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Comentarios sobre el nuevo fraude.

Fuentes: http://laberinto.uma.es

En anteriores ocasiones tratamos de presentar, en esta misma revista, los rasgos fundamentales de lo que la sociedad moderna asume como el problema político, es decir: el de cómo conquistar un marco de convivencia basado en el reconocimiento universal de la libertad (es decir, libertad para todo aquel que forme parte de dicho marco), de […]

En anteriores ocasiones tratamos de presentar, en esta misma revista, los rasgos fundamentales de lo que la sociedad moderna asume como el problema político, es decir: el de cómo conquistar un marco de convivencia basado en el reconocimiento universal de la libertad (es decir, libertad para todo aquel que forme parte de dicho marco), de tal modo de lo que está permitido y lo que no , lo que el derecho reconoce para cada cual, no depende del contenido moral de la acción, sino sólo de que la misma no impida a ningún otro su propia acción; la legitimidad del modelo democrático reside exclusivamente pues en que la libertad sea reconocida universalmente (en la universalidad de sus normas)1; y la universalidad es lo que está en la base de que el poder (soberanía) resida en el conjunto (universum) y no en ninguno de los individuos que lo integran.

Allí mismo tratamos de mostrar cómo el proyecto de conquistar tal modelo sólo es asumible consecuentemente por la burguesía mientras ésta es una clase revolucionaria, esto es, mientras perdura su enfrentamiento con el Antiguo Régimen. Tan pronto como su sistema social ha logrado relegar históricamente al mundo feudal, pasa a desentenderse del clásico constitucionalismo que inicialmente había alumbrado su audacia política, y ello en virtud de la defensa de sus intereses de clase, ahora frente al movimiento obrero (objetivamente capacitado para recoger el testigo del fiel compromiso con el modelo democrático).

Con esto, en la coyuntura actual, resulta ocioso molestarse en determinar el imposible encaje del «Tratado Constitucional» con el verdadero modelo jurídico que subyace al clásico constitucionalismo de la burguesía revolucionaria. Al respecto, el único interés teórico que puede merecer la pena consiste en evaluar el alcance de la ofensiva política en que se enmarca, y ello en dos aspectos fundamentales: en lo que el tal tratado tiene de nuevo paso en la línea de terminar de pulverizar todo marco de convivencia jurídicamente consistente (regresión democrática); y en lo que, complementariamente, tiene de abierta regresión social (asalto a las conquistas sociales, privatizaciones, escalada militarista, etc.).

En cualquier caso, las reflexiones que podría suscitar el momento, habrían de moverse dentro de las coordenadas que siguen.

De la mano de las necesidades actuales de la acumulación capitalista, la deriva antidemocrática dicta que la presunta Constitución podía ser cocinada y servida, sin sobresalto alguno, desde las altas esferas institucionales de la UE, y por tanto, al margen de proceso constituyente alguno (y, por tanto, al margen de toda legitimidad democrática), por lo mismo que sus contenidos tampoco tenían por qué tolerar la menor prueba de democraticidad (validez jurídica). En todo lo cual, sigue al milímetro el rumbo de un pseudo-constitucionalismo occidental que se ha ido alzando tras dos guerras mundiales sobre las cenizas del clásico constitucionalismo de las revoluciones burguesas (de los siglos XVII, XVIII).

No se ha elegido, vía sufragio universal directo, una cámara constituyente para la elaboración de la carta constitucional2. ¿Para qué? La situación de suficiencia política de las fuerzas neoliberales es tal que el poder establecido ni siquiera precisa aparentar esfuerzo alguno por que hubiere algo mínimamente parecido a un proceso constituyente. No obstante, ¿tan mal queda como sujeto constituyente una camarilla de burócratas cooptados en virtud de los equilibrios diplomáticos de las potencias europeas; cuando, además, lo que ha de cerrar ese, digamos, atípico sujeto constituyente es precisamente un tratado entre las potencias mayores y menores a las que representan?

En cuanto a los contenidos, no vamos a entrar en pormenores. La presunta Carta de derechos fundamentales que incluye el Tratado, aparte de que su último título anula automática y explícitamente la aplicabilidad de la misma, también adolece del mismo sistemático fraude democrático del conjunto del constitucionalismo post-revolucionario.

Coloquialmente suele decirse, y no sin fundamento, que una constitución es una ley de leyes. En efecto, no es una determinada ley, sino el concepto (o la ley) que ha de determinar cómo ha de ser formalmente toda legislación que produzca el poder facultado para ello, etc. Y ello, porque antes es un concepto de ciudadanía, es decir, de lo que significa en términos universales (como corresponde a la naturaleza universal del concepto) ser ciudadano. Pero veamos qué pasa con nuestro Tratado Constitucional.

El artículo II-114 cierra la citada Carta estableciendo «la prohibición del abuso del derecho». Es muy posible que esto no llame la atención de los especialistas en Derecho Constitucional y materias colindantes, y tampoco es de extrañar, ya que el problema que encierra el citado artículo recorre el conjunto del texto que suscita estos comentarios, y más cuanto más se introduce en el terreno de los derechos y libertades fundamentales. El caso es que como ejemplo del descaro antijurídico, el susodicho artículo no está mal.

En principio, parece asentar una restricción perfectamente comprensible y conveniente, pero, desde un punto de vista jurídicamente riguroso es necesariamente prescindible. La pregunta entonces es: ¿y por qué aparece? Desde luego que no por azar.

En conjunto, como no podía ser de otra manera, todo va en la dirección de que, en primera instancia, se admitan como obvias las limitaciones a los derechos y libertades llamados fundamentales, y ello, ante todo, porque previamente se pretende que pase también como obvio lo siguiente: el que el uso de un determinado derecho por parte de alguien puede llegar, en determinadas condiciones, a lesionar los derechos y libertades de otro alguien (a eso es a lo que se llama abuso del derecho). El caso es que incluso todo esto no son cosas que se presuponen, sino que se llegan a proponer explícitamente. Pero en fin, se entenderá que, en este caso, la forma de jugar con los conceptos, y los conceptos con los que se juega, mirando atrás en la historia moderna y contemporánea, no entrañan novedad alguna.

Por nuestra parte, todo ese juego carece naturalmente de sentido. Lo único que puede lesionar el derecho de alguien es el que cualquier otro actúe sin usar derecho alguno, y por tanto al margen del derecho. Por lo demás, no se comprende que otra cosa puede ser más saludable que el que alguien se empeñe en usar sus derechos todo lo celosamente que quiera, y más saludable cuanto más celosamente lo haga.

Los derechos no son, pues, reconocidos universalmente , sino que se entiende con meridiana claridad que, a veces, en determinadas condiciones, pueden ser suspendidos. Y si no pueden ser suspendidos en virtud del criterio de la universalidad, es decir, de lo que caracteriza esencialmente al derecho, en virtud entonces de qué criterios podrían suspenderse, ¿quizá en virtud de lo que el poder establecido en cada momento entiende que vale como criterio?, ¿pero es entonces el derecho lo que el poder establecido (con o sin amplio consenso de su parte) entienda en cada momento como tal?

En fin, dejamos aquí la cuestión porque la damos por suficientemente entendida.

Otra forma, por último, en que se despide al derecho. Ya hemos tratado de mostrar sumariamente que como criterio que debe fijar las condiciones formales que han de respetar las leyes para que sean efectivamente leyes (y no dictados de un poder de facto), la Constitución no alcanza los mínimos del rigor democrático, con lo que la violación de la formalidad jurídica es de raíz. Pero, ya que no la forma, lo único que puede hacer la pretendida Constitución es determinar (en alto grado, y en un sentido muy determinado) el contenido de la legislación, de la política pues, que habrá de aplicarse en los países del ámbito en que ésta rija. El clásico esquema de la división de poderes también es pasado por alto en este caso: se usurpa la función propia del poder legislativo3. Aunque, eso sí, en esto al menos se ha obrado racionalmente, puesto que el marco institucional de la UE viene funcionando tiempo ha, tranquilamente, sin división de poderes; el verdadero poder legislativo de la UE es el juego de equilibrios entre los estados que la integran. Huelga decir que, en todo ello, naturalmente, no hay error, ni descuido técnico, ni casualidad, ni interpretación inexacta de la cuestión, sino las mismas razones (y retomamos de alguna manera el nudo del problema político anunciado al comienzo) que a partir de cierto momento histórico ya no dejarían de ir separando para siempre al conjunto de la clase dominante de todo verdadero programa democrático.

En el marco de una competencia inter-imperialista entre los tres grandes bloques cada vez más aguda, el Tratado Constitucional responde a la inaplazable necesidad que tienen las principales burguesías europeas de poner definitivamente fin al llamado «modelo social europeo», imponiendo la renuncia explícita a las políticas de corte keynesiano y blindando, al otorgarles nada menos que rango «constitucional», el tipo de políticas neoliberales que vienen desarrollándose de manera progresiva en los últimos 25 años.

Superado el escenario geopolítico mundial de la «guerra fría», sin necesidad ya de mantener el lastre que suponían las amplias y «costosas» concesiones sociolaborales a la clase trabajadora europea, y con un movimiento obrero en abierto repliegue tanto organizativo como ideológico, nada impide convertir ahora en «ley», institucionalizándolas, medidas tales como la privatización de los servicios públicos, la flexibilización laboral o la fiscalidad regresiva.

Es esta misma voluntad expresada por el eje franco-alemán – y por extensión de la UE _ de convertirse en superpotencia económica y monetaria capaz de rivalizar directamente con los EEUU en el plano mundial, la que exige también avanzar en los ámbitos de la unificación política y de la organización militar. En sintonía con la doctrina-Bush de las intervenciones preventivas, y pretendiendo darle respuesta en su mismo campo, el Tratado Constitucional proporciona cobertura a la «presencia» exterior europea, incluida la militar, bajo el pretexto de un abanico de «misiones» que no deja de ser sorprendente y que incluye además de las ya clásicas «humanitarias», las de «rescate», «asesoramiento y asistencia en cuestiones militares», las de «prevención de conflictos», «gestión de crisis», «mantenimiento o reestablecimiento de la paz» o las de «estabilización».

Lo único que cabe añadir, llegados a este punto, es remarcar, una vez más, la vigencia de la única salida consistente: la que sólo pueden ofrecer aquéllas fuerzas sociales que objetivamente pueden enfrentar la situación.



1
No viene a cuento, al menos en términos estrictamente democráticos, el añadido de que se reconoce la dignidad, la integridad de la persona, u otras cosas por el estilo (ejemplo: título I de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión), cuando eso mismo está ya presupuesto en el reconocimiento universal de las libertades típicas (expresión, reunión, voto, etc.), ¿o es que se nos quiere deslizar, más bien burdamente, que el respeto a tu libertad no incluye el respeto a tu dignidad, integridad, etc?

2 Frente al consenso reinante en la Eurocámara, las únicas críticas sustanciales desde el principio al conjunto del proyecto en que se engloba el Tratado Constitucional, se hacían oír sólo desde las filas de un modesto grupo parlamentario de eurodiputados (Izquierda Unitaria Europea / Izquierda Verde Nórdica)

3 Aunque, de todas formas, esto ha caído ya por su propio peso, si se nos concede que el «Tratado Constitucional» no se atiene en ningún aspecto esencial al principio de universalidad: sin norma verdaderamente universal (es decir, por tanto, sin verdadero legislador), tampoco hay verdadero poder que juzgue de la aplicación de la norma universal al caso concreto, etc. Lo que queda es una suma dispar de disposiciones con base en la cual un poder fáctico (autoproclamado, eso sí, democrático) decide arbitrariamente, pero no ya leyes, que, en cuanto universales, rigen igualmente sobre todos y cada uno de los casos concretos.

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