Han pasado 3 años desde el histórico triunfo electoral de la izquierda en marzo de 2009. Más temprano que tarde, el triunfo se ha ido tornando agridulce, amargo. Y la victoria, la eufórica victoria que un millón 354 mil salvadoreños celebramos en hogares, calles, plazas y cantones, ha desembocado en incertidumbre. Rodea a los comicios […]
Han pasado 3 años desde el histórico triunfo electoral de la izquierda en marzo de 2009. Más temprano que tarde, el triunfo se ha ido tornando agridulce, amargo. Y la victoria, la eufórica victoria que un millón 354 mil salvadoreños celebramos en hogares, calles, plazas y cantones, ha desembocado en incertidumbre. Rodea a los comicios de este 2012 un halo de desencanto, malestar y frustración. ¿Ha habido cambio? ¿O estamos ante más de lo mismo, pero con diferente color? ¿Vale la pena salir o votar? ¿O será mejor dedicar el domingo 11 a otra cosa, en vista de que «todos los políticos son iguales»? Se trata de una de esas coyunturas en las que resulta más fácil sucumbir ante la desesperanza y la apatía, que reflexionar con plena consciencia y honestidad sobre lo que ha pasado para determinar a qué apostarle de ahora en adelante.
Reflexionar con plena consciencia y honestidad implica preguntarnos ¿qué pasa con nuestra izquierda? ¿Qué nos pasa como individuos y como sociedad? ¿Acaso somos incapaces de generar una izquierda que funcione a la altura de nuestras necesidades y expectativas? Porque «los políticos» no son marcianos, no son cuerpos endógenos aterrizados aquí por azar, ni han sido traídos desde quién sabe qué lugar, por quién sabe qué personas. Los políticos que actualmente nos gobiernan son nuestros políticos. La clase política con la que contamos, a la que criticamos y padecemos, a la que delegamos la toma de decisiones fundamentales para todos, es la clase política que como sociedad hemos podido producir, es la clase política de esta sociedad. Desconocer esto equivale a desconocer la naturaleza gregaria y orgánica del todo social y asumir sin cuestionar el supuesto que predica la separación rotunda entre sociedad política y sociedad civil.
Tal separación ha sido útil en las ciencias sociales y en el análisis político, pero ya en esos ámbitos empieza a ser repensada y cuestionada. Porque lo cierto es que la frontera entre sociedad civil y sociedad política es porosa, flexible y permeable, tal como nos es dado observar en una pequeña sociedad como la salvadoreña en la cual el otrora periodista, sindicalista, académico, militar o guerrillero es hoy en día presidente, vicepresidente, ministro o diputado. No existe un divorcio abismal e inexorable entre ambos escenarios, sino una serie de vasos comunicantes que permiten la permanente retroalimentación e intercambio -conflictivo y contradictorio, no armónico- entre las dos esferas. Así como en el cuerpo humano ningún órgano ni ningún miembro funciona con independencia de los demás y del mismo modo que al interior de la familia la conducta del individuo sólo puede explicarse a cabalidad en función de las dinámicas del sistema familiar en su conjunto, asimismo, la relación entre sociedad política y sociedad civil es recíproca, dialéctica y sistémica.
Todo lo que no funciona bien en nuestro sistema político expresa aspectos de nuestra vida en sociedad que tampoco están funcionando como deberían. Necesitamos indagar en ellos y examinarlos bien, para poder corregirlos. Sólo así veremos los anhelados cambios que reclamamos. Esos cambios que necesita el país son profundos, porque lo que precisamos cambiar son estructuras que se han ido consolidando con el paso de años, décadas y siglos, posibilitando la confluencia de factores que configuran El Salvador que hoy tenemos y del cual renegamos. Esos cambios de honda envergadura que necesitamos en materia social, económica, política y cultural no van a venir por la gracia de un liderazgo partidario, ni de ningún mesías caído del cielo. Van a venir de todos los salvadoreños que estamos convencidos de que el orden establecido puede cambiar, de que la sociedad injusta y violenta que tenemos puede ser modificada y de que sólo juntos, con espíritu de cuerpo, con conciencia colectiva y capacidad de trabajar en equipo, podremos impulsar -poco a poco, defectuosamente, insuficientemente- cambios en beneficio de la mayor parte de nuestra población.
En eso podría resumirse la diferencia fundamental entre la izquierda y la derecha. Ser de izquierda es saber que no estamos destinados a padecer de los males que padecemos para siempre, que existen modos racionales de modificar el status quo y actuar en consecuencia. La izquierda impulsa la transformación, la evolución y el crecimiento integral de una sociedad, priorizando a los desposeídos, marginados y explotados. La izquierda cree en la obligación política y ética de combatir el sistema capitalista. Ser de derecha es acomodarse individualmente al status quo, defenderlo con todo tipo de estrategias discursivas, ideológicas y políticas, buscar su permanencia y, aunque se vocifere lo contrario, bregar por no cambiar o por cambiar sólo aquello que favorece a individuos y grupos históricamente favorecidos. La derecha justifica y defiende el capitalismo.
Me dirán que dentro del FMLN hay ejemplos palmarios de esto último, es decir, de izquierdistas que se derechizan, conservando el discurso crítico, pero contradiciéndose en la práctica. Eso es verdad. Y hay que denunciarlo y combatirlo. Pero no significa que los que creemos en la necesidad y posibilidad de cambiar las cosas tengamos que renunciar a los cambios. La derechización de ciertos individuos dentro de las izquierdas ha sido, es y será un hecho, bastante lamentable, por cierto. Pero no caigamos en el error de botar el agua sucia con el niño adentro, ni equivoquemos los términos de la crítica. El hecho de que en el FMLN haya quienes estén repitiendo los patrones de los malos gobiernos de ARENA, como el autoritarismo, el electorerismo, el clientelismo o el oportunismo, no elimina otros dos hechos de mayor densidad: 1) que, vista la historia contemporánea de El Salvador en la perspectiva de larga duración y puestos sobre la balanza los diferentes actores políticos del siglo XX, el FMLN es la única fuerza política que ha impulsado cambios contundentes en el país; y 2) que, haciendo el cálculo político de la coyuntura actual, el FMLN continúa siendo el instrumento que ofrece más posibilidades de impulsar cambios, tal como lo demuestran los resultados que ha arrojado su gobierno en materia de educación, salud, obras públicas, protección al consumidor y disminución de la corrupción.
No volveré a votar por el FMLN porque considere que es el partido perfecto. Votaré por el FMLN porque creo que es el único partido político que en el actual El Salvador está generando condiciones (no las suficientes ni en todos los rubros) para que quienes creemos en la urgencia y posibilidad de cambios nos movamos en dirección hacia ellos. Mi voto no quiere decir confianza ciega, sumisión, ni acriticidad. Quiere decir asumir los escasos mecanismos de toma de decisiones que nuestra precaria, estrecha y también imperfecta democracia nos provee a los ciudadanos, para continuar apuntalando a un proyecto histórico de transformación estructural que trasciende holgadamente las competencias y capacidades del FMLN, pero que difícilmente va a caminar hacia el rumbo que mis principios me indican con ARENA en el poder. Los mismos principios que me llevan a cuestionar taras graves en el accionar del FMLN como la falta de un proyecto de nación claro, pertinente, realista y de largo plazo; la ausencia de liderazgos renovados y de espacios serios de formación de cuadros; la permanente recaída en la histeria electoral, en detrimento de la generación de tejidos comunitarios que fortalezcan valores solidarios y colectivos, antes que interesados y egoístas.
Conozco personas de diferentes edades, pero sobre todo jóvenes, que están luchando al interior del propio FMLN para que esos obstáculos sean superados, para que el partido responda más y mejor a las metas que en la auténtica izquierda perseguimos. La lucha se libra y continuará librándose dentro y fuera del Frente. Pero con todas esas contradicciones, errores y defectos, con todo y esos personajes que en su modo de actuar están ya en realidad más a la derecha que a la izquierda, debemos continuar dando la batalla contra las fuerzas reaccionarias que (ahora con palabras dulces) permanecen vivas y operantes en El Salvador. No es fácil ni es agradable. Es el reto que tenemos por delante como ciudadanos responsables, como patriotas, como gente de izquierda.
Cuando sucumbo ante la tentación de desconcertarme o escandalizarme con las noticias de cosas que hace el Frente y me molestan, pienso en la realidad punzante y dolorosa de nuestra vecina Guatemala, en donde la aniquilación de la izquierda posibilitó el predominio del poder genocida en el país, mismo que acaba de premiar al responsable del asesinato de miles de civiles nada menos que con la presidencia de la República. A pesar de todos los pesares, El Salvador ha podido generar una izquierda que ha hecho contrapeso a eso. Asumámosla como nuestra sin dejar de cuestionarla y no olvidemos que será en su mismo seno y no fuera de él en donde se geste la renovación y la lucidez que echamos en falta. Ningún cambio profundo puede darse de espaldas a la historia, pero ningún presente está condenado a perpetuarse. Que la evolución de nuestra sociedad, la justicia y la verdad sigan siendo nuestro norte y nuestro criterio. No perdamos la brújula. La apoliticidad del «todo da igual», «todos son lo mismo» equivale a inoperancia y estancamiento. La urgente necesidad de cambios nos exige acción.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.