Desde tiempo atrás ha ganado predicamento en Ciencia Política lo que en inglés se llama partido «catch-all», expresión que entre nosotros acaso podríamos traducir, con un poso de literatura, como partido «atrapalotodo». Aun a costa de simplificar mucho la teorización correspondiente, los partidos que nos ocupan, nacidos en la izquierda o en la derecha, habrían […]
Desde tiempo atrás ha ganado predicamento en Ciencia Política lo que en inglés se llama partido «catch-all», expresión que entre nosotros acaso podríamos traducir, con un poso de literatura, como partido «atrapalotodo». Aun a costa de simplificar mucho la teorización correspondiente, los partidos que nos ocupan, nacidos en la izquierda o en la derecha, habrían experimentado con el paso del tiempo un progresivo descafeinamiento ideológico, de tal suerte que habrían anclado sus barcos en el centro político, deseosos de pescar en el que se entiende que es principal caladero electoral en las democracias liberales.
La secuela mayor de la condición que acabamos de invocar no ha sido otra que la desaparición de muchas de las señas de identidad propias de las principales fuerzas políticas, hoy entregadas a la ingrata tarea de pelear por los mismos electores. Tal proceso se habría registrado –no se olvide– entre nosotros, de la mano de un Partido Socialista que habría buscado desprenderse, con razonable éxito, de su marchamo izquierdista para convertirse, en el mejor de los casos, en una fuerza de centro izquierda. Pero también se habría verificado en el caso del Partido Popular, que habría huido de sus orígenes hiperconservadores para buscar el terreno propio del centro derecha o, más aún, el del centro sin adjetivos. Uno como otro tomarían a mal en estas horas que alguien afirmase que representan en exclusiva a los trabajadores o a los empresarios: los responsables de estos partidos quieren que se entienda desde ya que se trata de fuerzas interclasistas que han dejado atrás muchos atavismos del pasado.
Si el lector desea percatarse de hasta qué punto lo anterior es cierto, le bastará y le sobrará con acometer un ejercicio que de vez en cuando encomiendo a mis alumnos: el de sentarse en una mesa con los programas popular y socialista para a continuación borrar los nombres de los partidos en cuestión e intentar calibrar a cuál de ellos corresponde uno u otro trecho elegido al azar. Al poco podrá comprobar, sin mayor quebranto, que en la mayoría de los terrenos –alguna excepción, bien es verdad, hay– los dos programas son difícilmente distinguibles.
Agreguemos que, salvo contadas excepciones, en el mundo occidental lo común ha sido que en los últimos decenios, y en cada lugar, se perfilasen dos grandes partidos atrapalotodo que simulasen agudas confrontaciones y, de resultas, mostrasen una nula voluntad de alcanzar acuerdos de gobierno. Así las cosas, parece sobreentenderse que sólo en circunstancias extremas de crisis estaría justificado que esos grandes partidos atrapalotodo configurasen lo que en la jerga al uso se llaman gobiernos de gran coalición.
Viene todo lo anterior a cuento porque, por mucho que uno asuma una lectura poco complaciente de lo ocurrido en Alemania en los últimos años, ningún dato solvente invita a arribar a la conclusión de que el país está en una situación delicadísima. Y, con ello, ningún elemento de relieve parece justificar que democristianos y socialdemócratas –dos genuinos partidos atrapalotodo– alcancen un acuerdo de gobierno. Claro que alguien podrá sentirse legítimamente tentado de afirmar que, siendo tan próximos, al cabo, los programas, aquél en modo alguno es descabellado, y ello por mucho que unos y otros se hayan entregado a la descalificación radical del rival durante la pasada campaña electoral y hayan tenido a bien subrayar, con enorme imaginación, abismales diferencias entre los proyectos respectivos.
Quiere uno pensar que la clave principal para explicar un gobierno tan sorprendente como el que se está gestando en Alemania la aporta, al margen de la real consonancia de los programas de los dos partidos implicados –con el aliento de los grandes empresarios por detrás–, el irrefrenable designio democristiano de tocar poder a toda costa, y de reservar para sí unas cuantas decenas de miles de puestos de trabajo, y el propósito socialdemócrata de no perder combra y de conservar, también, otros tantos empleos para sus cuadros. Qué poco generosos son, por cierto, estos dos partidos, que de la noche a la mañana se han olvidado de quienes se anunciaban sus socios menores –liberales y verdes–, hoy compuestos y, si nada cambia, sin novia.
Aunque la operación política que glosamos parece, por muchos conceptos, lamentable, no dejará de tener un saludabilísimo, y futuro, efecto: el de ocupar nuestra atención de la mano de un sinfín de medidas que se anuncian genuinamente rompedoras. ¿Se aplicará en Alemania un sistema impositivo diferente cada curso, y por turnos? ¿Se desplegarán en Iraq soldados germanos durante seis meses cada año? ¿Se turnarán dos seleccionadores de fútbol en partidos pares e impares? Hay quien, por lo demás, se sentirá contento con tanto equilibrio y estabilidad como beneficiarán a Alemania, tanto más cuanto que algunos anuncian que lo que ahora tenemos entre manos no es sino un primer paso camino de un segundo mucho más enjundioso: una efectiva fusión de los dos grandes partidos en provecho de la gestación de lo que en los hechos bien podría ser, en el futuro, una suerte de partido único que diese acompañamiento al pensamiento único.
Tiempo habrá para calibrar, naturalmente, si ésas son las querencias de los alemanes de a pie, como tiempo habrá para confirmar si es verdad que el grueso de los electores se acumula entre nosotros en el centro político o si, por el contrario, el engrosamiento de este último no es sino el producto de la presión de un sistema que demoniza eficazmente a quienes no se sienten cómodos en tal ubicación. Porque, a lo mejor, el ejemplo que en estos momentos dan socialdemócratas y democratacristianos –con el gran capital, digámoslo de nuevo, moviendo los hilos por detrás de unos y de otros– se convierte en un poderoso estímulo para que los electores alemanes se lo piensen mejor en la próxima consulta.