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El Mediterráneo y los bárbaros del capitalismo

Fuentes: Rebelión

«El mar es más que un paisaje, también es un sentimiento. Es un corazón que late negándose a seguir muerto.»

(Luis Eduardo Aute: A por el mar)

Yo nací en el Mediterráneo. Como Joan Manuel Serrat; salvando las distancias: el nació en las costas catalanas; digamos en la mitad norte del mar. Yo nací en la orilla andaluza del sur. Como el insigne cantautor, llevo la luz y el olor del Mediterráneo «por donde quiera que vaya», como reza la letra de su hermosa canción homónima. Es algo difícil de explicar para quienes no se han criado en la costa. Suele ocurrirnos a las personas que hemos tenido siempre un horizonte marino formando parte de nuestra cosmovisión desde que tenemos memoria. Ese horizonte es la línea definitoria donde se juntan el cielo y el agua, elementos simples y básicos de la cosmogonía mítica y de la vida primigenia. Un símbolo también de apertura hacia lo que está más allá y que de alguna manera pide que vayas en su busca. También un espejo del alma que, por su propio ser, no se deja reflejar en los espejos de cristal. Si Serrat recita en su canción «tu alma es profunda y oscura» lo que está reconociendo es ese poder de sus aguas para captar la esencia humana y devolvérnosla en toda su radical opacidad. El desconcierto que nos causa la apariencia marina en constante mutación, sujeta como está a las turbaciones de los agentes atmosféricos, es también su lección sobre nosotros mismos, que nos resistimos, sin embargo, a reconocer nuestra íntima naturaleza en permanente metamorfosis. Pobres criaturas los humanos, que hemos dado la espalda a nuestros orígenes evolutivos marinos para construirnos identidades inmutables y sectarias, todas ficticias, cuando somos agua sobre todo, el elemento fluido por antonomasia. Ilusos nosotros que, por obra y gracia de nuestra portentosa capacidad para el artificio, hemos cultivado la tecnología hasta alcanzar cotas de sofisticación insospechadas llegando a creer que ningún poder de la naturaleza puede con la especie humana. Por eso –como en el caso reciente del desastre ocurrido en Valencia– cuando la naturaleza nos inflige de tiempo en tiempo una contundente lección de humildad la incredulidad se apodera de nosotros.

No creo que sea casual que la filosofía naciese en una ciudad griega portuaria a orillas del Mediterráneo, en Mileto; que el primer filósofo históricamente reconocido, Tales, se ganase la vida comerciando, para lo cual tenía que navegar de continuo yendo de una costa a otra hace más de dos milenios y medio; de Jonia (el occidente de la actual Turquía) a Egipto, impregnándose de una sabiduría ancestral al tiempo que mercadeaba con unos y con otros. Eruditos historiadores de la filosofía griega aluden a la ausencia de un poder central político en el ámbito heleno y de la inexistencia de una autoridad monolítica en lo referente a las creencias religiosas para explicarse que precisamente allí y en aquel entonces surgiera una nueva manera de mirar la realidad y de preguntarse sobre ella dando lugar con el tiempo a la ciencia y a muchas de las ideas que constituyen las bases de la civilización europea. En ninguno de los tratados de esos eruditos que estudié en su momento encontré referencia alguna al mar donde la filosofía tuvo su cuna. Personalmente creo que el Mediterráneo fue decisivo para su alumbramiento. Porque es un mar que, como tal, muestra la promesa de lo que está por descubrir, pero, al no ser un océano, ofrece al ser humano la seguridad de que siempre habrá un refugio cerca a quien ose aventurarse en sus aguas con ánimo explorador. El Mediterráneo es el más humano de cuantos mares y océanos conforman el acuoso cuerpo de nuestro planeta azul. Su nombre viene del latín Mar Medi Terraneum: el mar en el medio de las tierras, lejos de los extremos, el templado, el que hizo posible la comunicación entre sus pueblos desde un primer momento.

La prueba la tenemos en la propia historia. A lo largo de sus orillas tuvieron su origen esos grandes eventos que fueron decidiendo la senda de aspectos fundamentales de nuestra civilización. «De Algeciras a Estambul», como señala de nuevo Serrat. Mientras, en el lóbrego norte, bañadas sus costas por las gélidas aguas de los océanos Ártico y Atlántico y del mar Báltico, se hallaban sus habitantes aún lejos de los refinados logros humanos que inspiró a los pueblos de hace un par de milenios ese que llamaron los romanos Nostrum Mare. Porque era a todos los efectos, por así decir, el lago del imperio a través del cual hallaban conexión todas sus posesiones. Durante aquellos siglos de dominio romano fue el mar de la prosperidad, y siempre, desde que el ser humano empezó a vivir en sus costas, fuente de riqueza.

¿Por qué pienso ahora en miMediterráneo? Porque una noticia de hace unos días relativa a la regulación europea de la pesca en su seno me ha devuelto la consciencia de que ese mar mío se muere, de que lo estamos matando. Su enfermedad es ya muy notable. Sus síntomas los puede percibir cualquiera. Yo mismo, este verano pasado, pude constatar su anormal alta temperatura, que se mantuvo hasta prácticamente finales de noviembre, cuando aún pude nadar sin apenas sentir frío (el Centro de Estudios Ambientales del Mediterráneo me lo confirma: este año se registró en agosto la temperatura media más elevada de la que se tiene constancia). Otro hecho más relacionado con la crisis climática.

Que el Mediterráneo es uno de los mares más contaminados del planeta, si no el que más, es algo reconocido como un hecho incontrovertible desde hace años: entre setenta mil y ciento treinta mil toneladas de microplásticos y entre ciento cincuenta mil y quinientos mil toneladas de macroplásticos acaban en sus aguas cada año. La organización ecologista WWF alerta de que este mar está en peligro de convertirse en una trampa de plástico debido al uso excesivo de plásticos, la pésima gestión de residuos y el turismo de masas.

Pero esto no es nuevo. Permítaseme un apunte autobiográfico a este respecto. Desde la playa a donde solía ir de niño se divisa el Peñón de Gibraltar. Rara era la tarde de verano en mi infancia que no veía recortada en el horizonte la imponente silueta de uno de esos buques metálicos que surcaban el Estrecho henchida su panza de petróleo camino del puerto de Algeciras. Y rara era la tarde que mis pies no terminaban manchados de una brea negra azabache densa y pegajosa que solía aparecer depositada en la orilla en forma de galletas de diverso tamaño.

Desde hace tiempo el Mediterráneo se halla saturado de naves ciclópeas imprescindibles para mantener la circulación de mercancías en este mundo nuestro dominado por un hipercapitalismo global que no puede funcionar sin el continuo abastecimiento de combustibles fósiles y productos desde oriente a occidente. Sobreexplotado mar nuestro también en lo que atañe a la pesca. No debe extrañarnos entonces el pacto de la Unión Europea sellado hace unos días que establece el reparto de cuotas de pesca. En él se fija un recorte notable para los niveles de captura en lo referente al arte de arrastre en el Mediterráneo: de 130 días en los que se pudo salir a faenar este año se pasa a solo 27. Aquellos pescadores que adopten soluciones capaces de aumentar la sostenibilidad de la pesca de arrastre –muy costosas económicamente, por cierto– tendrán permiso para trabajar casi el mismo número de días que hasta ahora. El nuevo comisario de Pesca de la UE, Costas Karis, nacido en la mediterránea isla de Chipre, ha tenido que buscar el equilibrio entre las consideraciones sociales, económicas y medioambientales. Ahora bien, el resultado de las negociaciones no ha satisfecho a los pescadores de nuestro mar. Otra vez, como cuando la pandemia de la Covid-19, la salud frente a la economía. En este caso, la salud del Mediterráneo frente a los intereses económicos de un sector preocupado por su supervivencia, lo que se traduce concretamente en trabajadores y familias que ven en grave peligro su principal medio de ganarse la vida; con el componente existencial y emocional que ello implica, pues muchas de esas personas han crecido con un vínculo emocional que define de forma determinante sus vidas. En esta coyuntura la incertidumbre, que trae consigo la angustia, se apodera de ellas. Un cambio de tamaña magnitud en la práctica de un oficio tiene, además, repercusiones sociales nada desdeñables y siempre traumáticas en mayor o menor medida. En este colectivo muchos de sus integrantes, honrados trabajadores apegados a un oficio que consideran noble, se sentirán agraviados por la decisión de unos políticos que se les antojan miembros privilegiados de una casta alejada de la realidad. A los sufridos pescadores sin duda les costará trabajo entender que, desde sus despachos en Bruselas, les castiguen por ejercer un oficio idiosincrásico de la cultura mediterránea; lo que les causará un íntimo amargor que, bien aprovechado desde sectores políticos de la derecha populista, contribuirá a alimentar el negacionismo con respecto a la emergencia medioambiental y hará que aumente un resentimiento ciudadano que favorece a las propuestas antidemocráticas.

Hace cuarenta años el escritor Luis Racionero publicó el libro El Mediterráneo y los bárbaros del Norte. En él se identifican dos corrientes culturales en tensión histórica que han conformado a lo largo de los siglos el alma de Europa. Aún hoy esa tensión se manifiesta en momentos críticos como lo fue el de la crisis financiera de 2008, cuando se impuso la política económica del Norte europeo encabezado por Alemania, dictadora de la austeridad. Recordemos el momento dramático que vivió la mediterránea Grecia en 2015. Para Racionero el Mediterráneo es el espacio de cultivo de una sabiduría vital que ofreció como joya más valiosa el humanismo en los albores de la Edad Moderna. Fue durante muchos siglos el espacio de la civilización, de las grandes ciudades, desde el que se exportó a los confines del mundo conocido. Los del Norte eran los bárbaros, los que con el tiempo darían a luz el industrioso capitalismo de raíz anglosajona, que ya hace tiempo Max Weber conectó con el protestantismo norteño. Y sí, tiene algo (o mucho) de bárbaro, algo de desmedido y agresivo, el capitalismo que actualmente nos lleva a todos, velis nolis, por delante. El precio en él remplaza el valor de las cosas siendo capaz de reducir un mar como el Mediterráneo a lo que es tasable en términos monetarios.

En su ensayo titulado Adiós a las cosas el filósofo español Santiago Alba Rico profundiza en la barbarie de la que estaba a salvo el antiguo Mediterráneo, permitiendo así que tomara forma el germen de la civilización. Esa barbarie tiene su raíz en la confusión cultural que borra la frontera entre lo que se puede consumir y lo que no; primigeniamente, entre las cosas que se pueden comer y las que no. De entre estas últimas, a su vez, hay que distinguir las que pueden ser usadas y las que ni pueden ser comidas ni usadas, porque deben ser miradas, admiradas. Son las maravillas, que en latín –una de las lenguas junto con el griego del Mediterráneo fundacional– se llamaban mirabilia, del verbo mirari (admirar).

El bárbaro lo mezcla todo, y su sentido de la maravilla se desvanece ante el dominio aplastante de lo consumible y lo usable. Nada está a salvo de convertirse en mercancía, porque nada merece el suficiente respeto a sus ojos. El capitalismo tiene genealógicamente ese componente cultural bárbaro. En él domina el principio de placer del ello freudiano, puro deseo de consumir, de acercarse todo a la boca para comerlo con inconsciente glotonería de bebé. El capitalismo es la cultura del canibalismo omnímodo; con el agravante de que en su cuerpo depredador habita una tenia insaciable que exige un crecimiento sin límite. Contemplamos las cosas con la mirada bárbara del consumo y, por tanto, de la destrucción; también el Mediterráneo, que pierde esa sacralidad mítica de la Odisea para ser objeto de un consumo desmedido a través de la sobreexplotación pesquera o turística (o como trasunto de la laguna Estigia en el caso de la inmigración). Como sentencia Alba Rico: «sólo los antiguos místicos que huían al desierto han despreciado tanto el mundo como el mercado».

Hemos dejado de distinguir lo que es consumible de lo que debe quedar únicamente para ser objeto de contemplación, porque a todo se le puede poner precio. Todo valor sobre el que fundamentar distingos jerárquicos queda sin efecto al diluirse en el uniforme continuo numérico, abstracto, de los precios. El imperio de la globalización se basa justamente en la taumaturgia de la abstracción –de la ficción en este caso– que es el precio, por cuya imposición sobre las cosas estas son desposeídas de su valor concreto y de su afecto humano: el afecto a cualquier cosa puede ser anulado poniéndole un precio lo suficientemente elevado. Esta es la condición de posibilidad de la deshumanización, es decir, de la barbarie, de la fuerza, en este caso del dinero (suprema abstracción, ficción omnipotente), que se impone sobre cualquier valor humano. Pensemos en la vivienda, desnaturalizada al convertirse en activo financiero en virtud del poder que el mercado le confiere para elevar de continuo su precio, quedando indefinidamente desafecta de su valor humano como espacio vital, como medio esencial por el que hacerse con un lugar en el que asegurarse el amparo cotidiano que todos necesitamos.

El capitalismo bárbaro, auspiciado por la teoría económica neoclásica, necesita de la fe en la ficción de un mercado libre ideal. En él los precios son el resultado de las decisiones tomadas por agentes racionales igualmente libres con acceso pleno a toda la información para que sus decisiones sean las mejores. Así los precios son correctamente establecidos de acuerdo con la ley infalible de la oferta y la demanda. Los mercados son, pues, los mejores sistemas computadores de información sobre el valor “real” de las cosas. Presuntas verdades solo sustentadas en la ideología neoliberal, de orígenes norteños. Lo demuestra el profesor Juan Torres López en su libro Econofakes: esa indiscutida “ley” requiere unas condiciones ideales respecto de la renta y el consumo de los diversos bienes que, en términos generales, es materialmente imposible que se cumpla en la realidad. Pero la fe en la mítica mano invisible del mercado que postulara Adam Smith es inquebrantable, así como la ciega confianza en su magia para que su cornucopia de riquezas sin fin nos colme a todos de bienes.

¿Es posible un capitalismo civilizado, con consciencia del límite y sentido ético? El Mediterráneo exhausto y sobrecalentado da testimonio del peligro que representa para la vida el capitalismo de los bárbaros. Necesitamos hacer valer lo mejor de esa sabiduría de la vida buena que representa este mar nuestro. La necesitamos más que nunca en estos tiempos en los que los bárbaros triunfan.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.