La revolución política islandesa ocurrida en los últimos dos años, el proceso político vivido en el país a raíz de la crisis, y que ha llevado a la dimisión de un gobierno y la convocatoria de una Asamblea Constituyente, ha sido llamado en algunos ámbitos «la revolución silenciada». Y con razón. El mutismo mediático en […]
La revolución política islandesa ocurrida en los últimos dos años, el proceso político vivido en el país a raíz de la crisis, y que ha llevado a la dimisión de un gobierno y la convocatoria de una Asamblea Constituyente, ha sido llamado en algunos ámbitos «la revolución silenciada». Y con razón. El mutismo mediático en torno a los cambios que está viviendo el país nórdico ha sido asombroso, especialmente si se lo compara con la atención recibida por las revueltas árabes. Sólo las noticias relacionadas con las sucesivas negativas del pueblo islandés a pagar la deuda de sus bancos a los acreedores británicos y holandeses han saltado a la primera plana de la prensa internacional, con un tono de preocupación y bajo acusaciones veladas de irresponsabilidad. Hay que bucear mucho para poder averiguar algo más sobre todo este proceso, que actualmente se haya abierto. Pero si hacemos un breve repaso de los acontecimientos nos encontramos con lo siguiente:
La crisis de 2008 estalla en Islandia a partir de la quiebra de los tres principales bancos del país, que habían estado endeudándose durante los años precedentes con el Reino Unido y Holanda. Automáticamente son intervenidos y nacionalizados por el Estado. El proceso de nacionalización y de las finanzas corre paralelo a una movilización popular sin precedentes en el país, que reclama reformas políticas y económicas para hacer frente al paro y la pérdida de derechos sociales, acaecida a tenor de las liberalizaciones y las actividades financieras irregulares que condujeron a la crisis. El gobierno en curso, formado por una coalición de socialistas y conservadores, convoca elecciones anticipadas y dimite. De las nuevas elecciones sale un nuevo gobierno formado por la coalición entre socialistas y verdes, y cuyas tareas principales son la de negociar el pago de la deuda con los acreedores e iniciar una investigación para depurar las responsabilidades del desastre financiero. Varios banqueros y ejecutivos son detenidos, y al presidente del principal banco del país se le adjudica una orden de arresto por parte de la Interpol. En cuanto al pago de la deuda, el nuevo gobierno negocia con los acreedores británicos y holandeses una propuesta de pago, pero el presidente de la república islandesa se niega a ratificarla con su firma ante la presión popular, lo que obliga a someter a referéndum la propuesta. Es rechazada por un aplastante 90% de los votantes, que se niegan a pagar por los fraudes y especulaciones de sus bancos, el FMI y los especuladores británicos y holandeses. Tras esto, el gobierno islandés vuelve a renegociar la deuda consiguiendo condiciones más ventajosas para Islandia en los términos del pago, pero el presidente de la república vuelve a negarse a ratificar el plan y los ciudadanos vuelven a rechazarlo en referéndum, ésta vez por un 60 % de los votos. Mientras se suceden los referéndum, se elige una Asamblea Constituyente para refundar el país con la redacción de una nueva Constitución, derogando la anterior que era una copia de la antigua metrópoli colonial, Dinamarca. Los miembros de la Constituyente son 31 ciudadanos sin filiación política. Y para rematar la sacudida antineoliberal, el gobierno promueve la Iniciativa Islandesa Moderna para Medios de Comunicación, un proyecto legislativo que pretende hacer de Islandia un territorio seguro para el periodismo de investigación, y blindar así los derechos de información y libertad de expresión.
Todo ello no quiere decir que no haya límites, contradicciones y problemas en esta peculiar revolución. Las divisiones entre los grupos que forman la coalición de gobierno, el contraataque de la derecha, las presiones internacionales y el declive del movimiento popular son los principales desafíos. Tras los dos referéndum, el rechazo a los sucesivos acuerdos de pago de la deuda ha descendido y es posible que finalmente algún tipo de propuesta de pago sea aceptada por los islandeses. Todo depende de la marcha del proceso político y de cómo se desarrolle la nueva Asamblea Constituyente.
Sin embargo, más allá del mencionado silencio mediático, ¿qué lecciones políticas puede deducir el resto de poblaciones europeas de la actitud mostrada por la población islandesa? Por lo pronto, podríamos extraer algunas conclusiones que socavan determinadas preconcepciones sobre la política, la economía y la vida social que están muy enraizadas en el sentir común de las poblaciones occidentales y, muy particularmente, en la población española. La doxa, ese «sentido común» o consenso dominante, pretende que debemos asumir los acontecimientos económicos y políticos tal cual vienen dados, como si se tratase de fuerzas naturales que han estado siempre ahí fuera y de las cuales sólo los «expertos», generalmente los mayores beneficiarios de esas fuerzas, son los indicados para hacer recomendaciones. La actitud política consecuente con este «sentido común» es obvia: pasividad, fatalismo, refugio en la identidad individual, cinismo ante la política, búsqueda de chivos expiatorios y sumisión ante quienes ejercen el poder, muy especialmente el poder económico. Probablemente es por ello que los grandes conglomerados mediáticos se cuidan bastante de mostrar un ejemplo de la actitud contraria, surgido precisamente en el territorio donde se supone que jamás debería aparecer: Europa occidental. Pero quienes no formamos parte de grandes grupos empresariales, mediáticos o financieros, podemos hacer algunas valoraciones al respecto:
En primer lugar, el ejemplo de la experiencia islandesa nos pone en guardia contra esa especie de depresión colectiva por «indefensión aprendida», por parafrasear a Seligman, que padecen las poblaciones europeas, y particularmente la española. Durante décadas se nos ha estado sometiendo a una terapia comunicativa que ha grabado a fuego en nuestras conciencias la idea según la cual cualquier respuesta política ante las agresiones contra nuestros derechos sociales, o ante las situaciones de injusticia, no sirve para nada o puede ser incluso peligrosa. Eso nos coloca en una situación de sumisión y pasividad permanente que busca en la satisfacción de los deseos individuales y en el «sálvese quien pueda, pero yo el primero», la palanca que haga cesar el malestar. Evidentemente se trata de un círculo vicioso, pues ninguna respuesta individual es jamás capaz de ofrecer una alternativa y la falta de alternativas conducen a respuestas individuales, pero es precisamente ese individualismo de los de abajo lo que buscan los privilegiados. El pueblo islandés ha decidido no creerse más esta mitología, mostrando al resto del mundo occidental que la aceptación pasiva de los dictados de los mercados no es la ley de la gravitación universal. Se puede combatir.
En segundo lugar, hay otro mito que es un clásico en algunos círculos de la izquierda, pero que también forma parte de ese «sentido común» general. Y es una variante de la vieja idea del «cuanto peor, mejor». Siguiendo esta línea de argumentación, revoluciones y cambios políticos drásticos como los ocurridos en Túnez y Egipto no son posibles ni deseables en países «desarrollados» como los europeos. Sólo cuando las condiciones de vida son realmente pésimas, las poblaciones salen del letargo y comienzan a reclamar derechos. Por lo tanto, la única vía para resolver los problemas sociales en un contexto «desarrollado» es, de nuevo, la búsqueda del éxito individual, no la acción política, porque, en definitiva, «ésto no es el tercer mundo». Éste tipo de pensamiento, además del profundo racismo velado que contiene, es completamente falaz. Los procesos de movilización colectiva no se activan cuando las condiciones sociales son materialmente insoportables, sino que son fenómenos complejos que obedecen a muchas causas, y una de ellas es la deprivación relativa; la percepción por parte del sujeto, en este caso la ciudadanía, de que aquello que le corresponde por derecho es mayor de lo que realmente está obteniendo en una situación dada, con independencia de la cuantificación objetiva de qué es lo que realmente se tiene. La población islandesa, de nuevo, ha puesto esta cuestión sobre la mesa: un país «desarrollado», económicamente estable hasta hace muy poco tiempo, con cuotas paro y pobreza casi nulas, y con un alto nivel tecnológico y educativo, ha hecho saltar por los aires su sistema político y se ha enfrentado a banqueros, organismos internacionales y potencias extranjeras en cuanto ha percibido que estaba siendo sometido a un trato injusto.
En tercer lugar, el pueblo islandés nos recuerda que en política no existen fórmulas universales para realizar cambios socales y sacar adelante proyectos colectivos. Como siempre, en cada contexto concreto, las posibles vías de acción son unas u otras, pero nunca recetas políticas. La fórmula islandesa para afrontar la crisis se ha basado en una movilización ciudadana que ha utilizado un repertorio de acción colectiva pacífico y «ciudadanista», en un país con una absoluta falta de tradición revolucionaria o de movilización social. Quizá por ello, los islandeses han preferido seguir su propio criterio que consultar manuales, conseguiendo así importantes éxitos y demostrando que el camino se hace al andar.
En cuarto lugar, quienes argumentan que el recurso al Estado es cosa del pasado y que los mercados son fatalidades que no pueden tocarse, so pena de graves consecuencias económicas para la población, se han debido encontrar en Islandia con un problema teórico difícil de resolver. Un Estado capitalista europeo y «desarrollado», cediendo a la presión popular, ha nacionalizado la banca del país, poniéndola al servicio del propio Estado y de la ciudadanía. Además, ha actuado tibiamente frente a los manifestantes, y de manera contundente y expeditiva contra los delincuentes financieros y, empujado por el movimiento social, ha iniciado un proceso de refundación estatal. Ello prueba que, aún en el siglo XXI, el Estado y las instituciones públicas continúan siendo importantes y son, en última instancia, el resorte necesario para asegurar la estabilidad económica, el reparto equitativo de la riqueza, y enfrentarse de manera eficaz y duradera con quienes se lucran a costa del resto.
Y por último, podemos también extraer una importante lección de la diferencia con la que el pueblo islandés ha afrontado, en términos de clase, la situación de crisis financiera con respecto a otras poblaciones europeas: ante la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas, Islandia ha encarado el problema optando por el escarnio y la persecución de los culpables, en lugar de la criminalización de los migrantes como chivos expiatorios. Se dirá que ésto es porque el porcentaje de inmigración en Islandia es mucho menor que en otras zonas europeas. Quizá. Pero en cualquier caso los islandeses han demostrado tener muy claro que las «clases peligrosas» no son las que vienen de fuera para trabajar en la industria, sino las que, hablando su misma lengua y compartiendo nacionalidad, saquean y venden los recursos de toda la ciudadanía.
Lo que nos viene a mostrar la experiencia islandesa es que sí se puede. Que las decisiones económicas son, en realidad, decisiones políticas, no fases en el movimiento eterno del mecanismo de un reloj, y que corresponde al conjunto de ciudadanos, y no sólo a una parte de ellos, el tomarlas. Nos muestra también que existen más opciones que los trillados caminos de la aceptación pasiva de las recomendaciones de los «expertos», que siempre son las mismas, siempre fracasan y conducen al desastre. Nos enseña, en definitiva, que la injustica sólo es inevitable si nos creemos que lo es, y que la generosidad con el débil y la valentía frente al poderoso merecen la pena… y hasta son rentables.
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