La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ha sido en las últimas semanas el escenario de agrias disputas sobre si convenía o no formalizar una condena de los regímenes llamados ‘comunistas’. Vaya por delante que todo me invita a concluir que hay razones sobradas para repudiar esos regímenes, protagonistas en el pasado de crímenes execrables, […]
La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ha sido en las últimas semanas el escenario de agrias disputas sobre si convenía o no formalizar una condena de los regímenes llamados ‘comunistas’. Vaya por delante que todo me invita a concluir que hay razones sobradas para repudiar esos regímenes, protagonistas en el pasado de crímenes execrables, tanto en la URSS -y me ciño ahora al teatro europeo– como en sus satélites de la Europa central y balcánica. Agregaré, para dejar las cosas aún más claras, que me preocupan poco las discusiones relativas a si unos regímenes fueron más benignos que otros. Los crímenes deben ser condenados sean cuales sean los condicionantes comparativos que uno quiera invocar.
Aclarado lo anterior, hay que poner los puntos sobre las íes, sin embargo, en lo que se refiere a la presumible intención política y, en su caso, a la terminología comúnmente empleada por quienes están detrás de la iniciativa que nos ocupa. La tarea correspondiente reclama, como poco, cuatro precisiones que afectan a otras tantas cuestiones importantes.
La primera de ellas subraya lo que entre nosotros parece evidente: no puede colocarse en el mismo saco a los regímenes objeto de nuestro interés, por un lado, y a los partidos comunistas occidentales, por el otro. Fueren cuales fueren las dobleces de estos últimos –y las hubo, y muchas- parece fuera de discusión que configuraron instancias decisivas en la lucha contra los fascismos de entreguerras y en el derrocamiento de dictaduras de muy diverso corte. No está de más recordar, por añadidura, que muchos de los militantes de esos partidos se dejaron la vida en ese empeño. Tampoco parece fuera de lugar la mención de que muchos comunistas disidentes se opusieron con coraje a los propios sistemas de tipo soviético.
Vaya una segunda consideración: mi percepción de siempre ha sido la que sugiere que es un craso e interesado error seguir etiquetando de ‘comunistas’ a lo que acabo de llamar, de manera más neutra, sistemas de tipo soviético. Y ello es así, en primer y marginal lugar, porque, aunque a menudo se olvide, esos sistemas rechazaron para sí la marca correspondiente: las más de las veces argüían que el comunismo era un objetivo final que se antojaba lejano. Mayor relieve tiene el hecho de que existen distancias alarmantes entre lo que una plétora de pensadores del XIX, con Marx a la cabeza, entendió que era el comunismo y la presunta concreción de éste en la Europa oriental del siglo siguiente. No nos engañemos mucho al respecto: si la idea comunista es muy anterior a los sistemas de tipo soviético -si así se quiere, es uno de los vectores siempre presentes en el pensamiento político occidental-, lo suyo es que convengamos que sobrevivirá también a esos sistemas, de la mano, acaso, de una crítica radical de lo que fueron.
Recelemos, en tercer lugar, de una palabra que aparece por doquier en estas discusiones: ‘totalitarismo’. La categoría correspondiente -y la paralela de ‘autoritarismo’- tiene un rigor reducido a la hora de retratar realidades complejas, y ello hasta el punto de que a menudo se ha apuntado que su única utilidad es la que se deriva de su condición de estímulo para muchos debates. Limitémonos a reseñar que no deja de ser llamativo que muchos de nuestros conservadores de estas horas parezcan estimar que los últimos regímenes merecedores de la etiqueta de ‘totalitarios’ son los que comúnmente describen como ‘comunistas’. Esta forma de mal razonar, que utiliza con visible sesgo ideológico los conceptos, debería explicar, por cierto, cómo puede afirmarse que la URSS posterior a Stalin, luego de una visible suavización de la represión y de una relativa liberalización, seguÌa siendo, sin embargo, un régimen rotundamente ‘totalitario’.
Agreguemos, en fin, que, a tono con alguna glosa que ya hemos adelantado, hay motivos más que suficientes para recelar de la condición estimulantemente democrática de muchos de los detractores de los sistemas de tipo soviético. Limitémonos a reseñar que, poderoso caballero es don dinero, cuando aquéllos existían comerciaron activamente con sus émulos occidentales. No sólo: hay quien se sentirá tentado de recordar que al fin y al cabo el grueso de las elites, políticas como económicas, de los actuales países de la Europa central y oriental -muchos de ellos miembros de la UE de estas horas- lo configuran segmentos enteros de la vieja burocracia dirigente en los sistemas de tipo soviético. Cuando aceptamos -aceptan- de buen grado una activa cooperación con gentes que tan lamentable función asumieron en el pasado, estamos retratando de manera cabal nuestra propia condición, no tan pura como determinados discursos parecen dibujar.
No está de más que señale que, entre las respuestas que ha levantado el debate que hoy me ocupa, se ha hecho notar la opinión de gentes que, presuntamente vinculadas con el magma de nuestros partidos comunistas, se han rasgado las vestiduras ante lo que consideran que son condenas lamentables de sistemas que merecerían el mayor respeto. Pena es que estas gentes sigan sin prestarle atención a lo principal: lo muy poco que los sistemas en cuestión tenían que ver con las ideas que los partidos comunistas defendían a menudo entre nosotros, y entre ellas con el ‘comunismo’.