El 14 de julio de este año, se conmemoran 234 años de “La Toma de la Bastilla”, acontecimiento que marcó el nacimiento de un proceso que ha pasado a la historia como la “Revolución Francesa”, una sublevación popular que derribó al “antiguo régimen” monárquico absolutista, cuya influencia se extendió por el mundo bajo el grito de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, junto con la Declaración de los Derechos del “Hombre y el Ciudadano” (sic).
Pero la conmemoración de este año viene acompañada de otro hecho que pone en duda el significado y los alcances de aquella revolución de 1789: la sublevación popular en los barrios pobres de las ciudades francesas, empezando por Nanterre, a raíz del asesinato de un jovencito de 17 años, Nahel, por parte de la policía. Asesinato que fue grabado por alguien que lo presenció y se divulgó millones de veces, porque, al igual que pasó en Estados Unidos con el crimen contra George Floyd, se evidenciaba la violencia racista de la policía francesa contra un joven de origen árabe, en este caso.
En protesta por este crimen, que pone en claro la actitud racista no solo de la policía francesa, sino del conjunto de instituciones que componen el Estado francés, se lanzaron a las calles decenas de miles de jóvenes de los suburbios (guetos) que rodean las principales ciudades francesas. Jóvenes principalmente descendientes de africanos y árabes, hijos de inmigrantes de lo que fueron las colonias del imperialismo francés hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y que ahora son en realidad estados semicoloniales controlados por las empresas transnacionales y los políticos galos.
La rabia contenida de muchos años de estos jóvenes, nacidos en un país que solo los valora si se convierten en estrellas deportivas, como el futbolista Mbapé, y de lo contrario tienen que malvivir en la pobreza, el desempleo y la violencia, incluyendo la institucional. Esa rabia se descargó incendiando automóviles, edificios municipales y comisarias policiales. No es la primera vez que una explosión popular de este tipo sacude a Francia, en 2005, hubo una situación similar.
La respuesta del estado francés y su presidente Emmanuel Macron a esta sublevación popular fue una gran represión por parte de más de 40,000 policías, la prohibición de realizar manifestaciones y la acusación contra los jóvenes de que estaban atacando las “instituciones de la República”.
En otras ocasiones, cuando el Estado francés ha querido ejercer su represión contra elementos culturales que practican estas poblaciones descendientes de los migrantes que llegaron desde las colonias, como la religión musulmana, en particular el uso del hiyab en lugares públicos, el Estado francés ha apelado al supuesto “laicismo de la República”. Pero no prohíbe otros símbolos religiosos como la cruz cristiana.
Pero lo que estos millones de franceses no galos saben es que esas apelaciones al “laicismo”, la “república”, los valores de la revolución de 1789, la pretendida Declaración de Derechos del “Hombre y el Ciudadano”, y la farsa de la “libertad, igualdad y la fraternidad”, son la mentira detrás de la cual se esconde un Estado explotador, capitalista, racista, xenófobo y discriminatorio. Saben por experiencia propia que los valores democráticos de “la República” no significan lo mismo para ellos que para los “blancos” descendientes de los galos “originales”.
Ese doble rasero respecto a los “valores democráticos” surgidos de la Revolución Francesa se aplica no solo dentro de Francia sino hacia el exterior, contra los pueblos y naciones de África y el mundo árabe, que son sometidos a expoliación salvaje de sus recursos naturales (minerales) por parte de las empresas transnacionales francesas que promueven dictaduras sanguinarias para sostener inhumanos sistemas de explotación y desigualdad social. Esa es la causa de migración de millones de personas que tratan de buscar un futuro para sus familias cruzando en pateras el Mediterráneo. La migración masiva, tan odiada por los racistas europeos, es un producto de sus propios actos en el exterior.
Lo que sucede en Francia es extensivo al conjunto de la Unión Europea, que se disfraza de bastión de la democracia y la “civilización”, pero que practica el racismo y la xenofobia contra parte de su población, y el saqueo económico del mundo. Como ya explicaron Carlos Marx y Vladimir Lenin, no existe “democracia en general”, sino que ésta viene con la marca de la clase social que controla el Estado, la burguesía.
Así como la democracia ateniense lo era para los amos esclavistas griegos, pero no para sus esclavos, la “democracia” surgida de la Revolución de 1789 sirve a los intereses de los capitalistas. Las conquistas democráticas de las que muchas veces gozamos (derecho al sufragio universal, por ejemplo) tuvieron que conquistarse luchando en las calles por la clase trabajadora, las mujeres, los migrantes, etc. No fueron una dádiva de los empresarios.
Quienes comprendieron lo que en verdad significaban los valores democráticos de la Revolución Francesa fueron los haitianos, país de esclavizados africanos por colonos franceses para producir en las grandes plantaciones de esa isla. El primer impacto en la Haití sucedió el 28 de octubre de 1790, cuando 350 mulatos, encabezados por Vincent Ogé, acudieron a la Asamblea de Puerto Príncipe a exigir iguales derechos. Esta manifestación fue duramente reprimida por los colonos blancos, pagando con su vida Ogé y decenas de los participantes. Primera prueba de que los llamados “Derechos del Hombre” no valían para los hombres negros.
El 2 de julio de 1801, Toussaint Louverture y la Asamblea General de Saint-Domingue (como llamaban a Haití los franceses) proclaman una constitución política en la que se establece un régimen autonómico, pero no la independencia de Francia. Por el artículo tercero se declaró “No puede haber esclavos en este territorio”; el artículo cuarto elimina cualquier discriminación de raza para acceder a un empleo; y quinto consagra la verdadera igualdad al declarar que “No hay otra distinción que las virtudes o talentos” (Lamrani, 2019) .
Pero Toussaint cometió el error de seguir confiando en la República francesa, y envió el texto de la constitución a Napoleón Bonaparte para obtener su aprobación. En vez de ello, lo que hizo Napoleón fue enviar a su cuñado el general Leclerc, con más de 20,000 soldados para aplastar el gobierno de Toussaint, el cual desembarcó en Cap Haitien el 29 de enero de 1802 exigiendo la rendición de la guarnición. Paralelamente, el 20 de mayo de 1802, el mismísimo Napoleón Bonaparte mediante decreto restauró la esclavitud.
Toussaint moriría preso en una cárcel de Francia. Sus sucesores comprendieron que solo la independencia de Francia les traería la anhelada libertad. Así lo proclamaron en 1804. Pero ni así, porque luego les hicieron pagar esa libertad con enormes compensaciones exigidas por Francia, lo cual sería repetido en el siglo XX por Estados Unidos. El pueblo de Haití ha tenido que sufrir la expoliación y la miseria capitalista por atreverse a ser el primer país del mundo en abolir la esclavitud y el segundo en proclamarse independiente después de Estados Unidos.
Por esa razón, hay que cuestionar los alegatos disfrazados de republicanismo y laicismo de las élites gobernantes de Francia, para justificar sus políticas racistas y de dominación. Hay que distinguir entra las palabras vacías o llenas de otro contenido, de los hechos concretos. Esa es una lección que deja la historia de Haití y que ahora nos enseña la juventud marginada de la Francia del siglo XXI.
Las actuales revueltas juveniles y las fuertes movilizaciones de la clase trabajadora contra la reforma al sistema de jubilaciones están forjando la nueva Revolución Francesa que hará realidad con carácter universal el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Pero esto sólo será posible a condición a que esa nueva revolución sea anticapitalista, antiimperialista y, a la vez, que anti racista y anti xenófoba y que, por la positiva, sea socialista, democrática e internacionalista.
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