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La sombra de las colonias en los suburbios

Fuentes: Il Manifesto

Traducido para Rebelión por Juan Vivanco

«Exterminad a esos brutos», musitaba Kurtz en el corazón de las tinieblas de Conrad. «Vamos a librarnos de esa gentuza», ha proferido Sarkozy contra los muchachos de los suburbios obreros parisinos. El Congo decimonónico, arcaico y colonial, irrumpe en el vientre de la Europa hipermoderna y postcolonial. No es difícil descubrir el hilo rojo que une el grito colonial de Kurtz con la amenaza postcolonial de Sarkozy. Un hilo que conecta, por ejemplo, los horrores de la conquista de Argelia con los argelinos ahogados en el Sena en 1961, la guerra franco-estadounidense de Vietnam con las ocupaciones de Afganistán e Irak. Kurtz y Sarkozy son hijos de la misma lógica, de la misión civilizadora de la Europa de ayer y su apartheid de hoy, cuyo espinazo es la normativa de Schengen y sus garras temibles el alambre de púas de Ceuta y Melilla. Un vínculo que sugiere, entre otros, Paul Gilroy en su último libro: After Empire. Melancholia or Convivial Culture? (Routledge, Londres, 2004), inédito en Italia. El texto anuncia ya en el título una de sus tesis principales, los posibles resultados de los conflictos postcoloniales del presente. De entrada Gilroy analiza los límites del modelo de integración democrático y multicultural de Gran Bretaña. Frente a quienes, desde púlpitos mediáticos, religiosos e institucionales, sentencian la agonía de las sociedades «multirraciales» contemporáneas, Gilroy describe los significados y las prácticas de resistencia desde abajo de las llamadas «culturas sociables antirracistas». Son culturas mestizas que surgieron hace tiempo en las metrópolis, portadoras de semillas de igualdad y libertad. Pero Gilroy nos previene contra el optimismo y denuncia las «melancolías o nostalgias imperiales/imperialistas» que infectan la cultura dominante, no sólo en Gran Bretaña. Una de las principales taras de la dialéctica política de las democracias occidentales, según el autor de The Black Atlantic, es su incapacidad (más bien renuencia) para superar la idea de una humanidad dividida por la «línea del color», por una visión de la historia y las culturas basada en las nociones de «raza», progreso y civilización heredadas del pasado colonial. Los conflictos que caracterizan las sociedades multiculturales, latentes o explosivos, como en el caso de los suburbios franceses, deben situarse, pues, en el contexto de la historia colonial que, «pese a ser la gran desconocida, sigue plasmando la vida política de las antiguas potencias imperiales».

En este sentido la inquina de Sarkozy -y de un amplio sector de la sociedad francesa, no sólo de extrema derecha, que se reconoce en él- es como la prolongación espectral de una larga guerra colonial. Y los disturbios de estas semanas son una insurgencia anticolonial, la enésima batalla del largo e ininterrumpido proceso de descolonización (interna) que llevan a cabo diariamente en los suburbios los hijos y nietos de los franceses de ultramar, emigrantes e hijos de emigrantes. Pero no sólo ellos. En las barriadas rebeldes no siempre son mayoría los hijos de la emigración. Por el contrario, muchos franceses «de pura cepa», blancos, pobres y exasperados por los mismos motivos que sus hermanos y vecinos «árabes», han prendido fuego a los mismos coches, colegios y comisarías. Estas insurgencias modifican y definen de nuevo la historia colonial, poniendo de manifiesto que ni ha terminado ni se ha pacificado.

La perspectiva postcolonial podría explicar contra qué van dirigidas las rebeliones: contra una forma de soberanía que no aspira a construir ningún tipo de bien público, pues su único fin es someter a los «nativos». Tomando prestada una expresión de Ranajit Guha, uno de los fundadores de los Estudios Subalternos indios, se podría decir que el aspecto (post)colonial de esta soberanía consiste en su proyecto de un «dominio sin hegemonía» basado en la mera coerción y en el estado policíaco, donde el poder se sostiene y se exhibe a sí mismo como pura fuerza. Los suburbios como «postcolonias» donde el único mediador entre el poder y el «indígena» es el soldado, como escribía Fanon en Los condenados de la tierra. Regiones donde, según su vigorosa descripción, «a través de un lenguaje de pura violencia» los gendarmes someten a los indígenas «con porras o con napalm» y donde «el intermediario lleva la violencia directamente a las casas y las mentes de los subalternos».

No es de extrañar entonces que este aspecto haya sido obviado por la cobertura mediática, incluida, significativamente, la de la izquierda. Muchos se han preguntado por qué se quemaban coches, colegios y servicios públicos, acciones aparentemente sin sentido o incluso autodestructivas, por carecer de una explicación plausible según nuestra lógica política. Pero casi nadie se ha percatado de que, siguiendo claras instrucciones del gobierno, los medios no han mostrado las comisarías incendiadas ni las otras formas más inmediatas de resistencia a la policía. Es decir, de ataque a la forma más evidente y cotidiana de «mediación» entre el estado y estas barriadas. Uno de los pocos méritos de una película demasiado sobrestimada, El odio de Mathieu Kassovitz, era que mostraba este aspecto de la rebelión: el interior de una comisaría devastado por el fuego. De esos lugares parte la violencia de las fuerzas del orden, que actúan en los suburbios como auténticas bandas armadas siempre dispuestas a dar un escarmiento, como cuenta la estupenda Wesh wesh, qu’est-ce qui se passe? de Rabah Ameur-Zaïmeche, una de las pocas películas realistas sobre la violencia no en el suburbio sino contra él.

Desde todos los ángulos se ha tratado de explicar o interpretar la aparente irracionalidad y la furia ciega y destructiva de la «chusma adolescente» de los suburbios. Sin darse cuenta de que la cuestión generacional es otro de los inventos gubernativos, por ejemplo con la imposición de sanciones penales muy duras a los padres que no consigan retener en casa a sus hijos adolescentes e incendiarios durante el toque de queda. Sin entender, además, que la rebelión no habría tenido tal extensión y duración de no haber contado con un respaldo general de los barrios y de todas las generaciones. Para comprender estos aspectos de la rebelión es muy útil el testimonio de Omeyya Seddik, uno de los impulsores del Mouvement de l’Immigration et des Banlieues, que las semanas pasadas ha participado en una serie de charlas por toda Italia. También Guido Caldiron hace una excelente reconstrucción de los hechos en Banlieue. Vita e rivolta nelle periferie della metropoli (Manifestolibri, 2005).

La feminista india Gayatri Spivak, en Can the Subaltern Speak?, uno de los ensayos más conocidos de la literatura postcolonial, no dudaba en afirmar con afán polémico que en los documentos y los archivos históricos no se encuentra ni rastro del subalterno colonial. En tanto que «subalterno», el saber occidental hegemónico lo ha confinado dentro de los límites de un sujeto/objeto silencioso. No porque el subalterno no haya dicho esta boca es mía en la historia -«el único lugar donde los negros no se rebelan» escribía Cyril L. R. James en Los jacobinos negros «son las páginas de los historiadores capitalistas»- sino porque el aparato ideológico-discursivo del saber colonial, eurocéntrico y patriarcal, se las arregla continuamente para neutralizar su subjetividad. No es que los subalternos callen, sino que los «dominantes» no saben o no quieren escucharles.

Algo parecido representa el suicidio de Mayid en la película Caché: un gesto tan violento, irracional e incomprensible que sólo puede disiparse y neutralizarse trivialmente en una sala de multicine. Quizá sea esta una buena perspectiva para empezar a entender por lo menos parte de lo que ocurre y probablemente seguirá ocurriendo en los suburbios franceses, con unos subalternos que levantan con fuerza la voz, aunque casi siempre queda atrapada en el mundo simbólico de la máquina política y mediática dominante. Pero el fuego de los coches, pocas veces indiscriminado, el de los colegios que no transmiten ningún saber o el de las instituciones de un estado social que ya no asiste a nadie (si acaso lo hizo en el pasado) sigue ahí. Intacto y «otro», como el suicidio de Mayid. Como lo Real lacaniano, resiste toda clase de simbolizaciones. Como la lengua pura de Benjamin, se comunica inmediatamente nada menos que a sí misma.

Los suburbios en llamas, en este sentido, nos enseñan por lo menos tanto como la filosofía del realismo político, clásico y subversivo. La del poder espectral pero concretamente devastador de la policía, instrumento de una violencia que pone su orden en conserva, como diría Walter Benjamin. O la que sitúa el derecho de guerra -y no la mediación jurídica del contrato- en el centro de la soberanía, como eje de la relación entre la multitud y el estado en su forma moderna y posmoderna o postcolonial. El derecho de ciudadanía, escribía Baruch Spinoza, no incluye cosas que suscitan la «indignación» general.

Una indignación que, en estas circunstancias, no tiene ningún regusto moralista, sino el sabor de un conflicto, velado o declarado, que atraviesa continuamente las relaciones sociales y desmiente el pretendido universalismo occidental para proclamar otro concepto de democracia: no ya una forma de gobierno como cualquier otra, sino otro nombre de la resistencia. Una «resistencia activa» que vuelve a definir continuamente, desde abajo, los términos de la pertenencia y la exclusión.

La cañonera francesa se mecía anclada frente a la maleza. Cañonazos a intervalos regulares, una fina columna de humo blanco, un minúsculo proyectil que desaparece, tragado por la selva inmóvil, negra y silenciosa. No hay respuesta en la espesura, no hay resistencia. ¿Cómo podría haberla? Estamos en una de las páginas más fascinantes y ambiguas de la literatura conradiana, viajando hacia el corazón tenebroso de la modernidad. ¿Qué sentido tiene disparar cañonazos contra un continente entero? Pero, por otro lado, ¿qué sentido tiene esperar una respuesta de los nativos, salvajes, mudos y escondidos en el vientre amenazador de la selva, quizá atemorizados, quizá indolentes, quizá ausentes, sencillamente? Esta ambivalencia denuncia la locura del imperialismo colonial, pero al mismo tiempo suprime la palabra, la consistencia y la subjetividad del colonizado. Pero Kurtz musitaba amenazadoramente: «Exterminad a esos brutos». Pero Sarkozy grita amenazadoramente: «Vamos a librarnos de esa gentuza».

http://www.ilmanifesto.it/g8/dopogenova/43b40e4a89a4f.html