprende que el blindaje lo sea a cal y canto.
Finalmente, frente a la aceptación por la CES del Tratado Constitucional interesa reproducir la denuncia efectuada por el sindicalista belga Georges Debunne, ex secretario general de la FGTB y ex presidente de la CES, al que no se podrá tachar de carecer de títulos para hablar sobre el tema. Ya en junio de 2003, advertía este responsable sindical:
Esta Constitución europea -que estará por encima de las constituciones nacionales, que deberán ser revisadas para que concuerden con los reglamentos europeos, como ya ha sucedido varias veces- no permite ya que los partidos progresistas logren la aprobación de leyes de progreso social. En cambio, el reforzamiento de las reglas de la competencia y de los criterios drásticos del pacto de estabilidad da todos los poderes a los partidos de la derecha para que organicen el dumping social y fiscal, apoyen el capitalismo salvaje y la explotación sin límite de los trabajadores, los bajos salarios y la precariedad generalizada, sin obligación de asegurar la vejez, el paro ni la enfermedad. Es la vuelta al siglo XIX.
Más adelante, en octubre de 2004, señalaba G.Debunne:Con esta «Constitución Europea» ya no tendríamos ninguna posibilidad de actuar e intervenir. La Constitución Europea aprobada por los 25 jefes de estado y de gobierno agrava el déficit social y democrático que los tratados de la Unión Europea arrastran desde el principio. Como responsable sindical denuncié esa carencia. Los sucesivos tratados han sido ratificados una y otra vez mediante promesas de que esto iba a mejorar y también gracias a la falta de información de los ciudadanos europeos.
Por eso lanzo este último grito de alarma en este periodo de ratificación en el que tendremos que legitimar -o no- este texto legal que prevalecerá sobre las constituciones nacionales. La izquierda europea no puede seguir tergiversando. Hay que parar esta carrera hacia el abismo.
Ha llegado el momento de decir no a esta hegemonía del capital, de fijar unos objetivos y emprender la acción para realizar al fin una Unión Europea democrática y social, basada en derechos fundamentales cívicos, económicos y sociales. Nos corresponde oponernos a que la Unión Europea se disuelva en una gran zona de libre comercio, inscrita en las exigencias inadmisibles de una economía puramente liberal, dominada por la competitividad, la flexibilidad y la búsqueda exclusiva del beneficio, sin miramiento por el empobrecimiento de una masa cada vez mayor en beneficio de una pequeñísima minoría de ricos que se enriquecen.
4. El resultado contundente del referéndum español
Con la precipitada convocatoria del referéndum consultivo sobre el Tratado Constitucional del pasado 20 de febrero, el Gobierno Zapatero prometía un Sí triunfante. Contaba para ello con una correlación de fuerzas sumamente favorable; con el hecho de que, en España, tanto el Partido Socialista (PSOE) como el Partido Popular (PP), principal partido de la Oposición, no sólo son partidarios del Sí, sino que han tenido a su servicio los medios de comunicación más influyentes y las «plataformas cívicas por Europa» promovida por los bancos y las grandes empresas, empeñadas en los mensajes de «solidaridad, justicia y paz», como si de un mensaje navideño se tratase. Sobre esa base de apoyo, la campaña gubernamental tenía la pretensión añadida de marcar el camino a seguir por la ciudadanía europea, conforme al eslogan oficial de «los primeros en Europa». Para que no faltara de nada, también el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero asumió la prueba de fuego con visos de convertir el referéndum del 20-F en un instrumento plesbicitario del Gobierno del «buen talante». A tal efecto, hemos asistido una parcialidad informativa de mucho cuidado, acaudillada por la consigna de asustar con lo malo que sería para España «quedarse fuera de Europa» y lo desagradecidos que serían los españoles, en ese caso, con el maná de las subvenciones millonarias que han recibido, desde su integración en la Unión Europea.
No ha faltado tampoco el recurso a convertir el malhadado Tratado en un cuento de la lechera, poniendo sus aspectos más ilusorios o «angelicales», en la boca e imagen de la televisión basura y el «famoseo» de artistas y deportistas, que se precian de «populares». Todo menos una campaña informativa veraz y sujeta a un debate pluralista, lo que explica que las voces críticas con el Tratado y las llamadas al NO se borrasen del mapa, es decir, prácticamente de la prensa y la televisión, condenadas así el No a una situación casi clandestina. El hecho de que las numerosas plataformas del No hayan sido extraparlamentarias y muchas de ellas tuviesen dificultades para reunirse y manifestarse en la calle ha sido una señal indeleble no de salud democrática sino de enfermedad. Pues algo o mucho anda mal en España cuando a las organizaciones y plataformas no parlamentarias, como en este caso, les colocan en las catacumbas los mismos que disponen del erario público. No hay que olvidar que, en cuestión de fondos económicos y recursos mediáticos, Gobierno y Oposición se repartieron el 90 por ciento del espacio mediático y se apropiaron de 8,3 millones de euros, además de otros 8 millones asignados a la campaña institucional, frente a los 735.758 euros asignados a los pocos partidos parlamentarios que defendieron el NO. En el caso de Izquierda Unida, habría que reprocharle a sus esfuerzos por rebasar el muro informativo, una campaña de baja intensidad, que ha mermado sin duda las posibilidades de liderar la gran plataforma unitaria del No.
Así las cosas, en vísperas del 20-F, el 90 por ciento de la población española desconocía el contenido de la Constitución europea, según la encuesta del CIS. Algo sumamente revelador si se considera en todas sus consecuencias que, a tenor del pronunciamiento del Tribunal Constitucional, la Constitución europea va a tener primacía sobre la Constitución española, aparte de que para otros temas el Gobierno se reclame de la «sociedad de la información» y de los derechos de la ciudadanía, y cuando como en este caso se trata de demostrarlo, no hayamos encontrado sino desinformación y demagogia.
La respuesta por consiguiente ha sido un bochornoso nivel de participación, de manera que la abstención y el No superaban las previsiones y deslegitimaban a la pomposa Constitución europea. En primer lugar, fueron a votar un total de 14,1 millones de electores, lo cual significa un índice de participación del 42,3 por ciento. Se trata de la participación electoral más baja desde la muerte de Franco y uno de los más bajos si nos atenemos a las consultas europeas. Así, en las pasadas elecciones europeas, las del año pasado, votó el 45,14 por ciento, lo que supone 16 millones de personas. En definitiva la abstención cifrada en el 57,7 por ciento ha sido la respuesta contundente a la manipuladora campaña institucional. En segundo lugar, el voto Sí a la Constitución europea ha sido emitido por 10,7 millones de españoles, lo que es menos del tercio del total de un censo que asciende a 33,5 millones. En tercer lugar, el voto No obtuvo un 17 por ciento, lo que supone en términos absolutos que, cerca de dos millones y medio de votantes se han movilizado resueltamente en esta confrontación, situando su voto mayoritariamente a favor de la Europa de los trabajadores y de los pueblos
A las cúpulas sindicales de CC.OO y UGT le corresponde una parte alícuota de la victoria pírrica del Sí, con la que ciertamente han quedado chamuscados. Pues mientras los partidarios del Sí no han recogido ni quiera la mitad de los votos que le dieron los escaños en el parlamento, caso de PSOE, PP, CiU o PNV, los partidarios parlamentarios del No, encabezados por IU lo han rebasado con creces. La posición de buena parte la clase trabajadora ha oscilado entre las zonas de la abstención y del No. De este modo se ha comportado el proletariado de las grandes ciudades, destacando a escala regional el País Vasco, Catalunya, Navarra y Madrid, por mucho que en esta última -donde los distritos de mayor abstención han sido las zonas obreras- se haya atribuido tendenciosamente por los medios gubernamentales el No a sectores de la derecha. Sin embargo, el voto afirmativo de las huestes del PP se ha evidenciado en el hecho de que las siete Comunidades Autónomas con mayor participación electoral y de síes están gobernadas por el PP, destacando Galicia donde votó Sí más de un 80 por ciento.
Pero, ciertamente, la lucha librada contra la Constitución europea no acabó el 20-F. A tenor de los resultados, la clase obrera y el resto de los asalariados está ahora en mejores condiciones para levantar cabeza y hacer frente a los planes patronales y gubernamentales que se anuncian: privatización de RENFE, liquidación de la minera HUNOSA, reconversión de RTVE, una nueva reforma laboral y fiscal, y una nueva reducción de las pensiones públicas. Frente a la «unión sagrada» de la derecha y la izquierda neoliberal, la clase proletaria española está obligada a luchar y organizarse con el conjunto del proletariado europeo por la Europa de los trabajadores y de los pueblos.
1 En Gran Bretaña, el pasado congreso de la Trade Unions Congess (TUC) votó una resolución con la tercera parte de los delegados a favor en la que se denunciaban las consecuencias funestas de la Constitución Europea para la soberanía de la nación y los servicios públicos. Ello fue un freno decisivo para los dirigentes del TUC, en el sentido de que a la postre rehuyeron poner a votación la resolución de apoyo al Tratado constitucional y en razón de ello se abstuvieron de apoyar al comité ejecutivo de la CES, el pasado 14 de octubre.
2 MASSIMO RIVA: Luciano Lama : sobre el sindicato, p.76. Barcelona, Ed. Laia 1978.
3 Francois Chesnais, Elementos para un combate político marxista contra la Europa del capital, Laberinto nº 15, noviembre 2004.
4 Jean-Pierre Raffarin, Europa : la respuesta correcta es sí, El Mundo 9.3.2005.
5 El pasado 24 de febrero el parlamento europeo rechazó la propuesta del Partido Popular Europeo que pedía la adopción a la mayor brevedad por la Comisión y los Estados miembros de la Directiva Bolkestein. La votación fue de 269 votos en contra , 242 a favor y 33 abstenciones. El rechazo fue encabezado por los grupos Socialista e Izquierda Unitaria Europea. Los sindicatos de la CES también se oponen a esta directiva, el problema es que la cúpula de la CES separa el apoyo al Tratado Constitucional de lo que es su fruto maduro. Pero la izquierda no ha podido hacer aprobar una enmienda sobre la retirada total de esta directiva, debido a la correlación de fuerzas adversa. No hay que olvidar que el rechazo a la propuesta del PPE fue posible porque votó con la izquierda un sector de la derecha francesa, apegada a la intervención del Estado en los servicios públicos.
6 Xavier Pedrol y Gerardo Pisagro señalan en su libro: La Constitución Europea y sus mitos, (Ed. Icaria, Barcelona 2005), que «los tímidos indicios de una Europa social recogidos sobre todo en la parte I son flanqueados por la pertinaz voluntad de afianzar «un mercado interior en el que la competencia sea libre y no esté falseada» y una economía «altamente competitiva» (art. I-3)».
7 Ya señalaba Juan Francisco Martín Seco, en el artículo «Europa ya no está en Europa» las dificultades de integración en la UE, agravadas por la ampliación a los diez países del Este, años atrás situados en el bloque soviético: «¿Qué integración puede darse entre países cuya diferencia en renta per cápita es del 5 a 1, o cuando los salarios medios de algunos de ellos son 10 veces superiores a los de los otros?»