El ministro-presidente del estado de Baviera (Alemania), Edmund Stoiber (en la foto), es un tipo divertido. Stoiber es además el presidente de la Unión Social Cristiana (CSU) de Baviera, lo que viene a ser la versión cristiana del islamismo moderado. El ‘cristianista moderado’ Stoiber se desmarcó el otro día con unas declaraciones muy interesantes sobre […]
El ministro-presidente del estado de Baviera (Alemania), Edmund Stoiber (en la foto), es un tipo divertido. Stoiber es además el presidente de la Unión Social Cristiana (CSU) de Baviera, lo que viene a ser la versión cristiana del islamismo moderado.
El ‘cristianista moderado’ Stoiber se desmarcó el otro día con unas declaraciones muy interesantes sobre los inmigrantes musulmanes en su país publicadas por los diarios Welt am Sonntag y Berliner Morgenpost. Vino a decir algo así como que «los alemanes quiere vivir en un país tolerante con las religiones» pero que «no quieren mezquitas más grandes que las iglesias». Muy bien Stoiber, eso es tolerancia. Lo que sucede es que estas declaraciones recuerdan mucho a esas frases de «Yo no soy racista pero…». El rapero congoleño-español Frank-T lo redondeaba en una buena canción con «…pero a los moros y a los gitanos no los quiero ni de vecinos».
El debate en torno a la integración de los inmigrantes musulmanes en Europa está rodeado de una hipocresía que me saca de quicio, a mí que vivo en un país musulmán que me ha acogido sin problemas, facilitando mi integración.
Frank T, rapero hispano-congoleño cuyas canciones llaman la atención sobre el racismo cotidiano. A un amigo mío, sus padres, extremadamente cristianos, le prohibían escucharlo más de una vez a la semana porque decía demasiadas palabrotas.
Los fundamentalistas suizos, por ejemplo, ahora se dedican a realizar una campaña contra los minaretes después de que los musulmanes de una ciudad quisiesen ponerle una torre a la fábrica de pinturas abandonada donde rezaban. Y eso que los seguidores de Mahoma habían prometido no realizar la llamada a la oración. Vaya, yo que soy ateo nunca me he quejado por el repiquetear de las campanas ni he pedido la destrucción de los campanarios. Cosas veredes, amigo Sancho.
El primero de los argumentos que se esgrimen es que los nuevos inmigrantes «no comparten el respeto por la democracia». Ahora bien, resulta difícil compartir ese «democratismo» del que se habla cuando ningún inmigrante dispone de el principio esencial de la democracia representativa: el derecho a voto, a pesar de que hayan vivido largos años en su país receptor.
Una de las respuestas a estos argumentos ha sido la proposición de «soluciones» que rayan en la xenofobia más extrema: los exámenes de aptitud que se pretenden realizar a los nuevos inmigrantes. A pesar de que se ocultan en razonamientos más o menos civilizados, no se puede ocultar el doble rasero que subyace en estas propuestas.
Parece lógico que los inmigrantes deban conocer la cultura y la lengua del país que los acogerá. Pero no lo es. ¿Por qué? Pongamos un ejemplo. En Turquía viven decenas de miles de inmigrantes de países europeos. No sólo trabajan en Turquía de forma ilegal ganando mucho más dinero que sus colegas turcos por hacer el mismo trabajo (ante lo que las autoridades hacen la vista gorda) sino que la mayoría ni siquiera se molesta en aprender turco -«una lengua difícil»- más allá de las cuatro palabras necesarias para hacer la compra en el colmado de debajo de casa. Muchos de estos «inmigrantes de primera clase» son alemanes, compatriotas de nuestro querido Stoiber.
En segundo lugar, se pretende incluir en estos exámenes preguntas para comprobar si los inmigrantes «comparten nuestro valores europeos». Según me comentaba mi amigo y colega Ricardo Ginés, durante sus años en Alemania se propuso preguntar a los inmigrantes (muchos de ellos venidos del conservador interior de Anatolia) qué pensaban sobre la homosexualidad. ¿Qué pasaría en caso de que los mostachudos turcos y kurdos se mostrasen contrarios a las relaciones entre personas del mismo sexo? Claro, el tema suscitó comentarios jocosos sobre si se iba a preguntar lo mismo a los ciudadanos alemanes. Imagínense en España, uno de los pocos países donde el matrimonio homosexual es legal, si se pusiese en marcha un mecanismo de selección de la inmigración de esta guisa, ¿no deberíamos deportar, por ejemplo a Arabia Saudí, a todos esos miles reaccionarios que se manifestaron contra el matrimonio homosexual en las calles de Madrid? En fin, los que se posicionan contra la homosexualidad pueden ser unos burros, unos imbéciles, pero no son delincuentes.
Otro razonamiento muy en boga es que los musulmanes no respetan a la mujer. El doble rasero en este tema es patente (como quedo demostrado con el caso del asesinato de una joven pakistaní en Italia el pasado verano). ¿Y qué hacemos con los animales patrios que se dedican a quemar vivas, acuchillar, golpear a sus mujeres? ¿Los echamos del país?
Ante toda esta lluvia de demagogia racista hay que responder con el sentido común. No se puede obligar a nadie a aceptar una cultura diferente a la suya, aunque viva en otro país (nadie en Marruecos obliga a los europeos que viven allá a vestir chilaba, o nadie en Turquía te obliga a aprender turco). Lo que se debe exigir es el cumplimiento de las leyes del país de acogida, simple y llanamente: el que maltrata a su mujer, a la cárcel, sea autóctono o foráneo. El esfuerzo por la integración lo deberán hacer las personas de ambos lados, olvidando prejuicios.