No existen dos campañas electorales idénticas, ni siquiera parecidas, por eso siempre es bueno reiterar que la planificación estratégica debe ser a medida de los candidatos o candidatas que asesoramos, de las circunscripciones en que competimos, del tiempo histórico en el que estamos viviendo, de las coyunturas políticas, las idiosincrasias locales, el sistema de medios de comunicación, y un gran etcétera.
En muchas oportunidades sucede que la teoría se choca de bruces contra la realidad y se hace añicos. Un ejemplo de ello fue la última campaña electoral en República Dominicana, la primera que se celebró en plena pandemia de la COVID-19.
En ese entonces los planes de movilización quedaron sin efecto, el contacto físico entre candidatos y ciudadanos fue postergado, el apretón de manos, los besos y los abrazos dejaron de ser un gesto de afecto para convertirse en un comportamiento que podría provocar el contagio de una enfermedad mortal, para la que aún ni siquiera existía una vacuna.
A partir de ese año las campañas online –que ya venían en ascenso– ganaron mayor protagonismo. Las estrategias de redes sociales se profesionalizaron aún más, se valoró mayormente la campaña por WhatsApp, las actividades por zoom y también los espacios en los medios de comunicación. La campaña de aire cobraba potencia y volvía a renovar su espacio.
Pero siempre surgen nuevos desafíos, por lo tanto, reiterar lo del principio: todas las campañas son diferentes. Esta vez el reto lo encontré en las elecciones regionales de Perú, más precisamente en Amazonas, un lugar con particularidades excepcionales, desde la calidez humana, los aspectos geográficos y, sobre todo, lo político.
No es la intención de estos apuntes abordar la debilidad institucional del Perú, que por estos últimos años ha quedado de manifiesto, con presidentes que no culminan sus mandatos, con congresos débiles, y con una actual inestabilidad política que ha llevado a que el presidente, Pedro Castillo, se encuentre en el ojo de la tormenta, investigado por la justicia y acosado por los grandes medios de comunicación, sin poder ejercer la gobernabilidad que requiere el país y con la amenaza latente de no terminar el período para el cual fue electo. Y todo esto aderezado por un sistema político y social que está impregnado de los más altos niveles de corrupción imaginables.
Con ese marco llegaron las elecciones regionales, con una ley electoral que tiene visos de perversión, en donde las propias autoridades electorales cancelan día a día centenares de candidaturas y que además brinda herramientas para que “ciudadanos” puedan “tachar” a otros postulantes, a través de una acción judicial que busca inhabilitar a aspirantes a cargos públicos.
Claro está que los que formalmente realizan las “tachas” no son otra cosa que testaferros legales de partidos adversarios o de individuos que ejercen el poder y se sienten amenazados con las propuestas de determinados candidatos. Se trata de un sistema que atenta contra la democracia, que debilita a los partidos –ya de por sí muy débiles en Perú– y que le otorga ventajas a aquellos que tienen mayor poderío económico.
Imaginemos entonces, en ese escenario, una campaña en Amazonas. Y no la imaginemos austera, ya que se mueven fortunas en espectáculos, orquestas, merchandising (mínimamente se regala una t-shirt a cada persona que participa en un mitin, además de café y comida en todas las actividades públicas), escenarios majestuosos, iluminación y audio dignos de espectáculos artísticos de envergadura e inversión en medios de comunicación, en donde habitualmente se debe pagar para ganar el derecho a ser entrevistado.
Los partidos políticos, por lo general, no pagan las campañas, sino que esa obligación recae sobre los candidatos, por lo que aquellos que cuentan con fortunas personales son los que pueden candidatearse a los principales puestos de gobierno, realizando una erogación muy superior a la que podrán percibir en sus cuatro años al frente de una gobernación. Las conclusiones de porqué realizan esa inversión quedan a la interpretación del lector.
Pero Amazonas, más allá de lo planteado, no es una excepción en el contexto de las campañas latinoamericanas. En nuestra región los partidos se han debilitado mucho en general y la erogación económica para poder participar supone costos tan altos que muchos candidatos se ven obligados a quedar por el camino, a pesar de tener vocación de servicio y un proyecto político, pero no pueden costear los costos que imponen nuestros sistemas.
También el periodismo ha ido perdiendo su rol watchdog, de ser los perros guardianes de una sociedad, para ser sometidos por el área comercial de los grandes medios de comunicación, que ponen al servicio del dinero y de determinados intereses políticos sus espacios de información, manipulando de esa forma a la ciudadanía, que desprevenida consume entrevistas sin saber que se trata de espacios pagados.
Es imprescindible, por el bien de nuestras democracias, trabajar desde el mismo sistema político para brindar garantías a nuestros pueblos: para que los políticos puedan ser servidores públicos más allá de su patrimonio personal y a las ciudadanías para no ser manipuladas por formadores de opinión y los mismos medios de comunicación, a la hora que ejercen su voto.
Marcel Lhermitte es periodista, licenciado en Ciencias de la Comunicación y magíster en Comunicación Política y Gestión de Campañas Electorales. Ha asesorado a candidatos y colectivos progresistas en varios países de América Latina y Europa. Director de la revista latinoamericana de comunicación política Relato. Coordinador del Diplomado en Comunicación Política de la Universidad Claeh.
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