La estabilidad ha muerto. En los muros de una ciudad francesa cualquiera y por supuesto en las redes sociales, las llamadas a la insurrección se multiplican a partir del próximo mes de septiembre. Desde 2005 Francia no ha vuelto a encontrar el orden. Pero más allá de las emboscadas a la policía por los jóvenes de los barrios periféricos –banlieues– , o de las barricadas de los Chalecos Amarillos en los Campos Elíseos, lo que todos estos levantamientos han puesto de manifiesto es una cada vez mayor y mejor capacidad de organización contra esa concepción capitalista de la vida que tiende a confundirla con una precaria supervivencia; y contra esta lógica del neoliberalismo que cuestiona la idea del «saber» como una larga cadena de transmisión de experiencias y de lazos orgánicos que de generación en generación nos permite inscribirnos en una visión colectiva del mundo y de la condensación de sus luchas.
Una revolución lingüística
Durante los últimos 30 años se está produciendo una transformación psicológica y antropológica, donde el lenguaje managerial o de la gestión empresarial juega un papel fundamental por la imposición de una visión económica del ser humano que tendría como objetivo imponer la aspiración de la idea de un neoliberalismo existencial y económico como frontera insuperable del ser humano. La «eficacia» o «la rentabilidad» de nuestras vidas, el lenguaje contable -bancario-, pero también militar o de la alta competición deportiva nos ayuda a comprender cómo se articula esta nuevalengua que desde su origen está construida para la fabricación e imposición de un consenso global que no permita formular oposición crítica alguna al poder del director sobre sus empleados o del gobernante sobre sus ciudadanos. Es decir, de aquellos que mandan sobre los que obedecen. Primero en nuestros lugares de trabajo la desvitalización lingüística de la verborrea empresarial implica una rotación infernal de los signos que arrastra a las palabras a que signifiquen lo contrario de lo que representan: trabajador por colaborador, misión por tarea suplementaria no remunerada, represión por seducción, placer por explotación, obediencia por reconocimiento. Pero con el tiempo esta instrumentalización de las emociones y de los sentidos a través del habla y de su increíble capacidad a volver deseable lo insoportable a través de una identificación simbólica positiva con los intereses del capital, va a convertirse en política, como la principal técnica de fabricación del consentimiento de masas.
Así, el presidente francés Emmanuel Macron que es quizá quien mejor encarna la figura que Carl Amery define como Planet Manager, declara en una de sus primeras entrevistas al ser elegido presidente de Francia -o debería decir, al frente de la Start-up Nation francesa:
Hemos pasado página de noventa años de ineficacia para entrar en el camino de la reconstrucción… El desafío político hoy, es de apoderarse de nuevo de un imaginario de conquista… Para decirlo de otra manera, el objetivo de la acción no es reformar el código de trabajo… Esto son solo medios, instrumentos, para llegar a otra cosa: la liberación de las energías; y gracias a esta liberación terminar con la impostura de estos últimos años: la de un país severo con los débiles pero que se llena la boca de igualdad y de fraternidad, de un país encorsetado por las reglas y las rentas y que se cree un país de libertad, un país desigual que no deja espacio al mérito, un país ineficaz e injusto, injusto porque es ineficaz e ineficaz porque es injusto. Esto es lo que hay en juego con mis reformas… Mi deseo no es que sea fácil, sino eficaz. La reforma del mercado de trabajo es una reforma de transformación profunda, y como me he comprometido, debe ser lo suficientemente ambiciosa y eficaz para poder reducir el paro de masas…
Este discurso en nuevalengua del presidente Macron es un buen ejemplo de lo que significan hoy las nuevas democracias autoritarias del capital. Sostenidas por un lenguaje pobre, disimulado por algunas palabras complejas que no dicen absolutamente nada de nuestra relación con el mundo ni de sus posibles transformaciones. ¿Quién puede estar de acuerdo con la ineficacia? ¿Quién no va estar de acuerdo con la liberación de las energías? El problema es que Emmanuel Macron lo que realmente anuncia con un juego de estilo es la mercantilización integral de todos los aspectos de la vida social a través del aparato de estado.
Estas reformas autoritarias de gobierno mercantil que se imponen a nuestras supuestas democracias, las ha protagonizando en Francia la Ministra de Trabajo Muriel Penicaud: una mujer que ha declarado un capital de un millón setecientos mil euros de los cuales un millón trescientos mil estarían compuestos de bienes inmobiliarios. Esta pequeña burguesía planetaria, recordemos que de los 32 ministros y secretarios de estado del primer gabinete del señor Macron 12 son millonarios, está llevando con éxito una revolución neoliberal contra la gente y que tiene como resultado -solo en Francia-, que más de nueve millones de personas se encuentren en el umbral de la pobreza y que el salario mensual medio haya aumentado solamente de tres euros en seis años contra un incremento incesante del coste de la vida, de la energía y de la vivienda. Pero no se nos escapa la potencia simbólica del desmantelamiento del sistema social francés por parte de los poderes económicos como estandarte victorioso del neoliberalismo globalizado sobre un estado que había construido su identidad nacional en el poso de sus luchas sociales. Los nuevos planet managers de hoy en día parecen afirmar: el Estado soy yo, pero yo soy una corporación.
La batalla por el lenguaje de los Chalecos Amarillos
No deja de ser curioso que los movimientos sociales más importantes tanto por su duración, como por su influencia y capacidad para crear conciencia de clase hayan sido conducidos por las clases en principio menos «formadas» de Francia – aunque creo que deberíamos decir menos «formateadas» para ser justos-, es decir: los jóvenes de la periferia y los chalecos amarillos. Y teniendo siempre en frente una clase media demasiado «managerializada» y atemorizada para solidarizarse con aquellos que comparten un destino social pero que los consideran al fin y al cabo mero populacho y que menosprecian por su falsa conciencia de clase dominante cuando en realidad, su posición los relega a garante principal de un poder que ha terminado por socavar gravemente los pocos privilegios que esta clase media quería guardar a cualquier precio.
Este proceso de toma de conciencia de los movimientos insurreccionales franceses resulta menos de una educación política de partido clásica que de un aprendizaje de la experiencia de la revuelta que da razón a Rosa Luxemburgo cuando concluyó que seis meses de revolución son más importantes para la educación política de las masas que seis años de reuniones partidistas y de distribución de panfletos. Pero quizá lo más importante de estos movimientos insurreccionales ha sido por el encuentro de las masas en la alegría del luchar -ademas de un eficaz antídoto contra la disciplina del miedo-; el fulgor de una poética cuya tarea más sublime sería la de dar sentido y pasión a las cosas que el poder había transformado en insensibles mediante la transformación de nuestra lengua en un dispositivo incapaz de entender la existencia e intensificarla. Un pensar poético que, como escribe Fernando Yurmán, nos devuelve a cada uno su propia boca, con el hambre que le pertenece y la diversidad del mundo en el que vive contra las definiciones puramente bancarias que han contribuido a este empobrecimiento del poder significante de las palabras. Ese seguir los pasos del poeta como impugnación lingüística de cualquier tendencia dogmática, y cuya tarea histórica ha sido la de dar sentido y pasión a las cosas que el poder o la ideología oculta. Desarrollando procesos de construcción y nominación de nuevas trayectorias que generen los espacios necesarios contra todo ordenamiento social disciplinario, violentando el lenguaje cotidiano que sustenta todo aparato de poder y que ha reducido la lengua a un dispositivo incapaz de entender la existencia. Y recuperando así -como escribiría Gamoneda- su función originaria de ser palabra y memoria de los hombres, reflexionando sobre el poder simbólico de la tradición poética en la que parecen estar implicadas fuerzas desproporcionadamente menores pero cuyo signo es, de alguna manera, revolucionario.